En México, las mujeres no pueden enfermarse.
No porque su cuerpo no lo permita, sino porque nadie está dispuesto a sostenerlas cuando lo hacen.

Un hombre enfermo se convierte en paciente. Una mujer enferma se convierte en problema.
Y ésa es una verdad que casi nadie quiere decir en voz alta: cuando una mujer cae, lo primero que se derrumba no es su cuerpo, sino la red que nunca estuvo ahí.

El cuidado en este país tiene nombre de mujer.
Cuando él se enferma, aparecen todos: su madre, su hermana, su pareja, sus hijas. Se turnan. Le llevan comida. Lo bañan. Lo arropan. Lo acompañan al médico. Nadie cuestiona si “merece” ese cuidado: se da por hecho.
Pero cuando es ella la que enferma, la conversación cambia. El esposo “no sabe cuidarla”, los hijos “tienen trabajo”, las hermanas “están ocupadas”, la familia “no puede meterse en su vida”.
La mujer pasa de protagonista de su propio cuerpo a obstáculo en la rutina de otros.

Hay mujeres que se levantan con fiebre para preparar desayunos.
Mujeres que van a trabajar con la regla hecha nudo, con dolor pélvico crónico, con una masa creciendo en el pecho.
Mujeres que regresan a casa para seguir cuidando a alguien más aunque su cuerpo grite que ya no puede.
Porque si una mujer se detiene, la casa se detiene. Y nadie quiere que la casa se detenga.

La enfermedad femenina se vive en silencio porque decir “me duele” tiene consecuencias.
Una mujer cansada es una exagerada.
Una mujer con dolor es dramática.
Una mujer deprimida “anda de víctima”.
Una mujer que necesita ayuda está fallando como madre, como hija, como pareja.
Los síntomas pasan a ser algo que se guarda, porque saben que, si muestran su fragilidad, alguien las va a abandonar.

Ese abandono tiene rostro masculino.

Los hombres suelen dejar a sus parejas cuando se enferman. No en discurso, sino en práctica cotidiana. Dejan durante el cáncer, durante la discapacidad sobrevenida, durante la depresión posparto, durante los duelos.
No soportan la lentitud.
No soportan la dependencia.
No soportan que la mujer deje de ser útil.

La mujer que ya no cocina, ya no cuida, ya no sostiene, ya no “atiende”, se vuelve una carga. Y en este país, todo lo que deja de servir se desecha.

Y no es solo percepción.
En hospitales públicos mexicanos, psicólogos del IMSS y organizaciones oncológicas reportan que entre el 25% y el 40% de las mujeres con cáncer dejan de recibir apoyo de su pareja después del diagnóstico. Algunas hablan de abandono emocional, otras de abandono económico, otras de un silencio que duele más que la quimioterapia.
En contraste, los hombres con cáncer casi siempre son acompañados por una mujer: esposa, madre, hermana, hija.
Los datos confirman lo que las historias ya gritaban:
cuando la enfermedad llega, ellos reciben cuidados; nosotras recibimos excusas o despedidas.

El hogar también participa en esta lógica.
La enfermedad femenina es vista como una interrupción, como un estorbo que desacomoda la vida de los demás.
Y muchas veces, ese “estorbo” se recibe con resentimiento.

El Estado tampoco cuida.
No garantiza transporte, el acompañamiento médico y psicológico suele estar limitado; tampoco existen redes comunitarias de cuidado.
Las madres de infancias con discapacidad cargan solas.
Las mujeres enfermas pagan más: en dinero, en tiempo, en vida.

El INMUJERES (ahora Secretaría Nacional de las Mujeres) lo dijo claro:
Las redes de apoyo de los hombres enfermos están conformadas en un 90% por mujeres.
Las de las mujeres enfermas también están hechas por mujeres… pero son más pequeñas, más frágiles, más cansadas.
Cuando un hombre se rompe, aparecen cinco manos femeninas para sostenerlo.
Cuando una mujer se rompe, a veces aparece solo la suya.
Y si no puede, se desploma sola.

Pero el abandono no solo ocurren en la enfermedad, las cifras también las vemos en prisión: según datos del CIDE (2018), alrededor del 80% de los hombres presos recibe visitas constantes —casi siempre de mujeres que los cuidan, les llevan comida, ropa, dinero y presencia—, mientras que solo entre el 20% y el 25% de las mujeres presas recibe visitas frecuentes.
Ellas son abandonadas tres veces más que ellos.
Lo que la enfermedad revela, la prisión lo confirma: cuando un hombre cae, alguien va. Cuando una mujer cae, la dejan.

Lo más cruel es que muchas mujeres, enfermas y solas, todavía piden perdón:

“Disculpa que no pude hacer de comer.”
“Disculpa que hoy no tuve energía.”
“Disculpa que estoy así.”

Como si la enfermedad fuera mala conducta.
Como si el dolor fuera una falta ética.
Como si necesitar cuidado fuera un pecado.

La enfermedad femenina revela algo que da miedo reconocer:
que a muchas mujeres solo las quieren mientras son útiles, fuertes, disponibles.
Mientras sostienen.
Mientras no exigen.
Mientras no duelen.

Y tal vez la pregunta que deberíamos hacernos no es por qué tantas mujeres enferman solas.
La pregunta es ¿por qué tan pocos hombres se quedan?

Porque la verdadera desigualdad no se mide en salarios ni en discursos. Se mide en quién está dispuesto a cuidar a quién cuando el cuerpo deja de obedecer.
Y en este país, cuando una mujer cae, casi siempre cae sola…

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO