La promulgación de la reforma a la Ley de Amparo marca un punto de inflexión en la historia jurídica del país. El juicio de amparo, que por más de un siglo fue la principal herramienta de la ciudadanía para defenderse del abuso del poder, entra en una nueva etapa: una menos accesible para las organizaciones sociales.

El cambio más significativo introducido por la reforma radica en la redefinición del llamado interés legítimo, una figura que desde 2011 permitió que cualquier persona u organización afectada de forma indirecta por un acto de autoridad pudiera interponer un amparo.

En su momento, la ampliación del interés legítimo fue clave para que la sociedad civil lograra avances históricos en materia de justicia ambiental, derechos humanos y rendición de cuentas. Estas victorias posibilitaron el paso de una defensa individual a una defensa colectiva de los derechos fundamentales, abriendo la puerta a que comunidades, víctimas y colectivos pudieran litigar en nombre del interés público.

Sin embargo, a partir de ahora el amparo podrá promoverlo únicamente quien demuestre una lesión jurídica real, actual y diferenciada, es decir, un daño concreto, ya ocurrido y distinto al que sufre el resto de la sociedad. Esta fórmula convierte al amparo en un recurso privativo e individualista, muy similar al modelo decimonónico anterior a la reforma de derechos humanos de 2011.

Paradójicamente, esta restricción llega apenas unos meses después de la reforma judicial que, en el discurso oficial, buscaba empoderar a la ciudadanía permitiéndole elegir directamente a jueces y magistrados.

Aquella reforma fue presentada como un paso hacia la democratización de la justicia; sin embargo, el nuevo marco del amparo va en sentido contrario: reduce los cauces legales de participación ciudadana. En los hechos, votamos por los jueces, pero no podemos demandarlos; un contrasentido que convierte la elección popular en un gesto simbólico, mientras se cierran los caminos reales para exigir justicia

Justificación de la reforma

 

El gobierno federal argumentó que la reforma busca evitar abusos y hacer más eficiente la justicia, pues sostienen que el amparo ha sido utilizado de forma excesiva para frenar actos legítimos de autoridad.

Bajo esta lógica, limitar el interés legítimo permitiría filtrar litigios improcedentes, reducir la carga de los tribunales y garantizar que el juicio de amparo se concentre en proteger a quienes enfrentan una afectación directa, no en causas colectivas o de interés general.

Desde la perspectiva ciudadana, el riesgo es que esta reforma debilita la posibilidad de defensa colectiva frente al poder. Al exigir una afectación individual para acceder al amparo, muchas causas de interés público quedarán sin representación, pues los ciudadanos comunes carecen de los medios técnicos o económicos para litigar en solitario.

En la práctica, los derechos se vuelven más frágiles y la justicia más distante. Quien tiene recursos podrá seguir defendiendo sus intereses, pero las comunidades, víctimas o colectivos sin poder político quedarán fuera del sistema judicial, obligados a recurrir a la protesta o al silencio.

Las repercusiones en Sinaloa

 

En estados como Sinaloa, donde la sociedad civil ya opera en condiciones adversas, el impacto puede ser especialmente severo. En un entorno donde la violencia, la impunidad y la concentración de poder han reducido los canales institucionales de participación, esta reforma estrecha aún más el espacio cívico.

Casos emblemáticos como la defensa de la Bahía de Ohuira frente al proyecto de la planta de amoníaco se sostuvieron precisamente en el interés legítimo de comunidades pesqueras y organizaciones ambientales. Bajo la nueva redacción de la ley, muchos de esos amparos ni siquiera habrían sido admitidos a trámite, al no poder demostrar una lesión diferenciada en términos individuales, aunque el daño colectivo fuera evidente.

Lo mismo podría ocurrir ahora con colectivos de víctimas, grupos de mujeres, periodistas, ambientalistas o asociaciones universitarias que intenten impugnar decisiones que vulneren derechos colectivos. Con esta reforma, la sociedad civil pierde una de sus pocas herramientas jurídicas para exigir transparencia, justicia o protección frente a decisiones arbitrarias del poder público.

El resultado: una ciudadanía cada vez más aislada

 

El nuevo marco legal llega en un momento en que la sociedad sinaloense atraviesa un profundo ensimismamiento.

Las organizaciones civiles que nacieron en los años dos mil como motores de vigilancia democrática enfrentan hoy un triple cerco: la inseguridad, que inhibe la denuncia y la movilización; la falta de financiamiento público y privado, que asfixia a las asociaciones locales; y la desaparición o captura política de los organismos autónomos, que antes equilibraban el poder estatal.

La reforma a la Ley de Amparo no hace sino cerrar el último resquicio de control ciudadano, al convertir el acceso a la justicia en un privilegio de quien puede probar su daño personal, no de quien busca defender el bien común.

En términos políticos, esta modificación refuerza una tendencia nacional: la recentralización del poder y la erosión de los contrapesos institucionales.

Sin tribunales autónomos robustos, sin organismos garantes, sin fondos para las OSC y ahora con un amparo más limitado, la democracia mexicana, y la sinaloense en particular, corre el riesgo de transformarse en un sistema donde el Estado escucha menos y decide más.

Lo que está en juego no es solo una técnica jurídica, sino el equilibrio entre el poder y la ciudadanía. En un país en el que la violencia y la desconfianza son parte del paisaje cotidiano, restarle herramientas legales a la sociedad civil equivale a silenciar una de las pocas voces que todavía intentan interpelar al poder desde la legalidad.

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