Y de pronto el tema del ruido excesivo en las playas se salió de control para convertirse en una auténtica lucha de clases sociales en la que se tomó por bandera a la música de banda sinaloense.

Lo que parecía tener solución por medio del diálogo, de repente estalló en una de las manifestaciones de protesta más singulares en la historia de Sinaloa.

En plena Semana Santa, alrededor de 40 agrupaciones musicales hicieron tronar la tambora por más de 10 horas seguidas para defender su derecho a trabajar en las playas de Mazatlán.

 

La prepotencia con la que los hoteleros del puerto manejaron el tema de la contaminación auditiva, fue la razón que derivó en el desborde de las emociones.

Todo comenzó a principios de la semana, cuando los administradores  de una torre de condominios colocaron un letrero donde advertían sobre la prohibición de contratar cualquier banda en la zona de playa.

Esto fue tomado como una afrenta y una provocación para los mazatlecos, ya que la historia de la ciudad está fuertemente vinculada a la música que hizo popular Don Cruz Lizarraga.

Junto con las playas, el béisbol y la gastronomía, la tambora es uno de los elementos que más distinguen a la tierra de los venados.

Miles de personas vienen al puerto atraídos por el anhelo de escuchar El sinaloense y el romper de las olas junto al malecón.

Aquí la banda es una con la cultura popular. Sus melodías y bailes se arraigaron en las tradiciones de la gente; acompañan sus celebraciones y fiestas más importantes, como el carnaval.

El son de los aguacates, El niño perdido, El toro mambo, El manicero, Tecateando, Arriba Pichataro, son canciones que brindan una doble satisfacción, tanto por la remembranza de la alegría mazatleca, como por el indudable aporte que sus notas le han dado a la cultura universal. Al menos así lo percibimos.

 

Por eso los Mazatlecos estamos tan orgullosos de nuestra música, que en los últimos años se ha convertido incluso en un emblema nacional con el que se identifica cualquier mexicano en el extranjero.

De ahí esta defensa tan abigarrada como la que se desató estos últimos días en torno a la música de banda sinaloense.

La opinión generalizada percibe las regulaciones como una medida elitista y gentrificadora, que sólo atiende a los intereses de los grandes empresarios, que buscan atraer un nicho muy específico de consumidores, supuestamente de mayor poder adquisitivo, a los que no se les identifica con la tambora sinaloense.

Esta versión de la historia, sin embargo, está sobrecargada de ánimos y requiere ponerse en su justa dimensión.

Lo primero que habría que decir es que muchos ciudadanos, no sólo los empresarios hoteleros, se quejan porque la ciudad ha perdido tranquilidad a causa de la contaminación auditiva que generan las actividades turísticas.

Incluso hace muy poco un despacho de la localidad ganó una demanda colectiva contra las pulmonías, y en cuyo resolutivo se obliga a los choferes de estos taxis a disminuir los decibeles de la música que ponen para entretener a sus pasajeros.

Por otro lado, también es necesario aclarar que en los últimos años la tambora se ha convertido en la estrategia comercial predilecta del puerto, por lo que no es enteramente cierto que las bandas que escuchamos, a toda hora y en todos los lugares públicos, sean una expresión espontánea de la cultura mazatleca.

Aunque  es bien sabido que a Mazatlán se le considera  cuna de la banda, y que estamos muy orgullosos por eso; también es verdad que anteriormente en la ciudad la oferta musical era mucho más diversa y había una coexistencia de múltiples géneros que enriquecían la vida urbana, los espectáculos y el entretenimiento.

 

El problema es que con el reciente boom turístico, a Mazatlán se le ha intentado reducir a un destino al que simplemente se viene a tomar cerveza, comer mariscos y escuchar banda frente a la playa, porque aparentemente eso es lo más rentable, y todo el mundo saca provecho.

Pero caricaturizar de tal manera a un lugar es muy pernicioso porque degrada, uniforma y empobrece la cultura.

Los destinos turísticos son muy susceptibles a este tipo de acartonamientos, en los que está de por medio la enajenación del espacio público y donde se entrega la ciudad casi por completo al disfrute de los visitantes, olvidando que por más vocación turística que tenga un lugar, primero está el derecho de sus habitantes a disfrutar una vida sosegada.

Convertir los espacios y los elementos culturales de una ciudad en meros productos de consumo, provoca que la vida cotidiana entre en un ritmo frenético que solo nos lleva al desgaste y al agotamiento de los recursos y de las energías vitales de las personas.

Porque, para lo que un turista es solamente un par de días de música, diversión y borrachera, para los mazatlecos se convierte en una pesadilla de ruido, aglomeraciones, basura y tráfico sin fin que coloniza nuestros espacios más preciados.

Por eso no comparto la idea de que la regulación de la música popular traerá mayor gentrificación, pues, por el contrario, la forma en la que la economía turística ha mercantilizado a la tambora, es en realidad parte del problema que ha generado la expulsión de los mazatlecos hacia la periferia.

 

También por eso me parece muy poco crítica la postura romantizada que han tomado académicos, periodistas y políticos oportunistas alrededor de este conflicto. Noto cierta hipocresía en este tipo de gente que visita un par de días Mazatlán, para luego regresar a su plácida vida de cotos residenciales en donde está prohibida la música más allá de las 10 de la noche, pero que cuando vienen toman como rehén a nuestra cultura, como si toda la ciudad se tuviera que acomodar a sus expectativas de fines de semana. Ustedes son quienes nos gentrifican.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO