En Culiacán se ha convocado una marcha por la paz este 7 de septiembre. A primera vista, cualquier voluntad de retomar la tranquilidad parece urgente y necesaria. Pero me inquieta profundamente: ¿qué ocurre cuando esa marcha es orquestada, encabezada y ensalzada por actores con aspiraciones políticas claras y alianzas partidistas? El riesgo de que la paz sea cooptada como herramienta de propaganda es real —y no debemos permitirlo.

El anhelo de paz es legítimo, compartido por todos. Queremos transitar sin miedo, que nuestras niñas y niños crezcan sin sobresaltos, y recuperar esa cotidianidad que hemos visto desmoronarse. Pero cuando símbolos partidistas se imponen sobre ese clamor, corremos el peligro de vaciar la protesta de su propósito más íntimo.

La participación ciudadana en estas marchas tampoco debe ser descalificada a la ligera. Quienes asistan lo harán movidos por un deseo genuino de paz, por el hartazgo frente a la violencia y la esperanza de un futuro distinto. Ese sentir es legítimo y debe reconocerse con respeto. El problema no está en la ciudadanía que se manifiesta, sino en los intereses que buscan apropiarse de su voz para fines ajenos a la reconciliación social.

Ese propósito no puede ser instrumentalizado. No queremos eslóganes ni banderas de colores, sino una transformación palpable en la relación entre sociedad y violencia. Una transformación que comienza por el reconocimiento de la verdad: somos parte activa del problema. México vive una narcocultura impregnada en lo social, lo simbólico y lo cultural —una cultura que romantiza al narco, normaliza el culto a la violencia y transforma el crimen en espectáculo.

La narcocultura no es un mero mito, ni una estética superficial. Es un universo simbólico que ha permeado medios, música, series, moda, y hasta el imaginario colectivo de muchas comunidades. Los narcocorridos, con su apología del consumo, el lujo y el poder criminal, son el producto más tangible de esa narcocultura. Y detrás de ello se fragua una narrativa preocupante: figuras criminales vendidas como ídolos populares, aspiración peligrosa entre jóvenes que ven en la figura del capo una identidad deseable.

Quizá lo más preocupante es cómo esa cultura no solo es consumida pasivamente, sino apropiada como parte de un proyecto de vida entre los jóvenes. Muchos se construyen simbólicamente a partir del narco; sus significados no se limitan a canciones o series, sino que se traducen en aspiraciones reales de poder y legitimidad.

El apellido político de algunos de los organizadores de esta marcha no solo desliza desconfianza: amenaza con secuestrar el sentimiento colectivo de paz y desdibujar su esencia auténtica. No estamos en contra del clamor por la paz, sino de cualquier uso que banalice su autenticidad y reduzca ese deseo legítimo a mero instrumento electoral.

Pero la paz no se impone, ni se consume con banderas partidistas. Requiere construcción profunda, desde la base, con honestidad, voluntad y autocrítica. Iniciativas como la Plataforma para la Construcción de Paz en México —impulsada por ICIP y redes civiles— son ejemplo de que otra ruta es posible: diálogo auténtico, sin imposiciones, con foco en la transformación real y no en la imagen pública.

Asimismo, organismos como Amnistía Internacional han recordado que la protesta y la manifestación son derechos humanos fundamentales, esenciales para exigir justicia, visibilizar desigualdades y presionar por cambios reales.

No me malinterpreten: soy un convencido del sentido positivo de las marchas, de la exigencia y visibilidad de las demandas. Pero también los ciudadanos de este estado debemos hacernos responsables de lo que nos toca: educar a nuestras hijas e hijos libres de la cultura del narco.

México no necesita más pacificación autoritaria, sino construcción de paz desde la ciudadanía, con diagnósticos complejos, responsabilidades compartidas y alternativas que trasciendan la seguridad coercitiva.

Este llamado a la marcha puede ser legítimo en intención, pero peligroso en su forma: si quienes lo encabezan buscan transformarlo en trampolín político, estamos ante una manipulación de nuestra propia esperanza. Defender la paz no es ingenuidad: es dignidad. Y esa dignidad no merece ser muñeco en manos de ambiciones electorales.

Como dijo Nelson Mandela: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO