El procedimiento judicial contra Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los líderes históricos del Cártel de Sinaloa, revela una disputa geopolítica más amplia por el control regional, donde el crimen organizado, la limitada capacidad de respuesta del Estado mexicano y los intereses estratégicos de Washington se entrelazan en una peligrosa zona gris.

En México, la magnitud y permanencia de los cárteles hacen evidente que operan con algún grado de tolerancia o protección desde estructuras oficiales, pues resulta difícil sostener tal poder sin apoyos internos. Desarticular esta estructura de complicidad exige una estrategia de inteligencia capaz de identificar a los actores gubernamentales que, desde dentro, facilitan las actividades criminales. Esto es particularmente urgente en los ámbitos estatal y municipal, donde el contacto con los grupos delictivos es más directo y cotidiano.

En estados como Sinaloa, donde se contabilizan miles de homicidios derivados de la más reciente guerra entre cárteles, cualquier figura con poder de decisión pública debería estar sujeta a un escrutinio riguroso. Gobernadores, senadores, diputados, jueces, fiscales, alcaldes y jefes policiacos deben ser considerados sujetos de investigación, sin excepciones ni privilegios. Sin embargo, la falta de voluntad política del gobierno federal para desmantelar estas redes ha abierto la puerta a una nueva forma de intervención.

El gobierno de Estados Unidos ha comenzado a utilizar el problema binacional del narcotráfico como herramienta de presión geopolítica, aprovechando el contexto para reforzar su influencia regional. En un escenario global donde su hegemonía se ve amenazada por potencias emergentes como China, Rusia e India, Washington observa con recelo cómo varios gobiernos latinoamericanos estrechan vínculos comerciales con Pekín y reciben inversiones estratégicas en infraestructura. Aunque ha tolerado casos como el de Brasil o Perú dentro de la Ruta de la Seda, difícilmente aceptará que México siga el mismo camino.

México, por su posición geográfica y estratégica, representa para Estados Unidos una pieza clave de seguridad y prosperidad. La frontera compartida de más de 3,000 kilómetros convierte a México en el equivalente de lo que Ucrania simboliza para Rusia en Europa del Este: un espacio vital que no puede perder bajo la influencia de un rival.

El creciente interés chino en sectores estratégicos —como la inversión en manufactura automotriz, la expansión de empresas tecnológicas como Huawei o la posibilidad de participar en megaproyectos como el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec— ha despertado alarma en Washington. Incluso un documento académico publicado por la UNAM que sugería aprovechar la coyuntura para estrechar lazos con China fue criticado por voceros estadounidenses, evidencia de los límites de autonomía que se le permite ejercer a México en el orden hemisférico.

En este contexto, la reciente declaración de culpabilidad de Zambada en Nueva York, más que un simple acto de justicia penal, debe leerse como una ficha en el tablero geopolítico continental. El aparato legal estadounidense funciona también como un instrumento de presión. Al exhibir judicialmente a un capo del tamaño del “Mayo”, Washington envía un mensaje hacia dentro y hacia fuera: controla el proceso, dicta la narrativa y refuerza su autoridad moral en la región.

No obstante, este mecanismo también revela las debilidades estructurales del sistema judicial estadounidense en casos con implicaciones geopolíticas. La dependencia excesiva de testimonios negociados, con reducción de penas o inmunidad parcial a cambio de incriminar a otros, contradice los estándares contemporáneos de justicia basados en pruebas materiales. Así, Zambada no solo es procesado, sino convertido en pieza de negociación en un ajedrez mayor.

Este esquema otorga a Washington un margen amplio para obtener información —verídica o no— susceptible de usarse como herramienta de presión contra México. Poco importa si esa información carece de sustento o si agrava la violencia al sur del río Bravo: lo fundamental es mantener el control regional.

A través de procesos judiciales como el de Zambada, Estados Unidos puede reforzar su capacidad de chantaje político: exigir mayor contención migratoria en la frontera, mayor cooperación en seguridad o concesiones económicas dentro del T-MEC. En todos los escenarios, el costo recae sobre la soberanía mexicana, que se ve condicionada por un aparato judicial extranjero que opera con fines estratégicos.

Frente a ello, México no puede seguir delegando su seguridad interna ni su soberanía judicial. Es indispensable que el Estado mexicano asuma con mayor contundencia la tarea de desmantelar a los cárteles desde su núcleo político, identificando y sancionando a los operadores incrustados en las estructuras gubernamentales.

La pregunta de fondo es si Morena, como fuerza en el poder, tiene la voluntad real de emprender esa cruzada, aun si implica exhibir complicidades internas. De lo contrario, el riesgo es que, bajo la presión estadounidense, se recurra a discursos nacionalistas para movilizar a las bases en defensa de la soberanía, mientras las estructuras políticas y criminales que sostienen la violencia permanecen intactas.

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