e Sinaloa ante la violencia
Jorge Ibarra M.
En Sinaloa, los municipios parecen haberse desentendido de la crisis de inseguridad que los atraviesa. A pesar de las cifras que revelan la magnitud del problema, muchos ayuntamientos justifican su inacción alegando que se trata de delitos del orden federal. Esa postura se ha convertido en una coartada institucional para evadir responsabilidades y no diseñar estrategias locales de prevención, atención ni rendición de cuentas.
Los gobiernos municipales se reconocen rebasados ante el poder del crimen organizado y, en lugar de asumir un papel activo, delegan sus responsabilidades a las fuerzas federales, Ejército, Guardia Nacional, fiscalías, esperando que “otros” resuelvan el problema. Esta dependencia no solo diluye la responsabilidad política, sino que debilita la gobernabilidad local y perpetúa un círculo vicioso de desconfianza ciudadana y ausencia institucional.
En el caso de Culiacán, el municipio con los indicadores más alarmantes del estado, con una percepción de inseguridad cercana al 90 %, el último informe de gobierno del alcalde Juan de Dios Gámez apenas menciona el tema de la violencia, enfocandose más a delitos del fuero común o infracciones al Bando de Policía y Buen Gobierno. Es como si la ciudad ardiera en llamas y la autoridad se concentrara en contar los focos fundidos del alumbrado público. Esta omisión no es casual; revela una forma de gestión que evita confrontar lo más urgente, quizá porque hacerlo implicaría reconocer un fracaso estructural.
En Mazatlán, la dinámica es semejante. En ámbitos turísticos y oficiales, se advierte una consigna informal de “no tocar el tema” para no afectar la imagen del destino. Esa estrategia de negación pública busca proteger la economía turística, pero termina profundizando el daño: mientras se promociona un paraíso seguro para visitantes, las familias siguen buscando a sus desaparecidos sin respuesta del Estado.
Es poco lo que se sabe de las tan anunciadas estrategias de coordinación entre los diferentes niveles de gobierno. Cada que recrudece la violencia, llega a Sinaloa el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, y se reúne a puerta cerrada en un cuartel militar con su gabinete, el gobernador, los alcaldes y algunos empresarios. Sin embargo, nada trasciende de lo que ahí se discute. Las decisiones fundamentales se toman en secrecía, lejos del escrutinio público y sin rendición de cuentas.
Lo único que siempre resulta de esas reuniones es el anuncio del envío de más unidades federales o militares para reforzar la seguridad. Eso se traduce en más patrullas, más convoyes y más retenes, medidas que si bien fueron necesarias en una primera etapa para contener la crisis, hoy parecen insuficientes y rutinarias. No se observa una estrategia de fondo, una política pública articulada que combine seguridad, justicia y desarrollo social.
Ante la pasividad de los municipios, han sido los propios ciudadanos y algunos sectores académicos quienes han comenzado a organizarse para buscar respuestas desde abajo. Con grupos de análisis y observatorios urbanos, la sociedad ha empezado a construir su propio diagnóstico del trasfondo de la violencia, incluso lanzando una autocrítica sobre las responsabilidades compartidas que permitieron el crecimiento de la ilegalidad.
Especialmente en Culiacán, se han puesto en marcha foros, programas y redes comunitarias para atender el tejido social, sin embargo, estos esfuerzos aún carecen del respaldo institucional necesario, pues las autoridades suelen mirar a estos actores como rivales políticos más que como aliados estratégicos, desperdiciando así una oportunidad invaluable para reconstruir la confianza y la gobernabilidad desde abajo.
A raíz del incremento de desapariciones en Mazatlán, existe el riesgo de que las autoridades repitan el patrón de Culiacán: un territorio cada vez más vigilado, pero no necesariamente más seguro. Si el gobierno municipal busca recuperar la confianza ciudadana, debe romper con la inercia del silencio y transitar del control reactivo a una política de prevención integral, donde la prioridad no sea proteger la imagen turística, sino garantizar la vida y la seguridad de quienes habitan la ciudad.
Atender la crisis de violencia en Mazatlán requiere ir más allá de la lógica policial. Es necesario reconocer que el fenómeno está íntimamente ligado al modelo de desarrollo adoptado en las últimas décadas: la turistificación masiva. Bajo el discurso del progreso y la inversión, este modelo ha favorecido la especulación inmobiliaria, el lucro con los espacios públicos y el lavado de dinero, al tiempo que ha desplazado a comunidades enteras y generado una nueva clase social marginada.
En este escenario, los empleos son precarios, los salarios bajos y las oportunidades de movilidad social prácticamente inexistentes. La “uberización” de la economía local ha condenado a cientos de jóvenes a la informalidad o al emprendimiento forzado, cuando no a integrarse en actividades ilegales como forma de subsistencia.
Como otros polos turísticos del país, Mazatlán comparte una característica estructural: su vulnerabilidad ante economías ilícitas. La trata de personas, la prostitución infantil, la distribución de drogas y el lavado de dinero no son consecuencias colaterales del turismo, sino dinámicas paralelas que lo acompañan cuando el crecimiento económico se impone sin control institucional ni justicia social.
Negar esta realidad o reducirla a “casos aislados” solo fortalece la impunidad y alienta la complicidad de algunos sectores de poder con redes delictivas. La violencia no desaparecerá con más patrullas, sino con una revisión profunda del modelo de desarrollo urbano, económico y social del puerto.
El caso de Culiacán muestra con claridad el trasfondo estructural de la violencia en Sinaloa. Detrás de las cifras hay una historia de desigualdades acumuladas que se profundizaron con la migración del campo a la ciudad. Miles de familias desplazadas por la crisis agrícola y la falta de apoyos productivos llegaron a una urbe que prometía modernidad, pero ofreció precariedad. En los márgenes urbanos, la exclusión se hizo norma: sin acceso pleno a educación, empleo o vivienda, amplios sectores crecieron entre el desamparo y la desconfianza hacia las instituciones.
Esta fractura social alimentó el reclutamiento criminal y la normalización de la violencia. Culiacán se convirtió en un territorio de sobrevivencia más que de oportunidades, donde los jóvenes enfrentan horizontes cerrados y el Estado se percibe lejano o cómplice.
De ahí la necesidad de replantear el papel de las universidades como actores del desarrollo regional. Instituciones como la Universidad Autónoma de Sinaloa deben trascender el aula y vincular su conocimiento con las necesidades del territorio: fortalecer el tejido social, generar empleo digno e impulsar alternativas reales para la juventud que hoy es la más expuesta a la violencia.
Asimismo, urge reconstruir la confianza en las instituciones, desmontar redes de corrupción y romper los vínculos entre poder político, económico y criminal. La violencia persiste no solo por la presencia de grupos armados, sino por un entramado de intereses que se beneficia del desorden y la impunidad. Enfrentarla implica desafiar esos privilegios con voluntad política y transparencia.
Solo fortaleciendo las instituciones, profesionalizando la gestión pública y democratizando las decisiones será posible revertir el deterioro de la gobernabilidad local. Culiacán, Mazatlán y el resto de los municipios no podrán avanzar si continúan administrando la violencia como un mal inevitable. Lo que está en juego es más que la seguridad: es la posibilidad de reconstruir un Estado que vuelva a tener sentido para su gente.

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