La crisis de la Universidad Autónoma de Sinaloa no es un fenómeno técnico ni pasajero; es, al mismo tiempo, la manifestación local de un desafío estructural que experimentan las universidades en todo el mundo.
Mientras trabajadores académicos y administrativos se movilizan, con justa razón, contra lo que perciben como una reingeriería gravosa, el debate se ha centrado exclusivamente en la contabilidad, dejando de lado una discusión más profunda: ¿qué tipo de universidad necesita hoy la sociedad sinaloense?
Durante las últimas décadas, las universidades se transformaron en instituciones masivas de enseñanza. En 1950 existían apenas seis millones de estudiantes universitarios en el mundo; para 2023, la cifra superó los 264 millones. En la UAS, el crecimiento ha sido igualmente notable: pasó de unos 3 mil estudiantes en 1965 a más de 172 mil en la actualidad, de los cuales cerca del 70% cursa educación superior.
Este crecimiento, aunque es un logro social, ha traído consigo presiones que amenazan la sostenibilidad institucional. Desde la crisis económica de 2008, los gobiernos han reducido sistemáticamente el subsidio real por alumno, trasladando los costos a las familias mediante el aumento de matrículas y servicios escolares. En el caso de la UAS, esta tendencia ha generado una brecha presupuestal que compromete el pago de jubilaciones, prestaciones y la operación básica.
La solución estructural no puede basarse únicamente en recortes o ajustes internos. Es indispensable incrementar el subsidio por alumno, equipararlo a los estándares nacionales y garantizar un financiamiento estable y progresivo que permita sostener la expansión de la matrícula sin sacrificar calidad ni equidad. Sin ese respaldo, cualquier reingeniería será apenas un paliativo temporal.
Aunque la investigación universitaria suele recibir fondos específicos, cada vez se le exige demostrar rentabilidad inmediata, desplazando su carácter de bien público hacia una visión instrumental. El conocimiento, que en la tradición humanista tenía un valor de uso (comprender y transformar el mundo), se ha convertido en valor de cambio: solo aquel saber que produce beneficios económicos es legitimado y financiado.
Las disciplinas críticas como las humanidades, artes, filosofía, quedan marginadas por no generar ganancias rápidas. Así, la universidad corre el riesgo de transformarse en una fábrica de competencias al servicio del mercado, donde el éxito se mide por la empleabilidad y no por la capacidad de pensar.
A este panorama se suma la irrupción tecnológica. La introducción de la inteligencia artificial promete eficiencia, tutorías automatizadas y simulaciones interactivas, pero también refuerza la lógica de sustituir trabajo vivo por trabajo muerto. El profesor universitario, antes mediador cultural y crítico, se ve reducido a una figura prescindible y precarizada. Contratos temporales, salarios congelados y sobrecarga laboral reflejan una creciente uberización del trabajo académico, donde el saber se convierte en un servicio flexible y despersonalizado.
La presión política agrava el escenario. Sectores populistas acusan a las universidades de no representar a la “sociedad real” o de mantener posturas elitistas, debilitando su legitimidad. Este discurso erosiona la confianza pública en la educación superior, en un contexto donde la desinformación y el rechazo a la ciencia ganan terreno.
Al mismo tiempo, la centralización del poder y la crisis de la gobernanza global han restado pertinencia a programas vinculados con la función pública y la cooperación internacional, que antes articulaban a la universidad con su entorno.
En la UAS, esta crisis se expresa en recortes presupuestales, subsidios insuficientes y dificultades para cubrir jubilaciones y prestaciones. Frente a ello, las políticas de austeridad amenazan con precarizar aún más el trabajo docente y administrativo. Bajo la lógica de la reingeniería financiera, se corre el riesgo de reducir la universidad a un problema de números, olvidando que su verdadera riqueza no está en el equilibrio fiscal, sino en la formación de conciencia, conocimiento y ciudadanía.
Por eso, cualquier reingeniería financiera debe ir acompañada de una reingeniería académica que fortalezca la calidad educativa, la investigación pertinente y el vínculo social. De nada sirve ajustar presupuestos si se debilita el corazón intelectual y ético de la universidad.
El reto del siglo XXI es mayúsculo: enfrentar el cambio climático, la desigualdad global y los conflictos geopolíticos que amenazan la paz y la sustentabilidad del planeta. Para ello se necesita una universidad que recupere su misión de impulsar la movilidad social y producir conocimiento universal, más allá del beneficio económico inmediato.
Reafirmar su papel social implica orientar la UAS hacia un horizonte de transformación ecológica, pacífica e igualitaria, donde el conocimiento vuelva a servir a la humanidad.
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