La discriminación no es solo una experiencia dolorosa: es una violación directa a la dignidad humana. Pero lo verdaderamente grave es que, en México y particularmente en Sinaloa, el Estado sigue sin tratarla con la seriedad que merece. La legislación local, que en teoría debería proteger a las personas, parece más preocupada por describir el problema que por enfrentarlo con consecuencias reales.
La Ley para Prevenir y Eliminar la Discriminación del Estado de Sinaloa enumera con detalle muchos actos discriminatorios: negar servicios, excluir, limitar derechos, humillar, segregar o bloquear el acceso a oportunidades. El texto conoce bien el problema; lo nombra, lo clasifica y lo recorre desde todos los ángulos posibles. Sin embargo, cuando llega el momento de decidir qué pasa si una persona, un negocio o una institución discrimina, el silencio es absoluto.
La ley no contempla multas, no contempla sanciones administrativas, no contempla obligaciones de reparación y, mucho menos, sanciones penales. La discriminación está claramente definida, pero no castigada. Y eso deja a las víctimas sin más quejas que las que puedan presentar ante órganos que solo pueden recomendar, nunca sancionar.
Al mirar el panorama federal podría parecer que la protección es más robusta, pero la realidad también tiene sus límites. La Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación (LFPED) tampoco establece penalidades por sí misma. Habla de prevención, políticas públicas, mecanismos de conciliación y resoluciones administrativas, pero no impone consecuencias penales directas.
La sanción real proviene de otro lado: del Código Penal Federal, que en su artículo 149 Ter considera la discriminación como un delito y establece penas que van de uno a tres años de prisión, además de entre 150 y 300 días de trabajo comunitario y hasta 200 días de multa. Cuando la conducta discriminatoria la comete un servidor público, las consecuencias se agravan, pues la pena aumenta proporcionalmente y puede incluir destitución e inhabilitación para ocupar cargos públicos. También se consideran agravantes los casos donde exista una relación de subordinación, por ejemplo entre un patrón y un empleado.
A pesar de que este tipo penal existe, su aplicación sigue siendo limitada. Pocas personas logran abrir un proceso penal por discriminación, ya sea por miedo, falta de acompañamiento, desconocimiento o porque demostrar el acto discriminatorio ante una autoridad suele ser un camino desgastante y lleno de obstáculos. Incluso en lugares como la Ciudad de México, donde la legislación local contempla multas que pueden ir desde los 5,657 hasta los 22,628 pesos, el proceso continúa siendo largo, complejo y, con frecuencia, poco efectivo.
Todo esto envía un mensaje preocupante sobre cómo el Estado ha decidido enfrentar la discriminación.
Cuando las leyes hablan del problema pero no sancionan a quien lo provoca, cuando se describe la desigualdad pero no se castiga a quienes la ejercen, lo que se está diciendo es que la discriminación importa… pero no lo suficiente como para incomodar a quienes la practican. Se deja a quienes sufren discriminación en una posición de indefensión, donde la justicia depende más de la voluntad institucional que de un marco jurídico firme y efectivo.
No podemos seguir aceptando que la discriminación sea un acto sin costo. Tampoco permitir que la igualdad se reduzca a una promesa bonita en documentos oficiales. La verdadera protección exige reformas de fondo: leyes estatales que contemplen sanciones claras y contundentes, un fortalecimiento real de los mecanismos federales y una aplicación efectiva del tipo penal de discriminación que ya existe. También requiere políticas públicas que acompañen estas reformas con capacitación obligatoria, protocolos de actuación y mecanismos de reparación para las víctimas. Y, sobre todo, demanda una ciudadanía que no se conforme con recomendaciones cuando lo que necesita son garantías.
Sinaloa y México merecen un marco legal que no se quede corto ni se haga de la vista gorda. La igualdad no puede seguir siendo un ideal lejano: tiene que convertirse en una realidad tangible respaldada por leyes que se cumplan, por sanciones que disuadan y por instituciones que protejan, no que simulen. La dignidad humana exige mucho más que buenas intenciones. Exige acción.

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