Las narrativas tóxicas se imponen, se instalan y tienden a permanecer, como disco roto y bucle ideológico, aunque sean rebasadas por los acontecimientos, los análisis y los propios tiempos. Solo el esfuerzo concertado del debunking, o deconstrucción, histórica y periodística, de la mano del despertar social global, pueden conformar algún tipo de contrapeso.

El discurso de la guerra ha servido históricamente para legitimar cualquier acción abusiva, políticas interiores o exteriores, e intereses económicos de gobiernos, ejércitos, mandatarios, empresas, agencias, fabricantes de armas, traficantes de drogas, grupos armados y demás actores nacionales e internacionales. Baste con mencionar aquí la mal llamada “guerra a las drogas” estadounidense y a sus correspondientes “guerras al narcotráfico” en el Sur global y América Latina, o bien, la “guerra al terror” o “al terrorismo” de Bush y sucesores, como eje de injerencia y dominación de otros países, recursos y territorios.

Después del 7 de octubre de 2023, día del atentado y masacre de Hamás en territorio israelí, detonador de una prolongada y genocida ofensiva militar en la franja de Gaza, el coro de los más influyentes medios internacionales, tanto de centro y derecha como de centroizquierda, privados y públicos, particularmente en los países del llamado Occidente y Norte global, han descrito la situación como una “guerra” o un “conflicto armado”. Como si realmente el estado de Israel y el grupo armado Hamas estuvieran combatiendo entre sí.

Sin embargo, un análisis más riguroso desde el derecho internacional y la teoría política revela que esta caracterización es problemática y tendenciosa, funcional a la estructuración del poder hegemónico estadounidense y su narrativa, así como la de sus aliados y satélites o naciones dependientes. Es evidente que hablar de guerra o conflicto armado ayuda a justificar el genocidio en curso, que ni el supuesto acuerdo de paz y el intercambio de rehenes y presos políticos, propiciados por Trump en Egipto, ha podido detener al 100%.

La asimetría absoluta entre las partes, un ejército regular y gobierno dotado de arma nuclear, por un lado, y un grupo armado como Hamás, fragmentado entre milicias e incluso con facciones en distintos países, muestra que la naturaleza del control israelí sobre Gaza y la magnitud de la destrucción apuntan hacia una operación de carácter genocida y colonial, de limpieza étnica, que hacia una guerra entre fuerzas equiparables o aun simple conflicto asimétrico que se esté conduciendo según las “reglas” del Derecho Internacional Humanitario.

En este marco, el papel de Estados Unidos, y de la mediación de Donald Trump ha sido reforzar la idea de una guerra en curso, o ahora temporalmente suspendida, y contribuir a la legitimación internacional de Israel, mientras que el estado judío iba perdiendo todo consenso. El dizque plan de paz y el acuerdo preliminar que se está implementando en Gaza, de hecho, llegó en el momento en que cada vez más países estaban reconociendo al estado palestino y la palabra genocidio estaba siendo usada y aceptada internacionalmente por mandatarios, organizaciones, grupos manifestantes y agencias de todo tipo. Se necesitaba, entonces, dar un giro, inventarse un acuerdo de paz, como si realmente hubiese una guerra. En realidad, se trata de un cese al fuego unilateral, pues el ejército israelí y su gobierno, incluso más allá de las voluntades y los auspicios estadounidenses, son quienes han decidido cómo y cuánto intensificar su ofensiva y cuándo suspenderlo, de momento.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH), especialmente los Convenios de Ginebra de 1949, define el “conflicto armado” como una situación en la que existen enfrentamientos prolongados entre dos o más partes armadas organizadas. Esta definición, adoptada por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), exige tanto un nivel mínimo de intensidad como la existencia de estructuras de mando responsables. En el caso de Gaza, sin embargo, la desproporción en recursos militares, control territorial y capacidad ofensiva entre Israel y Hamas impide hablar de enfrentamientos prolongados entre fuerzas equiparables.

Desde las primeras semanas tras el ataque del 7 de octubre de 2023, las capacidades militares de Hamas fueron extralimitadas, pues no podemos hablar de enfrentamientos, avances y reveses, campañas o ataques de Hamás, como si fuera simplemente un bloque o ejército regular, mientras que la ofensiva israelí llegó a ser una campaña unilateral de destrucción sobre una población civil cercada e inerme, como lo ha denunciado la Relatora Especial ONU para los territorios (ilegalmente) ocupados por Israel, Francesca Albanese.

Dicho esto, la insistencia mediática en la noción de “guerra” cumple una función meramente política y cínica: se pretenden aplicar los discursos y las normas del DIH en lugar de usar las del derecho penal internacional, por las cuales los crímenes de genocidio, lesa humanidad o apartheid tienen un peso distinto, como lo expresa la demanda de Sudáfrica por genocidio en contra de Israel ante la Corte Internacional de Justicia (que puede condenar Estados, no directamente personas responsables).

Por lo tanto, igualmente, calificar el caso de la aniquilación del pueblo palestino en Gaza como “conflicto armado”, otro eufemismo muy común en los medios del mainstream todavía hoy, tiene la función de mantener a Israel dentro de los marcos de legalidad bélica, donde las violaciones se juzgan como excesos en el uso de la fuerza y no como parte de un patrón sistemático de aniquilación.

En este lenguaje falseado y contrafáctico al estilo Trump 1.0 y 2.0, todo se vale, y lamentablemente no es ninguna novedad. Esta verborrea confunde y opaca hechos y realidades, al colocarse como contraverdad. Esto sucede ya sea frente a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que reconoció la existencia de indicios plausibles de genocidio y ordenó medidas cautelares contra Israel en 2024, o ante el informe de la relatora especial de Naciones Unidas, Francesca Albanese, titulado “Anatomía del Genocidio”, en donde se declara que los bombardeos masivos, el bloqueo de alimentos y medicamentos, y la destrucción de hospitales y universidades configuran un patrón de exterminio dirigido contra el pueblo palestino. Pero hay que seguir intentando interrumpir el bucle.

Esta violencia se vincula con una larga historia de colonización y limpieza étnica en Palestina, y es la continuación de un proyecto de control territorial que combina el despojo material con la eliminación del sujeto político y del propio pueblo palestino como tal. Por ello, el lenguaje de la “guerra”, sostenido incluso por gobiernos de países europeos, supuestamente más “sensibles” ante las violaciones de derechos humanos, resulta insuficiente y engañoso: presupone una simetría entre contendientes que nunca ha existido, además de que el involucramiento estadounidense responde a una estrategia más amplia de control regional, en la que la preservación del poder israelí es central para los equilibrios en aquel tablero clave.

Al encuadrar el conflicto como una guerra, Washington refuerza la idea de que existe un enfrentamiento entre dos entidades soberanas, eliminando del mapa el hecho de que Gaza es un territorio ocupado y bloqueado desde 2007 (o antes).

En este sentido, la “mediación” de Trump en las últimas semanas puede entenderse como un intento de “normalizar” el resultado político de una operación genocida, creando un marco legal mínimo que legitime la operación de Israel y el futuro de la franja y Cisjordania, otro gran nudo irresuelto en donde la colonización israelí avanza sin rémoras en la ilegalidad total.

Puestos frente a la incumbente devastación total y a la embestida de la primera potencia mundial y su aliado principal en Oriente Medio, el pueblo palestino, y la misma Hamás, no tendrían otra opción que aceptar las condiciones impuestas por la única parte beligerante y atacante en este contexto.

El concepto de “colonialismo de asentamiento” describe con precisión la política israelí de expansión territorial, acompañada de desplazamientos y transformación demográfica forzada, y no puede ser asimilado a una guerra o conflicto armado internacional o interno. Decir “guerra” es inadecuado, cómplice y tendencioso. A estas alturas esta crítica no debería sonar original o nueva, pero se reitera y precisa aquí ante la insistencia de medios y personajes políticos en todas las latitudes.

Tendencialmente, ya desde pocas semanas después del ataque de Hamás, de parte de esta formación política-militar palestina no se registraron campañas ofensivas sostenidas ni enfrentamientos simétricos. Las acciones consistieron principalmente en resistencias dispersas o hasta sobrevivencia, sin capacidad de causar bajas significativas ni controlar territorio.

Más allá de la viabilidad, prácticamente comprobada, del término genocidio, en cuestión militar se trata de un conflicto armado unilateral o una campaña militar asimétrica prolongada dentro de un territorio ocupado, con uso sistemático de la fuerza por parte de un Estado contra una población civil y grupos armados desestructurados, con consecuencias humanitarias masivas.

Ni desde el punto de vista jurídico, por la ausencia de enfrentamientos prolongados entre fuerzas equivalentes, ni desde el punto de vista político, por la naturaleza colonial de la ofensiva israelí, puede sostenerse la denominación de “guerra”, como sí en cambio ocurrió en la llamada guerra de los 12 días con Irán entre el 13 y el 24 de junio pasado. La narrativa tóxica en loop que se quiere imponer no será suficiente, en mi opinión, para evitarle a Israel y a Netanyahu, pero quizás también a Biden y Trump, cuando menos, algún tipo de enjuiciamiento por crímenes internacionales, a nivel jurídico y, sobre todo, frente a la Historia.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO