Si bien, en este primer año del sexenio de la presidenta Claudia Sheinbaum, avanzan los procesos de reforma y elección popular del poder judicial y los reajustes en materia de seguridad a nivel federal, de momento brillan por su ausencia las discusiones y las propuestas, ventiladas durante la campaña electoral, de reestructuración profunda de las fiscalías, las policías locales, el sistema penal y penitenciario, y, más en general, la definición de la relación civil-militar.

Procurar injusticia. Los orígenes golpistas del sistema penal represor que ha gobernado México es el título del más reciente libro del académico, abogado y escritor Carlos Pérez Vázquez, y, de alguna manera, nos viene a recordar la gran deuda acumulada en décadas y décadas de simulación de la justicia y militarismo institucionalizado, incorporado en la legislación y la praxis de la procuración e impartición de la justicia y de la seguridad pública.

La premisa es que las añejas y persistentes fallas sistémicas en materia de justicia, verdad, derechos humanos y en el carente combate a la corrupción y a la impunidad han sido un lastre para la democracia en México y se derivan de precisas decisiones políticas y acontecimientos históricos.

El autor, mediante ejemplos, documentos, casos y análisis historiográfico y jurídico, traza una atenta genealogía del que llama “sistema de procuración de injusticia” del país, desde la Independencia y la Reforma, pasando por la Revolución, la Constitución del 17 y, finalmente, un momento clave y dramático de la historia nacional: el Plan de Agua Prieta del 23 de abril de 1920, redactado por Plutarco Elías Calles y liderado por Adolfo de la Huerta, y el consecuente golpe de Estado de un grupo de generales, como Álvaro Obregón y el grupo sonorense, en contra del entonces presidente Venustiano Carranza, quien fuera asesinado.

Pérez Vázquez nos muestra cuáles presidentes, militares, procuradores generales, congresistas y servidores públicos durante el siglo XX y XXI nos heredaron un sistema concebido para garantizarle a funcionarios y aparatos del Estado, impregnados del ADN y las prácticas militaristas, el poder de reprimir a las disidencias con impunidad e inclusive de ser premiados por perpetrar crímenes de lesa humanidad en contra del pueblo.

Se trata de una serie de normas, leyes militares y aparatos de Estado, surgidos de extendidos y cruentos conflictos políticos y armados, traiciones y conspiraciones, durante y después de la Revolución, pensados para la sumisión de opositores, la gobernabilidad autoritaria y el mantenimiento de un orden de origen militar bajo el manto de presidentes que, a partir de Miguel Alemán en 1946, serían civiles.

El sistema penal, particularmente, se ha instrumentado con fines de control político desde la verticalidad de la pirámide del poder, y no para lograr la tan ansiada justicia y una democracia sustancial, con derechos humanos y garantías para la población.

La tesis central del texto es que, como apéndices del poder militar, “las procuradurías de justicia deben verse como parte fundamental de la estructura de poder del régimen autoritario producto del golpe de Estado de Agua prieta de 1920” y que ese evento “derivó en una serie de leyes y normas” con visión vertical, autoritaria y militarista que “en vez de privilegiar la seguridad jurídica de las personas, se diseñó y ejecutó fuera del marco constitucional para conservar el poder político castrense adquirido en forma criminal, facilitando las condiciones de represión y exterminio de las oposiciones políticas por un siglo”.

La idea de la “procuración de injusticia” como sistema me parece complementaria, interesante y útil respecto de otro concepto, el de crimen autorizado, que han trabajado, de manera independiente, autores y autoras como la periodista Marcela Turati, con su libro San Fernando. Última parada: Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas, y el académico Samuel Schmidt, autor del libro Crimen autorizado: La estrecha relación entre el Estado y el crimen. En este texto y anteriores, se define así:

Crimen autorizado postula que la actividad criminal como la que lleva a cabo el crimen organizado no se da en el vacío, sino que opera en conjunto y asociado con personal del Estado: policía, funcionarios públicos y jueces, en uno o mas niveles de gobierno (municipal, estadual, federal). Entre las múltiples formas de asociación encontramos: policías trabajando como sicarios, trabajando para los carteles, trabajando como cartel; fuerzas del orden y legales protegiendo actividades criminales como la venta de drogas y mercancías robadas, militares trabajando en complicidad con criminales, funcionarios aprobando o estimulando violaciones a la ley. Buscaglia [Edgardo, autor del ensayo Vacíos de poder en México: Cómo combatir la delincuencia organizada] encuentra el fenómeno, pero supone que es un proceso de penetración del Estado por los criminales, descrito en cinco niveles y asumiendo que las mafias luchan por capturar al Estado, mientras que nosotros sostenemos que la peculiaridad es la asociación que evita los vacíos de poder.

Más que de “Estado fallido” o de “narcoestado” a rajatabla, entonces, el crimen autorizado matiza e ilumina el panorama complejo de la relación Estado-delincuencia, al hablar de áreas grises de colaboración entre autoridades, políticas, militares o policiacas, y crimen organizado: estas zonas de colindancia y colusión son caracterizadas por cambiantes equilibrios de fuerza, en donde también entran redes de intereses y actores empresariales y económicos de distinta naturaleza. Si el crimen organizado no existiría sin estado, la procuración de injusticia no existiría sin la voluntad de partes del Estado de mantenerla, y de mantenerse a sí mismas en espacios protegidos de impunidad.

La procuración de injusticia en México se ha articulado mediante mecanismos como la fabricación de culpables, la justicia selectiva, la siembra de pruebas, el uso de la tortura como técnica de investigación, la subordinación de las procuradurías a intereses políticos y militares, la discriminación sistemática de la población vulnerable, disidente o racializada, la impunidad garantizada desde el más alto nivel, entre otros.

También cabe mencionar aparte otros mecanismos centrales del agravio histórico del sistema en los procesos de investigación ministerial o en la persecución policial, especialmente cuando ésta es realizada por las fuerzas armadas: la prisión preventiva oficiosa, la detención en “flagrancia extendida” y la presunción de culpabilidad, aplicada en lugar de la presunción de inocencia: se ha tratado de dispositivos altamente discrecionales, útiles para la invención de casos, que fueron instalados en la procuración e impartición de justicia y, si bien estos dos últimos, o sea la culpabilidad a priori y la ampliación extrema de la flagrancia, han sido eliminados formalmente de la legislación, se han vuelto de alguna forma endémicos en la cultura policiaca y jurídica.

Ni hablar de la prisión preventiva oficiosa que, desde que fue incorporada y ampliada en los sexenios de Calderón y Peña, goza de tremenda salud, al haberse ampliado recientemente el catalogo de delitos que la requieren sin pasar por la valoración de un juez, o sea, por default.

Igualmente, se interpretan las matanzas y atrocidades en contra de estos grupos por parte del poder militar o de las autoridades civiles encargadas, supuestamente, de la seguridad en la historia del país como producto de la ideología punitiva y autoritaria instalada en las instituciones y hasta en los centros formativos especializados en derecho y criminología.

Se han ido normalizando, por lo tanto, en leyes y “costumbres” malsanas, ciertas figuras de aplicación excepcional, teóricamente sujetas a controles estrictos de legalidad, razonabilidad y proporcionalidad, como las ya mencionadas, a partir de un código genético, legal y penal, forjado en la época formativa del Estado mexicano posrevolucionario en manos a los generales sonorenses.

Entonces, por más de un siglo en México se han perseguido enemigos, y no delincuentes, mediante un andamiaje legal que la obra de Pérez Vázquez devela como abusivo, fundado en el Código Federal de Procedimientos Penales (CFPP) de 1934 y leyes militares anteriores, producto de un “decretazo elaborado y promulgado en forma dictatorial y unipersonal por el presidente Abelardo L. Rodríguez, uno de los generales que defenestraron a Carranza”, citando al autor.

Se remarca también que existe una continuidad y coherencia represiva y fundamentalmente antidemocrática en las medidas y leyes aprobadas, sin respetar a cabalidad los procedimientos legales, por los firmantes del Plan de Agua Prieta: la aún vigente Ley de Disciplina Militar de Calles (1926), el aún vigente Código de Justicia Militar de Abelardo Rodriguez (1932), y el ya mencionado Código Federal de Procedimientos Penales (hoy ya no en vigor, pero que moldeó mentalidades y actuaciones en la procuración de justicia durante más de 80 años).

Esto va junto con pegado a la posterior fundación del partido único-hegemónico PRI, y a la influencia de la figura, no directamente militar pero sí ligada al poder castrense, de Luis Echeverría, que refrenda el sistema de injusticia con su Ley del Ejército de 1971 y la instrumentación de la matanza de Tlatelolco, el “Halconazo”, y el auge de la contrainsurgencia. De Acteal a Ayotzinapa, del homicidio de Colosio al asesinato de Ruiz Massieu, de la “guerra sucia” a Tlatlaya, de la matanza de miembros del Ejército en El Charco, Guerrero (1998) a la ejecución extrajudicial de 5 jóvenes en Nuevo Laredo en febrero de 2023, los dispositivos legales y extralegales de la procuración de injusticia e del ejercicio mismo del poder han permitido la protección de los responsables políticos y, sobre todo, de las Fuerzas Armadas.

Aun así, hay fisuras esperanzadoras en esto, por ejemplo, la detención y acusación en contra de efectivos de la Sedena por el caso Ayotzinapa, aunque el caso no avanza en otros frentes y los acusados en su mayoría se encuentran en libertad, y la reciente condena, conminada por homicidio el mes de marzo pasado por un juez federal, a 40 años y nueve meses de prisión contra cuatro soldados por la matanza de los jóvenes en Nuevo Laredo.

“Los cuatro soldados fueron señalados de disparar sin justificación contra los ocupantes de una camioneta pickup, matando a cinco hombres e hiriendo a otro, de acuerdo con un informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que reconoció que los uniformados dispararon 117 veces contra el vehículo, mientras que otros tres soldados dijeron que abrieron fuego para apoyar al primero de sus compañeros que comenzó a disparar”, relata la nota de la agencia AP. Sin embargo, la decisión aún puede ser apelada por los militares y su resguardo se ha mantenido dentro de instalaciones castrenses, no en prisiones civiles, por lo que habrá que dar seguimiento a este y otros casos para notar los pequeños, todavía insuficientes en mi opinión, pasos que la justicia va dando.

Estos mecanismos han sido la piedra angular de un conjunto de arreglos institucionales transexenales que han sobrevivido a las incumplidas transiciones democráticas de finales del siglo pasado y principios del actual, así como a las reformas del sistema penal acusatorio, en 2008, en materia de derechos humanos, del 2011, a los cambios de partidos gobernantes en el 2000, 2012 y 2018, y, finalmente, a la culminación de la implementación del nuevo código penal después del 2016.

Entre reformas y alternancias, avances y reveses, en lo que va del siglo XXI, el antiguo régimen de injusticia, impunidad y represión ha podido mantenerse o reproducirse, incrustado en instituciones concretas, como las fiscalías, en tradiciones jurídicas y castrenses anquilosadas, en prácticas educativas del derecho y actuaciones de funcionarios.

Por lo tanto, aunque en años recientes el viejo sistema haya entrado en crisis, no es posible afirmar que se haya debilitado lo suficiente como para dar paso a una justicia y una democracia plenas y efectivas.

Implementar reformas del poder y la legislación militar, heredado del México del siglo XX, así como de las fiscalías y las policías civiles, en línea con el respeto de los derechos humanos y los acuerdos internacionales, debería colocarse en el centro, y en el libro objeto de esta reseña se enumeran propuestas relevantes para la discusión.

Esto es porque las estructuras persisten y evolucionan, pero son difíciles de identificar y modificar sin un esfuerzo y voluntad conjunta político-social, y así la crisis de la justicia sigue, a pesar de las crecientes reivindicaciones para la rendición de cuenta, de la denuncia sistemática de los abusos a las víctimas, de las promesas electorales de la izquierda partidista, ya en el gobierno, y de las oposiciones, y de las mayores protestas enarboladas por parte de la sociedad, los movimientos y la ciudadanía en general en estos años.

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