En 1990, el promedio de las familias de clase media en Sinaloa estaba compuesto por un matrimonio con tres hijos. Sus ingresos provenían de empleos estatales, principalmente en áreas de la salud, la educación y la burocracia gubernamental. Eran tiempos en el que los maestros, contadores, secretarias y enfermeras, eran las ocupaciones más comunes en las ciudades provincianas en crecimiento, como Culiacán o Mazatlán.

El incremento poblacional que experimentó México a partir de 1930, hizo necesaria la ampliación de servicios públicos en favor de un mayor número de habitantes urbanos. Entre 1970 y 1980 la tasa de crecimiento demográfico llegó a promediar 38 % anual. Como país, pasamos de 16 millones de habitantes en 1930, a 100 millones justo antes de cerrar el siglo.

Hospitales, escuelas y empresas paraestales significaron una fuente de empleo estable para una población que incrementaba al mismo tiempo sus capacidades profesionales. Este tipo de empleos ofrecían prestaciones sociales que facilitaban la adquisición de una vivienda propia.

A una política de créditos con descuento a nómina, se le sumaba la construcción de conjuntos habitacionales para trabajadores del Estado o para los que cotizaban en el Seguro Social, como los Fovissstes o los Infonavits. Y como no había tanta competencia por el suelo urbano, las casas disponibles eran amplias, algunas de dos plantas, y hasta con tres cuartos, cochera y patio, asentadas en vecindarios con parques y escuelas que conformaban una comunidad.

 

El tiempo pasó, y a la vuelta de una generación ese modelo de familia nuclear propietaria de vivienda está en riesgo de desaparecer. Las causas que explican los cambios en la composición nucleofamiliar son tanto culturales como económicos. Entre ellos aparece la postergación de la edad para constituir una unión conyugal y para procrear hijos, la disminución en la tasa de natalidad, un alto índice de divorcios, la pérdida del poder adquisitivo, el aumento relativo de empleos sin prestaciones sociales, y el incremento en el precio de la vivienda.

Ambos factores, culturales y económicos, están íntimamente ligados y no pueden apreciarse por separado. Por ejemplo, la educación y el empoderamiento femenino permitieron a la mujer escapar de los roles tradicionales de madre y ama de casa que se imponían a su género, sin embargo, fueron las recurrentes crisis económicas las que al final de cuentas empujaron a un mayor número de féminas al mercado laboral, a veces de manera forzosa.

 

La incorporación de la mujer de clase media en el ámbito productivo trastocó las relaciones de la familia tradicional y provocó la renegociación de las funciones en el hogar entre hombres y mujeres, todo en el marco de una sociedad profundamente machista como la mexicana. La dificultad para concertar acuerdos intrafamiliares contribuyó a elevar el número de separaciones en matrimonios ya constituidos, y eso fue tomado como lección por las nuevas parejas que comenzaran a experimentar modelos alternativos de unión, en las que ya no necesariamente aparece la formalización del vínculo conyugal, ni los hijos, ni un trabajo estable, ni una vivienda propia.

Sobre esto último, es muy notorio el cómo la vivienda ha dejado de ser un bien asequible para las familias de clase trabajadora. Esto explica la disminución proporcional de los estratos de clase media, que precisamente se distinguen por la disposición de al menos una propiedad como parte de su patrimonio. La semana pasada se dio a conocer en los medios que en los últimos tres años el precio de la vivienda en Sinaloa aumentó 45 %, y que las casas con un valor menor al millón de pesos prácticamente dejaron de existir.

Tomando como referencia la teoría clásica, el incremento en el valor de la vivienda puede ser explicado por tres factores: la oferta, la demanda y el costo de los insumos. En los últimos años el crecimiento natural de la población en edades de 30 y 40 años ocasionó un aumento en la demanda de vivienda, la cual no pudo ser cubierta satisfactoriamente por una reducción en la oferta de casas de interés social. Esto por su puesto derivó en una presión en los precios, que siguieron en aumento conforme se incrementaba el costo de los materiales para la construcción, como el cemento y el acero, debido a la demanda de estos productos por parte de china, y por los bloqueos en las cadenas de suministros globales, pero también por la demanda de estos productos por parte de China.

Pero toda esta explicación es todavía insuficiente para entender una elevación tan dramática en los precios de la vivienda como ocurre en Sinaloa, que en los últimos años encabeza junto con Quintana Roo, las Bajas Californias y Nayarit, los estados donde la población ha resentido más los incrementos en este rubro. Pero ¿qué tienen en común todas estas regiones? Bueno, pues que son algunas de las regiones con los destinos turísticos más importantes del país. Quintana Roo tiene Cancún, Playa del Carmen y toda la Riviera Maya; La Baja, a Rosarito, Ensenada, La Paz y Los Cabos; Nayarit, a Nuevo Vallarta y la Riviera Nayarita; y Sinaloa, a Mazatlán.

Otra cuestión que tienen en común estas localidades, es que no son destinos turísticos tradicionales. La mayoría ha adoptado su infraestructura y economía para recibir tanto a visitantes de corta duración, como a residentes permanente: extranjeros en edad de retiro y a nómadas tecnológicos en buscan de mayores rendimientos para su dinero.

De este modo el turismo se logró mimetizar con la industria inmobiliaria, ocasionando la ampliación del mercado y el predominio de una lógica especulativa en la reestructuración urbana. Es el libre juego de la oferta y la demanda actuando sobre los precios de la vivienda en un entorno donde los perdedores somos todos aquellos ciudadanos que no entramos en el perfil de cliente que buscan las empresas y agentes inmobiliarios, cuyo razonamiento es el siguiente:

¿Para qué ofrecer vivienda de bajo costo, cuando es más redituable captar compradores de otras partes del país o del extranjero, con un poder adquisitivo mayor? ¿Porque vender una casa completa cuando se le puede demoler y construir sobre esa misma superficie seis u ocho condominios que valen cada uno lo que la casa entera? ¿Qué razón tiene poner a rentar un departamento por un contrato anual, cuando se puede ganar más alquilándolo a turistas únicamente los fines de semana?

 

Así es como desaparece lo que por muchos años fue el ideal de los núcleos sociales mexicanos. Esto sin duda tendrá un impacto enorme en múltiples facetas de la vida en el país, desde la identificación política hasta las costumbres, las relaciones sociales y las referencias culturales.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO