Nombrar es resistir. Hoy en Sinaloa necesitamos una palabra nueva: Narcofeminicidio.
En marzo del presente año la Coordinación General del CESP anunció que en Sinaloa habían disminuido los feminicidios, pero aumentado los homicidios dolosos de mujeres. La situación es clara: Bajo el ambiente de violencia no se hacen las investigaciones correspondientes.
El narcofeminicidio lo podemos definir como el asesinato de mujeres por razones de género en contextos de narcoviolencia. Puede o no estar ligado directamente a las actividades criminales, pero en ambos casos comparte la misma raíz: la misoginia estructural que diferencia las violencias que viven hombres y mujeres. Lo que lo distingue es que, al ocurrir en espacios dominados por el narco, el Estado, los medios y la sociedad tienden a justificar, criminalizar u ocultar estos asesinatos bajo la categoría de homicidios dolosos vinculados al crimen organizado, borrando la dimensión de género.
Feminicidios invisibilizados por la narrativa del narco
Los casos de Astrid y su hijo Dante (29/12/2024) y el de Mary Patiño (9/5/2024) son ejemplos claros. Ambos fueron en un principio atribuidos a la ola de violencia que ya azotaba Culiacán. El juicio social cuestionó la vida privada de las victimas antes de que se revelaran las denuncias por violencia de género que habían interpuesto. Solo entonces la narrativa cambió y quedaron exentas de la critica que las señalaba como “metidas donde no debían”. En este contexto también podemos decir que los feminicidas ven la narcopandemia en Sinaloa como el ambiente perfecto para desviar la atención sobre sus actos.
Pero no todos los feminicidios cuentan con pruebas que los desmarquen del narco. Y tampoco deberían necesitarse para ser investigados como tales. El feminicidio no se mide por la inocencia o culpabilidad de las mujeres respecto a las estructuras criminales, sino por la violencia de género que atraviesa sus muertes (Lagarde, 2005).
Mientras tanto, en Sinaloa, las cifras siguen alarmando: de enero a septiembre de 2025 ya se han superado los asesinatos de mujeres registrados en todo 2024. No hay recursos ni tiempo para investigárseles como se debe y se evita reconocer que las mujeres, incluso en escenarios de narcoviolencia, son asesinadas de manera distinta.
Pero ojo, que las mujeres cuyos asesinatos sí están vinculados al crimen organizado, tampoco pueden ser excluidas de este término. La condición de género las expone a violencias diferenciadas.
La misoginia como raíz
Los estudios de género y sobre el crimen organizado han demostrado que las jerarquías dentro de organizaciones delictivas funcionan de manera similar al resto de la sociedad. Cuando no son la esposa, querida, hija, las mujeres son relegadas a roles de bajo rango o auxiliares, encargadas de casas de seguridad, sexoservidoras informantes, atendiendo dispensarios. Muy pocas llegan a puestos de poder, y cuando lo hacen se les da un trato de excepción y suelen ser cuestionadas por su “capacidad de mando”.
Tomando lo anterior en cuenta, es de esperar que los castigos también difieran entre hombres y mujeres. Mientras que los varones suelen ser castigados mediante golpizas, desaparición y/o asesinato, las mujeres encima de todo ello, enfrentan también la violencia sexual y humillaciones específicas por ser mujeres.
El juicio social post mortem también es otra carga a tomar en cuenta. A los hombres se les reconoce “valor” o “lealtad” incluso en la muerte; son narrados como soldados, caídos en batalla, mártires de la organización. Sostén de sus casas. Las mujeres, en cambio, son culpabilizadas doblemente: por participar en el narco y por “traicionar” el rol de género asignado (ser madre abnegada que enfrenta la soledad y la precarización). En la narrativa social encontramos “ambiciosa” como la crítica más común.
¿Por qué importa nombrarlo?
Porque lo que no se nombra no existe. Es indispensable visibilizar que el narco no es un espacio “neutro” de violencia, sino uno profundamente atravesado por relaciones patriarcales. La misoginia no desaparece en el crimen organizado: se multiplica. Y aunque las víctimas hubieran sido informantes, esposas o buchonas, no elimina las razones de género detrás de sus muertes.
La narrativa dominante nos quiere hacer creer que las mujeres asesinadas en contextos de narcoviolencia “se lo buscaron”. Que murieron por ambiciosas, interesadas, por no conformarse con poquito. Es decir, el mismo discurso con el que se ha criminalizado históricamente a las víctimas de feminicidio: responsabilizarlas de su propia muerte.
Nombrar el narcofeminicidio es un acto político. Es decirle al Estado que no puede seguir borrando la palabra feminicidio cada vez que el narco está de por medio. Es decirle a la prensa que no basta con hablar de “ejecutadas”. Y es decirle a la sociedad que ninguna mujer, en ningún contexto, merece ser condenada dos veces: primero con la violencia que la mata, y luego con el juicio que la borra.
En Sinaloa, callar es costumbre. Pero el silencio también mata. Por eso hoy nombramos: narcofeminicidio.
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