Mientras desde la Ciudad de México la presidenta enfatizaba en su primer informe de gobierno los supuestos logros en seguridad, en Culiacán la sociedad civil tomó la iniciativa para analizar, por su cuenta, un año devastado por la violencia. Convocado por COPARMEX, el encuentro congregó a activistas, periodistas, empresarios, académicos y legisladores en un diálogo crudo y necesario.

El consenso fue claro: Sinaloa, y particularmente Culiacán, atraviesa una crisis humanitaria evidente en cifras y realidades concretas. En apenas doce meses, se registraron 1,700 homicidios y más de 2,000 desapariciones forzadas, acompañadas de una creciente militarización de la seguridad pública, condiciones de ingobernabilidad, el aumento de extorsiones, cobro de piso y robos de vehículos. A esto se suma la pérdida de entre 15,000 y 36,000 empleos formales e informales debido al cierre masivo de negocios, configurando un panorama devastador. 

A este escenario se suma un impacto subjetivo igual de grave: el miedo a salir a la calle, el aislamiento, la desconfianza entre ciudadanos, el vaciamiento de los espacios públicos, la pérdida de credibilidad en las instituciones y, en consecuencia, una fractura en la cohesión social y el sentido de comunidad.

Pero para comprender cómo llegamos hasta aquí no basta con señalar la evidente colusión entre crimen organizado y autoridades. Es necesario un ejercicio de reflexión y autocrítica que también examine los soportes sociales y culturales que, durante años, legitimaron y normalizaron al narcotráfico en Sinaloa.

Los sinaloenses hemos convivido con un relato que nos contaron, y que quisimos creer: que el narco era parte de nuestra historia, casi un vecino más, convertido en héroe popular a fuerza de canciones, fiestas y anécdotas repetidas en sobremesas y plazas. Una mitología que, como toda fábula, sirvió para tapar la crudeza de la violencia real.

Esa normalización ha estado sostenida por una serie de relatos y mitologías que, poco a poco, se incrustaron en el imaginario colectivo. Narrativas repetidas en corridos, series, conversaciones cotidianas y hasta en la forma de concebir el éxito en una tierra marcada por la desigualdad. Son historias que, más que cuestionar al crimen, lo romantizan y lo integran a la identidad local. De ahí surge la necesidad de desmontar tres grandes mitos que los sinaloenses nos hemos contado, y creído, acerca del narcotráfico.

El primer mito: el “narco excepcional”

La primera creencia es la del excepcionalismo del narco sinaloense: esa narrativa que lo presenta como un personaje cercano al pueblo, un “bandido generoso”, víctima de las circunstancias, un héroe que supera la pobreza y, una vez en la cima, ayuda a su gente. La realidad, sobre todo evidente en los últimos “culiacanazos”, es otra. El crimen no reconoce códigos éticos ni valores comunitarios: es una maquinaria que avanza implacable en busca de poder y dinero, y en ese camino corrompe, asesina, toma ciudades y somete a la sociedad bajo la violencia.

El segundo mito: la “pax narca”

La segunda creencia es que en Sinaloa existía una pax narca, un pacto tácito que inhibía la violencia, mantenía la región “tranquila” y exenta de disputas, robos y extorsiones. Pero esa paz nunca existió. La violencia siempre estuvo ahí, incluso en los periodos con menor incidencia delictiva. En realidad, Sinaloa jamás ha alcanzado los estándares de seguridad y convivencia propios de una sociedad pacífica y estable. En 2020, por ejemplo, uno de los años más “pacíficos” en la historia reciente de Sinaloa, la tasa de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes se ubico en 25, cuando la media global fue de 5.5 en ese mismo periodo.

El tercer mitod: los buenos contra los malos

La última creencia es la de una frontera clara y rígida entre la sociedad y los criminales, entre “los buenos” y “los malos”. Sin embargo, esa línea se vuelve difusa cuando observamos cómo el dinero y las influencias del narco traspasan todos los límites. Durante la bonanza del mercado inmobiliario, la venta de autos de lujo y el auge de industrias de consumo, muchas empresas se beneficiaron, directa o indirectamente, de capitales ilícitos. Restaurantes, tiendas de ropa y celulares, salones fiestas, grupos de música, clínicas de belleza y cirugías estéticas: el narco se infiltró en la vida cotidiana a través del derroche, la ostentación y las apariencias.

Aceptar estas mentiras nos mantuvo en la ilusión de un narco “excepcional”, “pacífico” o ajeno a la sociedad. Romper con esos mitos es el primer paso para desmontar la narcocultura y enfrentar la criminalidad en toda su crudeza. Sólo así podremos reconocer la violencia que impone, la degradación que provoca y empezar a construir otra narrativa y otros acuerdos que devuelvan a Sinaloa dignidad, confianza y la posibilidad real de salir de la barbarie.

 

 

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO