En tiempos de cónclaves y papables, extrañando al Pontífice Francisco por su histórica aportación a las causas de la justicia ambiental y social, mismas que colocó en la agenda política, junto con el tema de la migración, no solo dentro de la Iglesia católica sino en el mundo, dedico esta columna a una encíclica imaginaria que hubiera podido escribir Bergoglio, si no se nos hubiera adelantado.
Una encíclica es una “carta solemne sobre asuntos de la Iglesia o determinados puntos de la doctrina católica, dirigida por el Papa a los obispos y fieles católicos de todo el mundo”. Durante su papado (2013-2025) Francisco publicó cuatro: Dilexit nos (24 de octubre de 2024), Fratelli tutti (3 de octubre de 2020). Laudato si’ (24 de mayo de 2015), Lumen Fidei (29 de junio de 2013), siendo especialmente Fratelli Tutti y Laudato Sí, las más notorias e influyentes, en mi opinión, para tratar de marcarle un alto al capitalismo rapaz en su fase “suprema”, neoliberal, financiera y desigual, que ha puesto y pone en riesgo el ecosistema y muchas especies, primeramente a la humana.
Lavorare meno, lavorare tutti, que en italiano significa “trabajar menos, trabajar todos (y todas)”, es el título de una encíclica “franciscana” que hubiera podido ser, pero sobre todo es una consigna histórica del movimiento sindical y comunista.
La lucha de clases y la revolución, con la toma del poder por parte del proletariado y la instauración de una sociedad primero socialista y luego comunista, fueron los objetivos finales o maximalistas, preconizados por Marx y Engels desde el siglo XIX, siendo su corolario el internacionalismo y, desde posiciones trotskistas, inclusive la revolución permanente, internacional y mundial.
Pero desde posturas más reformistas, minimalistas dirían algunos, y, quizás, hasta demasiado pragmáticas, el socialismo democrático y las socialdemocracias, el sindicalismo y el obrerismo establecieron en la reducción del horario de trabajo y en el aumento del salario dos pilares irrenunciables de la lucha por mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Estos siguen siendo, a la fecha, ejes fundamentales, parte de una lucha que nunca acaba porque ha tenido resultados muy disparejos entre sectores poblacionales y países, entre géneros y grupos dentro de cada sociedad, y porque ha cedido terreno ante las regresiones neoliberales, las embestidas neoconservadoras a los derechos laborales y las falsas conciencias o “trampas ideológicas” del capital en el siglo XXI.
Desde la primera fase de la revolución industrial en Inglaterra y, después, en la Europa continental y Estados Unidos, hace como tres o cuatrocientos años, el logro paulatino de estos objetivos mínimos laborales y humanistas, ha sido conseguido mediante el ejercicio de la huelga, la ocupación de instalaciones productivas, las marchas y la presión mediática y política, frente a brutales represiones de parte de las élites y los bloques de poder dominantes. Miles de trabajadores y trabajadoras han muerto con la esperanza de legarnos a sus hijos y nietos condiciones de vida mejores, más allá de la subsistencia.
Los bloques hegemónicos y burgueses, detentores de los medios de producción y de las palancas del poder estatal, a regañadientes, a lo largo de la historia han ido “concediendo”, por miedo a la revolución, al espectro del comunismo, o a terminar acorralados, cierta apertura al estado del bienestar, a los derechos económicos, políticos y sociales para las mayorías, a democracias más o menos sustanciales, a reformas fiscales progresivas y a un sinnúmeros de grandes y pequeñas conquistas que el movimiento social debe de tener presentes en su dimensión histórica y coyuntural, pues en cualquier momento pueden ser revertidas de un plumazo y requerirán nuevamente la activación de una defensa y una memoria populares.
Este marco de entendimiento del proceso de la lucha de clases en México arroja luces sobre el debate acerca de la reducción de 48 a 40 horas del horario laboral en el país, algo debido y urgente que, sin embargo, ha estado demorando en el Congreso, con un par de iniciativas congeladas durante casi dos años, a lo largo de dos administraciones de izquierda. La oposición de poderes fácticos y empresariales a los aumentos del salario mínimo fue sorteada por el gobierno de López Obrador, que finalmente fomentó aumentos salariales históricos, inclusive en los periodos vacacionales y la posibilidad de constituir sindicatos autónomos, pero los progresos aún se antojan insuficientes en estos rubros.
Ahora, le toca hacer lo propio al gobierno de Claudia Sheinbaum respecto del horario de trabajo y, a mi parecer, en la fijación de una agenda mucho más ambiciosa en términos de derechos como vacaciones, ampliación de días de incapacidad o licencia por maternidad y por paternidad, medidas de reinserción y subsidio en caso de desempleo, políticas de movilidad y transporte, ingreso básico universal, reforma fiscal, salud universal real y pensiones.
La agenda se antoja muy articulada y compleja, ante intereses del establecimiento, incrustados también dentro de la 4T, contrarios a las reivindicaciones sacrosantas de la clase trabajadora, pero favorables, más bien, a las visiones (neo)liberales, privatistas y desreguladoras de cuño decimonónico.
Véase al respecto las posturas de personajes políticos como el diputado federal por Morena, Pedro Haces, entre otros ejemplos tristemente notorios de dizque sindicalistas y de grandes empresarios y patronatos que, implícita o explícitamente, amenazan con desatar calenturas inflacionarias, despidos y crisis económicas, toda vez que se plantea desde el sindicalismo no charro o el propio ejecutivo algún (pequeño) avance de los derechos laborales y sociales.
Hay que recordar que una parte consistente de la reducción de la pobreza y las vulnerabilidades registrada en el sexenio anterior se debió a la mejora salarial y a los programas sociales, políticas que siempre habían sido estigmatizadas y hostigadas en los sexenios anteriores, desde De la Madrid y Salinas en adelante.
Me parece atinada la postura de la presidenta de México en cuanto a negociar con el sector empresarial y los sindicatos, para obtener una semana laboral de 40 horas progresivamente hasta 2030, aunque cabe destacar que los foros intersectoriales, que ahora se vuelve a plantear, ya habían sido llevados a cabo, además de que ya hay reformas legislativas en el congreso, y que no bastaría con un simple acuerdo sindical-patronal para garantizar la reducción del horario, sino que se necesitan reformas legales y hasta constitucionales para blindarlo.
Se trata de una deuda de muy larga data que, a la vez, es fuente de desigualdad, pues hay sectores que ya funcionan con 40 horas semanales o menos, y otros que no cuentan con este “privilegio” o en donde las horas extras no son consideradas ni pagadas. La falta de inspecciones y controles sobre el cumplimiento de las normas y los derechos en el mundo del trabajo es otro gran pendiente, como sucede con los crímenes, en donde no es tanto o solo la falta de leyes y reglas, sino su continua relativización y la impunidad, el meollo del problema.
Entonces, la dilación de los efectos de una reforma hasta el 2030 puede ser un compromiso pragmático y aceptable, pero debe asegurarse legalmente y, posiblemente, acompañarse de otros aspectos importantes, más allá de las horas trabajadas.
O sea, sería deseable que estemos frente al inicio de un debate más amplio sobre política industrial y política laboral, con una agenda completa de derechos, que habían sido postergada y que, hasta la fecha, sigue interesando solamente a aquella parte de la población que tiene empleos formales, y no a la mayoría que labora en la precariedad serializada o en la informalidad normalizada.
El promedio anual de horas laboradas por trabajador entre los países de la OECDE muestra que México encabeza la lista, con 2,226 horas, seguido por Costa Rica (2,149) y Chile (1,963), evidenciándose así el rezago en el caso mexicano. Ni hablar, además, de las innumerables horas perdidas por las y los trabajadores diariamente, en ciudades grandes y medianas pero no solo, en el transporte público o privado, lo que tiene costos sociales enormes, ensancha las brechas de desigualdad entre quienes pueden “tener vida” propia fuera del trabajo y quienes viven solo en función de producir riqueza para alguien más.
La falta de tiempo y la lucha por su reconquista deben estar en el centro de la batalla civilizatoria, como bien sostiene la abogada Carla Escoffié, autora del imprescindible País sin techo. Ciudades, historias y luchas sobre la vivienda. Ella también hace hincapié en el hecho de que esta privación sistemática del tiempo de quienes más trabajan redunda en la falta de tiempo no solo para sus familias, sino para la participación comunitaria, vecinal, social y política. Así se desmotiva y desmoviliza a la clase trabajadora.
Los factores económicos y sociales que lo han determinado son muchos y no se puede agotar su exposición en una columna, sin embargo, ciertos avances, ya implementados hace décadas en la mayoría de los países, deben y pueden conseguirse, ya sea desde arriba o desde abajo, por decisión gubernamental y por movilización social.
Los altos beneficios de calidad vida y salud, en términos ganancia colectiva social, de que todos y todas trabajemos, y trabajemos menos, bien podrían incluirse en una encíclica y unas “tablas de la ley”, no necesariamente divina, pero sí constitucional.
Por ejemplo, en Italia, en donde tampoco el sistema brilla por productividad y pujanza últimamente, después de la pandemia varios conglomerados empresariales y financieros, como el banco y seguro Intesa Sanpaolo o Luxottica, introdujeron la semana laboral de 4 días por 20 semanas al año, pero no como la quería Carlos Slim en México, es decir, manteniendo un número elevadísimo de horas trabajadas condensadas en 4 días, sino, al contrario, como forma de reducción global del horario laborado.
Leonardo, multinacional con participación pública, especializada en los sectores aeroespacial, de defensa y seguridad, y Lamborghini, la de los coches de lujo, también estaban valorando esta opción, pasando de 35 a 32 horas laborales semanales.
En el sector bancario ya se bajó de 37.5 a 37 horas semanales, pues los y las trabajadores de esta rama, entre muchas otras claramente, acaban cansándose demasiado, padecían burnout y eran mucho menos productivos.
En Estados Unidos y Europa a mediados del siglo XIX se trabajaba 72 horas a la semana, pero en 1886 la huelga y revuelta de empleados del Haymarket la jornada de 8 horas por 6 días, y luego Henri Ford introduciría la semana de 40 horas en 1926 y la redistribución de ganancias o beneficios.
En Italia lo anterior fue logrado cuatro décadas después, y, en México, tenemos un siglo de retraso. Alemania avanzó más que todos, pues se trabaja allí en promedio 1,400 horas anuales, aunque en todos los países el poder ideológico del neoliberalismo ha provocado un abandono de esta lucha y cierta cristalización del status quo que cada país había alcanzado, o bien, una regresión a situaciones previas peores.
Ojalá y pronto veamos concretado el acuerdo y las disposiciones legales para las 40 horas y, sobre todo, para fijar cambios estructurales y reabrir sin tanteos la agenda de los derechos del trabajo, la previdencia y el estado del bienestar. Así lo hubiera recomendado la última encíclica de Francisco.
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