En esta entrega intento plasmar algunas inspiraciones y conexiones mentales sobre las fosas que constelan el paisaje de nuestro México dolido, horadado y resistente. Se trata de reflexiones fermentadas a lo largo de los últimos cinco años, pero destiladas comunitariamente la semana pasada durante dos seminarios en que tuve el honor de participar en la ciudad de Puebla.
El primero fue en la Universidad Iberoamericana Puebla, por invitación del Laboratorio de Arquitectura Forense, un experimento único y prometedor dentro del Sistema Universitario Jesuita, y en colaboración con la disruptiva Maestría en Comunicación y Cambio Social.
La fosa es el epítome de los desgarramientos civilizatorios, profundas rupturas sistémicas, o crisis, que nos sumergen y no nos dejan ver y comprender la realidad, como seres humanos y sujetos sociales, diría la socióloga Maru Sánchez, académica emérita de aquella casa de estudios.
Según ella, la fosa común, como la trabaja el filósofo Arturo Aguirre en su libro “Nuestro espacio doliente. Reiteraciones para pensar el México contemporáneo”, puede considerarse como el equivalente fáctico y conceptual de lo que en el siglo XX fueron los campos de exterminio nazis o los hospitales psiquiátricos y las prisiones, respectivamente en la obra de los filósofos Giorgio Agamben y Michel Foucault. Puntos finales y, a la vez, puntos de partida extremos de la humanidad y de la Historia, es decir, lugares de cierre, horror y oscuridad, pero también de arranque o salida hacia alguna luz u horizonte tembloroso.
El segundo encuentro fue en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en el espacio arcádico del Seminario de Filosofía Forense, excepcional por su enfoque “entre cielo y tierra”, que coloca la filosofía en el mundo de las palabras y las cosas, entre arquetipos y vivencias, en diálogo con las ciencias sociales, la historia y la praxis. Ya de allí principian la letra y el habla sobre el tema y título del evento-discusión: “¿Qué es una fosa clandestina? Espacios de desaparición y hallazgo”.
Más allá de las definiciones técnicas o legales, que describen la fosa clandestina como una cavidad en la tierra, excavada artificialmente con el fin de ocultar restos humanos, cuerpos o evidencias, en el México actual ésta, junto con la desaparición de las personas, representa un quiebre en el sentido y la pertenencia de una comunidad. El hallazgo de una fosa arroja dudas existenciales sobre la viabilidad de la convivencia social y traduce la violencia en miedo, imágenes e imaginarios de muerte y terror.
Por eso las fosas son realidades disimuladas o evadidas constantemente por las acciones y las narrativas de los gobiernos, incluso cuando ya son descubiertas, visibles y replicadas morbosamente en medios y redes. Y también porque la fosa revelada, como tal, esconde y muestra al mismo tiempo sus propias condiciones de posibilidad: crimen reiterado sin castigo, violencia socialmente producida, atrocidad normalizada y colusión institucionalizada.
El adjetivo clandestino significa, según el diccionario de la Real Academia, “secreto u oculto, especialmente por temor a la ley o para eludirla” y está compuesto por clam (secreto, en latín) y destinus (del verbo latín destinare, que significa proponer, nombrar, asignar, enviar). El prefijo de implica la idea de separación, origen, pero también de descenso y caída. Podríamos pensarlo, entonces, como algo o alguien que fue mandado o ha bajado hacia la secrecía y la ocultación.
Común, dicho de una cosa, es algo “que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a varios”, y deriva del latín communis, en donde el prefijo con/com significa conjuntamente, enteramente, globalmente, y munus son tareas, servicios, oficios, funciones, obras o regalos. Común es, entonces, compartido, general, colectivo, realizado o recibido en conjunto, y contrario de particular y privativo (que a su vez es algo que “causa privación o la significa”).
Con razones de sobra, Arturo Aguirre, investigador de la BUAP, argumenta a favor del adjetivo “común” para caracterizar a las fosas de nuestro tiempo en la geografía mexicana, ya que el término “clandestina” en sí resulta ser estigmatizante.
Muchas veces en el discurso y en el imaginario colectivo la clandestinidad de la inhumación ilegal, de la fosa, termina extendiéndose a la persona (lo que queda de ella), que allí yace y es hallada debajo de la tierra, se le aplica a su trayectoria de vida y a su familia. Esto acaba criminalizando a quienes brutalmente fueron privados de la vida y desterrados-enterrados en cualquier sitio.
Además, como la verdad y la justicia son quiméricas en nuestro contexto, tampoco sabremos jamás qué fue lo que pasó, quiénes fueron los responsables, por qué lo hicieron, cómo transcurrió la víctima sus últimos minutos, cuál fue su historia y quién va a pagar por su desaparición y muerte.
La definición de lo clandestino, pese a haberse cristalizado en instrumentos jurídicos y en el lenguaje corriente, alude todavía, de una u otra manera, a algún presunto, posible, imaginable, pero no demostrable ni probablemente existente, “involucramiento” en actividades ilícitas o relacionadas con el mismo delito y la misma crueldad que, finalmente, padecieron quienes llamamos “víctimas”.
Es un círculo vicioso, más bien un corto circuito conceptual, en donde lo que queda realmente, tras galimatías y desviaciones de discursos tóxicos, es que no hay verdad ni justicia en estos casos, así que el Estado y la sociedad toda se deslindan y naturalizan lo aberrante, mientras que las culpas y las sospechas recaen sobre familiares, colectivos solidarios y comunidades cercanas.
Flashback n. 1
Iguala: el polvorín que nadie olió, por Esteban Illades, Nexos, 20 de octubre de 2014
En unos días se cumplirá un mes de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. A la fecha se han encontrado 19 fosas en las afueras de la ciudad de Iguala, y por lo menos 28 cuerpos. Después de las primeras investigaciones, tanto gobierno estatal como federal han dicho que los restos encontrados no pertenecen a los normalistas, pero tampoco se ha dicho de quién son. Un grupo independiente de peritos argentinos también realiza estudios, y se espera que sus resultados estén listos en dos semanas. (El escolta que les asignó el gobierno, por cierto, está desaparecido desde la semana pasada.)
La fosa es tierra, pero también aire, que se agota dentro y debajo de ella. Es un agujero negro, pero también un vacío de existencia. Una oquedad física y un hueco ontológico, ético y de sentido. Es como la guerra. En el Mediterráneo, la fosa es mar, agua, desierto. Como cuando los vuelos de la muerte. La fosa en el norte mexicano también es desierto.
En todos lados es un campo (tierra de disputa), es política, es memoria, es negada o reivindicada. La esconde un perpetrador (o muchos) que, a veces, después, anónimamente, revela en dónde está. La aparece. La descubre, tras haberla ocultado.
La fosa es lucha de narrativas: estatales, gubernamentales, criminales, nacionales, internacionales, privadas, comunitarias, sociales, familiares, colectivas…
En Salvatierra, Guanajuato, durante el mes de octubre de 2020, familias, colectivos de búsqueda, autoridades y solidarios trabajaron 40 días en un predio cercano al centro histórico para recuperar los restos de ochenta personas en sesenta y cinco entierros ilegales.
El colectivo local lo ha llamado “sitio de exterminio”, en donde se les negó vida e identidad a ochenta personas. Hace tres años, sin ser escuchadas, las familias manifestaron su anhelo por transformarlo en un jardín de la memoria que restituya dignidad a las víctimas y sensibilice a la sociedad.
Y es que para quienes allí cometían crímenes y violaciones seriales, aquel lugar era “el panteoncito”, espacio soberano y reinado de la muerte y la impunidad.
Para la fiscalía estatal el sitio ni era una fosa clandestina, pues tardó días en reconocer su naturaleza y admitirla públicamente. Y antes de aquel hallazgo negaba como tal la existencia de fosas en Guanajuato, cuando, en cambio, ya se habían documentado más de un centenar.
Para la sociedad es duelo o indiferencia, es miedo y reclusión, es desconocimiento de lo que sucedió, pero también puede ser sinónimo del tejido social que resiste ante las desapariciones y la necropolítica.
La fosa en México y allende, más que clandestina, siempre es común, compartida, religada, colindante, emergente y social. Nos implica a todos y todas, ya sea que la veamos. Ya sea que lo sepamos, o no. La fosa es entierro y destierro, expulsión de la comunidad y lo común. Es política de la muerte con la aquiescencia recidiva de aparatos del Estado.
Es dispositivo y tecnología del miedo. Pero entonces, ¿qué “tecnologías de la esperanza” se le pueden contraponer? Y parafraseo aquí al periodista y académico Darwin Franco, autor del homónimo libro sobre las “apropiaciones tecnopolíticas para la búsqueda de personas desaparecidas en México”. Es decir, las resistencias.
La fosa es tiempo y espacio, arqueología y geografía, memoria y huellas. Aunque no haya sido destapada, surte efectos, permea, muta genéticamente el panorama. Los toponímicos en el mapa, los letreros en las carreteras y los parajes en el territorio asumen nuevos significados, inexpresos, antisociales, a veces indecibles. La Bartolina y San Fernando, Tamaulipas, o El Conejo, en Irapuato, Santa Fe en Veracruz, o Pueblo Viejo, en Iguala, ya no son lo que eran después de las fosas.
“Los puntos”, positivos-negativos, diseñan una inédita cartografía emocional y forense de la violencia. ¿Cómo podemos revertirla, resignificarla? La fosa está presente antes de ser descubierta, antes de aparecer.
Flashback n. 2
Iguala. 2017. Hablando del aquel octubre del 2014. La “fosa uno”. Pueblo Viejo / La Parota. Entrevista FL con X.
X: En eso… Ellos empezaron a buscar a los estudiantes, los buscaban en los cerros, ellos salían en las mañanas y buscaban a los estudiantes vivos. Pero hubo un momento en el que, no sé en qué momento ocurrió, que cuando salieron a una búsqueda encontraron fosas. Alguien encontró, escarbaron y encontraron restos. Ahí, Miguel nunca nos dijo. No podría asegurarte porque yo no supe cómo fue eso, porque ellos trabajaban de tal manera que había personas que les decían cosas. Entonces, yo no sé si la primera fosa que encontraron fue porque… ¿Tú recuerdas que hubo “la fosa uno” que encontró el gobierno? Que encontró PGR, “la fosa uno”, que encontraron veintitantos cadáveres, ¿Sí lo recuerdas?
FL: Sí. [“Cuántos cuerpos fueron a tirar esos cabrones”, dijo un líder de la policía comunitaria UPOEG en Iguala en 2014]
X: Ah bueno, no sé si ellos empezaron a buscar en fosas derivado de “la fosa uno”, donde encontraron esos cuerpos. Si las encontraron porque de manera fortuita ellos iban buscando a los jóvenes. Y como eran campesinos, sabían las características, vieron algo raro. Empezaron a escarbar y encontraron más cuerpos, o si habían conseguido a algún informante que les dijera en tal zona hay fosas. ¿Sí me explico?
[Paréntesis. ¿Qué hacer como colectivo, como comunidad de dolor y búsqueda, cuando el papá de un joven jefe policiaco, que mandaba desaparecer gente, quiere integrarse al colectivo de familiares de personas desaparecidas porque también su hijo fue desaparecido y ahora lo busca? Queda abierta la cuestión.]
El libro, Recetario para la Memoria Guanajuato, contiene un poster que reza la siguiente frase: “Este campo nos alimentaba, ahora aquí nos buscan”, y nos enseña directa y límpidamente cómo se resignifica y trastoca el entorno, los cerros, las rancherías, los cultivos, golpeados por una violencia persistente y no sanada.
La fosa es impunidad duradera también, con ella y en ella la impunidad se engendra y se replica, se torna masiva, diacrónica, visual, olfativa, serial, multicapa y sin rémoras de ser.
La fosa puede ser miedo, terror, horror, parálisis, pero al mismo tiempo, para los otros, los perpetradores, cada fosa impune es menos miedo, menos terror, menos horror. Por eso es que se acercan a los linderos de la ciudad, esconden cuerpos en casas del centro urbano, a dónde incluso se pueden ver y oler. O los disuelven, luego, para mayor escarmiento y anulación. En el tiempo, las fosas penetran el corazón de la comunidad. Trastocan la convivencia, lo común imaginado e imaginario.
Su resonancia se expande en un murmullo-estruendo. Como piedra en el agua su impacto crea círculos concéntricos. Y, sin embargo, nace del silencio extremo, del ocultamiento temporal, o definitivo, y de la oscuridad cavada en la tierra.
La fosa fue monopolio de Estado: los técnicos, los fiscales, los forenses la controlan con su “saber-poder” y sus narrativas.
Pero en Iguala, Irapuato, en El Fuerte o en Sonora, en Colinas de Santa Fe y en otras latitudes, las personas buscadoras, las sobrevivientes, los testigos, los colectivos practican la desobediencia civil y rompen el monopolio legal, construyen “ciencia forense y agencia ciudadana”, o “ciudadanía peligrosa”, como se dice desde la academia, alrededor y dentro de la fosa.
Literalmente, mirando hacia arriba, desde dentro de la cavidad y profundidad de la fosa, es que las brigadistas buscadoras repiten: “Vivir para buscar, buscar para vivir”, o viceversa. Están entre cielo y tierra, entre vida y muerte, al calor de un abrazo y una lágrima al salir de la frialdad de las capas arqueológicas bajo suelo. Están “muertas en vida”, dicen, mientras que su ser querido, también, no se sabe si está vivo o muerto. Más bien, ni vivo ni muerto (está).
¿Qué es la comunidad frente a este vacío doliente? ¿Puede existir y resistir a partir de lo común que es el problema de la fosa? La reconversión, difícil pero posible, de las fosas y del exterminio que, día tras día, intentan hacer los colectivos y los deudos, las puede transformar en lugares de esperanza, memoria y reconstrucción, pese a y a partir de un vacío común, que ya no es clandestino. Nos revelan algo, que debe de ser bueno, sobre el ser humano, la muerte y la vida.
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