Nuestra educación conformista y represiva
parece concebida para que los niños se adapten
por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos.
Gabriel García Márquez

Urge al país un verdadero proyecto educativo. No lo tenemos ahora. Y la pregunta primera entre muchas es a qué debe responder esa titánica tarea. La respuesta es tan natural y espontánea como las lluvias torrenciales de un verano en el trópico: ese proyecto debe ser un fiel reflejo de nuestra idea de Nación. La educación (formación de ciudadanos en las aulas) no puede marchar divorciada del destino del país. Pero México no ha podido cuajar ese proyecto desde los viejos tiempos del cardenismo.

En el sexenio de 1934 a 1940, con una República que contaba más analfabetas que letrados entre sus ciudadanos, la mayoría dispersos en llanos y faldas de las montañas, distantes de las ciudades y sus beneficios escolares, hubo una claridad meridiana en materia educativa. Había prisa por ubicar a México entre las naciones que se esforzaban por elevar los niveles de vida de sus pueblos. Y también hubo claridad de miras para definir metas en materia educativa.

Hoy pareciera muy modesto el propósito de alcanzar el tercer año de primaria general, pero emprender esa tarea con el limitado universo que ya había cursado al menos hasta el sexto de primaria y con disposición para marchar a las zonas montañosas, desérticas y pantanosas, no fue cosa fácil.

Pero la idea de formar ciudadanos en los que el uso del lápiz, la pluma y el papel fuera cotidiano y ayudaran a elevar el conocimiento de la tierra, las aguas, las naves industriales y el dominio de actividades comerciales, no se limitaba a esas posibilidades. La creación de un sistema de internados a nivel de educación primaria, prevocacional y del Instituto Politécnico Nacional, abrió las puertas a estudiantes pobres de todos los rincones del país para hacer una carrera profesional. Y para atender la formación de maestros para esas zonas olvidadas de México, surgió el sistema de Normales Rurales (29 a nivel nacional) con internado.

El país demandaba maestros y fue posible formarlos en esas instituciones. Era necesario promover la formación de ingenieros y una nueva modalidad de médicos y el IPN se convirtió en esa fábrica de los nuevos profesionistas que demandaba la futura industrialización y desarrollo de la Nación. En pocas palabras, toda una generación de educadores como Narciso Bassols, Moisés Sáenz y Juan de Dios Bátiz y el jefe de Estado, coincidieron en elaborar un proyecto de educación que respondiera a la idea del país que se pretendía construir. Sobraron ciudadanos de letras que se sumaron a esa tarea como Enrique “el Guacho” Félix y Solón Zabre que en Sinaloa le dieron brillo a la Universidad Socialista de Occidente.

Ahora que está por concluir el mandato de Andrés Manuel López Obrador y nos ubicamos en el punto del Santiago de la presidenta electa Claudia Sheinbaum, justo es decir que no hubo una idea clara en todo el sexenio sobre un proyecto educativo. Tres personajes pasaron por la dependencia más importante en la formación educativa ciudadana: Esteban Moctezuma, enviado luego como embajador a EU; Delfina Gómez, con más vocación de chapulín electorero que de educadora, ahora gobernadora del Estado de México; y Leticia Ramírez que cierra sin pena ni gloria el sexenio. Los cambios y el perfil de los titulares no dejaron la huella esperada.

Pero no volvamos a repetir esa historia indeseada. Hay que replantear la idea de que el proyecto de educación se sustenta en la idea de proyecto de Nación. El nuevo gobierno no puede marchar sin una idea precisa en materia educativa. No sería congruente en un Estado conducido por una maestra universitaria, destacada como investigadora de alto nivel y con las expectativas que ha levantado ante un país con las inaplazables necesidades de dar un salto definitivo en el terreno de la educación y con la oportunidad de abrir tiempos inéditos.

Es cierto que necesidades hay muchas en México y que el reclamo de atenderlas se multiplica en todos los rincones del territorio nacional, pero siempre habrá un eslabón que jale el resto de la cadena. El de la educación es ahora y será siempre ese eslabón que permite crear los cuadros científicos, técnicos y ciudadanos calificados que nos ayudarán a enfrentar los retos que el segundo cuarto del siglo XXI plantea.

La voluntad del Estado en el sexenio que iniciará en octubre próximo debe imprimirle el sello de que ese proyecto va en serio al plantearse una nueva visión en el presupuesto de egresos para 2025 hasta 2030.

Y para que cobre cuerpo el nuevo proyecto educativo deberá convocar a los científicos que ha formado el sistema educativo y a la masa de maestros que hoy se desempeñan en las aulas para inyectarle la sangre y la energía que hoy sobreviven en las escuelas y centros de investigación sin la brújula que debe darle todo un proyecto de Nación. Quizá me adelanto sin mencionar que ese proyecto de Nación debe antecederlo un Congreso Constituyente que elabore una nueva Constitución. Ese documento que debe contener las ideas, los anhelos y las aspiraciones de todos los mexicanos. Si en 1917 se encontraron puntos centrales de coincidencia, es deber de todos encontrar los que hoy le den sentido a nuestras vidas y a la Nación que queremos. No intentarlo es aceptar de antemano nuestro fracaso en la inaplazable construcción del México que espera con impaciencia la acción de sus hijos. Vale.

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