Aún no terminaban de tapar los agujeros de bala en el Hospital Civil de Culiacán, donde el 29 de agosto cinco personas fueron asesinadas, cuando, el 7 de septiembre, un adolescente cayó muerto en un camión urbano de Mazatlán. Una semana más tarde, una maestra fue acribillada al volver de Navolato con su familia. En ese mismo lapso de quince días, en Sinaloa ocurrieron otros 73 homicidios.

Esta sucesión de tragedias muestra cómo la violencia se incrusta en la vida diaria sin dejarnos procesar el ciclo normal del duelo. El flujo incesante de muertes está desbordando nuestra capacidad de asombro: el horror de ayer es rápidamente reemplazado por el de hoy.

Así, la violencia empieza a asumirse como parte del entorno, a tal punto que los actos extremos ya están dejando de provocar sorpresa o indignación profunda.

Cuando la violencia es excepcional, un solo crimen puede unir a la comunidad en el rechazo y la exigencia de justicia. Pero cuando se vuelve reiterada, pierde su capacidad disruptiva, deja de sacudirnos y se convierte en telón de fondo de la rutina.

Donde prevalece la adaptación silenciosa, la muerte deja de ser tragedia y se convierte en un hecho esperado, y la indiferencia se aloja como un mecanismo de supervivencia y frialdad emocional frente a situaciones que el individuo cree no poder contener.

La amenaza permanente de balaceras o asaltos altera vínculos, planes y afectos. La vida emocional se encoge, atrapada en ansiedad y desconfianza, mientras el futuro se percibe bloqueado por el peligro.

Parece que en Culiacán la vida ya se organiza en torno a la expectativa de la próxima tragedia: un estado de ánimo en el que las madres enseñan a sus hijos a desconfiar, los vecinos aprenden a callar y las comunidades ajustan sus rutinas para convivir con la amenaza.

Esta pedagogía de la sobrevivencia enseña a tolerar y reproducir la violencia. Desde la indiferencia en el hogar hasta la rudeza en la escuela y la calle, se transmite que el dolor es aceptable. Así, instituciones que deberían educar en solidaridad y empatía terminan normalizando la crueldad como parte del orden social.

Por eso, frente a la lógica de la resignación que invade Sinaloa, surge una de las formas de resistencia más poderosa: las madres buscadoras. Ellas se niegan a que la desaparición de sus seres queridos se convierta en un hecho esperado. Su búsqueda es un acto político que desafía la normalización de la violencia como algo inevitable.

Mientras el olvido se vuelve lo más sensato, ellas insisten en la memoria, agudizando el dolor hasta convertirlo en motor de verdad y justicia, impidiendo que la sociedad cierre los ojos. Son la personificación del duelo colectivo que mantiene viva la indignación y la esperanza de transformación.

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