En los años 40, del siglo pasado, durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos promovió y financió la siembra y cultivo de amapola en la sierra de Sinaloa para la obtención de goma de opio, base para la producción de heroína, que demandaba el mercado estadounidense. Esta acción fue duramente penalizada por el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho en 1945 al suspender las garantías constitucionales a quien se dedicara a esa actividad. No obstante, el cultivo y trasiego de mariguana y goma de opio mexicana, continuó, al margen de la ley, debido a la alta demanda estadounidense, a pesar de los esfuerzos del gobierno mexicano para impedirla.
Este es uno de los antecedentes más concretos que dieron origen a los actuales cárteles mexicanos que se dedican a cubrir la demanda de drogas ilícitas del mercado estadounidense. Y aunque la evolución de las drogas en las últimas décadas ha sido cada vez más dañina para la salud, hasta llegar a niveles letales, como el fentanilo, es tan alta la demanda y tan lucrativa esta actividad que, al gobierno parece preocuparle más su economía que la salud de los estadounidenses, ya que le representa una fuga de miles de millones de dólares que van a los países proveedores de esas drogas.
Es decir, el interés en el combate a los cárteles de las drogas no está motivado en el consumo de drogas ni en la salud de los estadounidenses sino en que produce miles de millones de dólares que no pagan impuestos, que no están sujetos a las reglas del TMEC y que salen del país. El problema es, fundamentalmente, económico.
Gran parte de la economía de los Estados Unidos está sustentada en la industria armamentística y para mantenerla, históricamente, sus gobiernos se han dedicado a promover la guerra. No por ideología, sino por economía. Alimentar y provocar conflictos armados en los países más pobres para luego aparecer como policía pacificador, justificando el uso de sus propias armas, le permite intervenir en los gobiernos y en sus economías a cambio de una tajada de sus riquezas.
Así, vender armas –oficial y legalmente— a los gobiernos para sofocar rebeliones y –extraoficialmente— a los rebeldes para enfrentar y debilitar a los gobiernos y luego estar con el ganador para ayudarle a construir el nuevo gobierno, proclive (o sumiso) a sus intereses les permite hacer ventajosos negocios y el control de sus recursos naturales, como ha sucedido en países de África, América Latina, medio oriente y parte de Europa.
Con México no hubo mayor problema desde la segunda mitad del siglo pasado porque los gobiernos de las últimas décadas se mostraron sumisos a los gobiernos estadounidenses otorgando, en negociaciones muy desventajosas, concesiones para el control de recursos naturales. Sin embargo, esa situación empezó a cambiar a partir de las elecciones del 2018, cuando el gobierno mexicano asumió su papel en calidad de iguales con el de los Estados Unidos, impulsando una nueva reforma energética y, retirando concesiones otorgadas ilegalmente para la explotación de recursos naturales nacionales.
Como estrategia de presión que debilitara al gobierno mexicano, en esta coyuntura, líderes de la oposición en México impulsaron y hasta financiaron las caravanas migratorias de Centroamérica hacia los Estados Unidos que generaron momentos de mucha tensión entre ambos países. Y más recientemente se han dedicado a cuestionar duramente al gobierno mexicano por la violencia generada por los cárteles de las drogas y la delincuencia organizada –que sus gobiernos toleraron y alentaron durante décadas—, aprovechando el dolor de las familias enlutadas, el daño a la economía y el temor generalizado de la población ante la ola de violencia desatada en los últimos tres meses.
¿VICTIMARIOS Y VÍCTIMAS?
No obstante, esta ola violenta no es casual. Es más bien un castigo para México por no someterse a los intereses de los grupos de poder estadounidenses y sus socios de la oposición en México. No es coincidencia que los ataques de grandes medios de comunicación estadounidenses giren en torno a los mismos temas, con el mismo lenguaje y al mismo tiempo que las campañas articuladas en contra del gobierno por los líderes de la oposición en México.
Aunque hasta el momento el gobierno de Joe Biden no ha explicado claramente como fue la aprehensión de Ismael el Mayo Zambada, la información conocida permite suponer que la captura se habría planeado rigurosamente por alguna agencia gubernamental al otro lado de la frontera y se habría usado a los propios miembros del mismo grupo delincuencial para ejecutar el plan.
¿Ignoraba el gobierno de los Estados Unidos que el secuestro y aprehensión de Zambada generaría una sangrienta guerra interna que debilitaría y/o destruiría el cártel y de paso permitiría cuestionar seriamente la efectividad del gobierno mexicano para garantizar la paz en Sinaloa, o ese precisamente era el propósito?
Para desatar una guerra entre grupos delictivos como la que se ha vivido en Sinaloa los últimos meses, y para enfrentar a las propias fuerzas armadas interesadas en poner orden y garantizar la paz, se requieren muchas armas y municiones. ¿Quién provee las armas y municiones a los grupos delincuenciales, que parecen no acabarse por más que les decomisen? ¿De dónde provienen las armas? ¿Son acaso algunas de las armas proporcionadas por una agencia gubernamental norteamericana a través del famoso operativo fallido “rápido y furioso”?
Según la información del secretario de seguridad pública estatal, Gerardo Mérida, en los últimos tres meses se ha decomisado 757 armas largas, 138 armas cortas, 109 granadas de fragmentación, 4 mil 375 cargadores y 246 mil cartuchos, pero esto parece no afectar el ritmo de la violencia promovida por las organizaciones criminales, lo que permite suponer que los delincuentes tienen muchas más armas y municiones o que se les siguen surtiendo cotidianamente con eficiencia, eficacia y efectividad.
¿Sabían los involucrados en el secuestro de Zambada –más allá de los beneficios personales que les haya prometido— que se les estaba utilizando para desatar una violenta guerra interna en la que todos perderían y que destruiría a su organización delincuencial, permitiendo el empoderamiento de otras organizaciones?
El dolor de los sinaloenses (por la víctimas) y el miedo generalizado, ante la frecuencia con que suceden los hechos delictivos, convertidos en coraje, tres emociones intensas, dejan poco espacio para el análisis y la reflexión de la población en torno a lo que subyace a la ola de violencia, lo cual ha sido capitalizado audazmente por la oposición para culpar al gobierno estatal pidiendo la salida del gobernador Rubén Rocha Moya por no garantizar la paz en Sinaloa.
Sin embargo, ningún gobernador, de ningún estado –por más inteligente, valiente y osado que sea—, tiene ni la facultad ni la capacidad ni los recursos para evitar una guerra entre grupos delincuenciales de alto perfil, con poder global, –como los que se han estado confrontando en Sinaloa desde el mes de septiembre—, planeada y armada por el gobierno más poderoso del mundo, para debilitar y tratar de someter al gobierno mexicano y, como consecuencia, poder influir en sus decisiones y disponer, como en gobiernos anteriores, de los recursos nacionales.
El gobierno federal lo sabe. Y también sabe que cambiar al gobernador no resolvería nada porque nadie, por más capaz que sea, ni del partido que sea, tiene facultades legales y recursos para parar la confrontación delincuencial que sucede en Sinaloa, además que ceder a la presión de los grupos de oposición sería “un tiro en el pie”, por lo que el gobierno federal ha tomado el problema como propio, como una embestida contra el gobierno federal, no contra el gobierno estatal, aunque de desarrolle en tierra sinaloense.
De ahí que Claudia Sheinbaum haya encargado personalmente la tarea a su ministro nacional de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, con todos los poderes del Estado, concentrados en Sinaloa, casi como si se tratara de una invasión extranjera, para resolver el problema y asegurar el regreso de la paz a la entidad, lo cual es posible, aunque no es fácil, pues al promotor de esta guerra no le importa que fracción delictiva gane, o si ambas se destruyen –ya surgirán otras que se puedan usar—, no le importa el número de muertos, ni el daño a la economía sinaloense, ni el efecto psicológico para los inocentes que viven de cerca o quedan en medio de la balaceras, porque su propósito es más ambicioso.
Es decir, aunque los líderes de los generadores de violencia se han tomado muy en serio su papel, bajo el argumento de graves ofensas personales, el problema ha trascendido ya lo personal porque se ha convertido en un problema social que afecta no sólo la vida de los involucrados sino a la salud, la seguridad y la economía de miles de familias sinaloenses.
¿Cuándo volverá la paz a Sinaloa? Es difícil responder esta pregunta sin valorar los factores que lo originaron y que lo siguen alimentando. ¿Depende solo de que termine el conflicto entre fracciones de la organización criminal o ya está fuera de su control? ¿Es sólo cuestión de odios personales exaltados o se trata ya de una lucha por el poder global que trasciende las fronteras nacionales?
VIOLENCIA, INSTRUMENTO DE PRESIÓN
Aunque para recuperar la paz y la tranquilidad de la población sinaloense sería más viable y efectivo que la orden de finalizar el conflicto viniera desde el otro lado de la frontera norte, desde donde se provocó, eso es poco probable mientras al gobierno del vecino del norte, y a la oposición mexicana, esta guerra le sirva como instrumento de presión al gobierno mexicano, así que García Harfuch tendrá que quedarse unos días más o estar regresando con frecuencia a Sinaloa para seguir coordinando las acciones de la estrategia de seguridad que involucra a todas las fuerzas federales –Defensa (Ejército y Guardia Nacional), Secretaría de Marina, Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana—, con la colaboración de las policías estatales y municipales.
Y mientras tanto, Rubén Rocha Moya seguirá haciendo lo que le toca y que sí está en sus funciones y posibilidades, como la limpieza de sus corporaciones policiacas –municipales y estatales—, la construcción obras y la entrega de apoyos a la población más necesitada y, de manera emergente, a la que sufre los estragos de la violencia, a través del programa “Sinaloa late fuerte” a medianos y pequeños empresarios, a tianguistas, taqueros, vendedores ambulantes, músicos, restauranteros, locatarios de mercados, pescadores, entre otros, desde 2 mil 500 pesos individuales hasta 10 y 20 mil pesos a generadores de empleo, así como créditos de 300 a 1.5 millones de pesos a empresarios, con el apoyo de NAFIN.
La violencia desatada en Sinaloa no es casual ni es sólo un pleito de familias delincuenciales por el control de la plaza. Lo sepan o no los involucrados en el conflicto, éste es utilizado como un frente más de la lucha por el control del poder en México en el que se esconden grupos e intereses de poder nacionales y extranjeros, mucho más allá de la tierra de los once ríos.
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