Dicen que los millenials no sabemos esperar, que todo lo queremos rápido, que no tenemos raíces. Pero nadie habla del otro lado: de lo mucho que duele sostener un sueño en un lugar donde todo invita a abandonarlo. Aquí en Sinaloa los proyectos personales no mueren con grandes tragedias, se deshacen de a poquito, como si se evaporaran. Y lo peor es que nadie nos prepara para el funeral.

Crecimos escuchando “el norte es tierra de oportunidades”. Que aquí se trabaja y se progresa. Pero los datos oficiales cuentan otra historia. Según el Sistema de Información Estadística Laboral de la Secretaría del Trabajo, Sinaloa es uno de los estados con los salarios más bajos del país: alrededor de $487 pesos diarios, unos $14,870 al mes y una de las 5 entidades con vivienda más cara del país.

Nos vendieron la frase “aquí sí hay trabajo” como promesa de futuro, pero lo que no dijeron es que trabajo no es lo mismo que vida digna. Aquí sí hay trabajo, pero lo que falta es aire.

 

Una generación entera que se ha preparado académicamente y trabaja en lo que puede, y aun así no alcanza los símbolos mínimos de estabilidad que las generaciones anteriores sí tuvieron. La narrativa hegemónica apunta a la “irresponsabilidad”, pero ¿cómo se construye un patrimonio con una renta que abarca la mitad del salario, en una tierra donde la violencia es tan cotidiana que uno aprende a medir la vida, no en proyectos, sino en días “más tranquilos”?

Aquí no solo se enfrenta a la precariedad económica, sino al desgaste emocional de sobrevivir entre balaceras, desapariciones y toques de queda no oficiales, donde cualquier intento de futuro se vuelve un acto de fe más que de planificación.

No es sorpresa entonces la migración. Guadalajara, Tijuana, Ciudad de México… nombres que suenan a posibilidad para los sinaloenses. Y sí, allá también hay renta cara, tráfico, y ansiedad, pero al menos ofrece la sensación de que intentar todavía tiene sentido. En Sinaloa, soñar se vuelve un gesto casi ofensivo, una falta de respeto al mandato no dicho de “conformarse y agradecer”. Mientras unes currículums en Canva, recuerdas que querías estudiar cine. Mientras haces fila para pagar el agua en ventanilla, piensas en la guitarra que tuviste que empeñar. Mientras compartes memes de productividad irónica, entierras otra versión de ti.

Y no hay ritual para eso. No hay velorio ni flores para los proyectos que dejamos ir. Nadie abraza cuando dices “ya no apliqué”, “no alcancé”, “mejor luego”. En Sinaloa, la juventud (y no tan joven) despide sus sueños en silencio, casi como si fuera una exageración llorar por lo que no sucedió. Nos enseñaron a decir “todo bien” incluso cuando estamos viviendo un duelo que no sabemos nombrar.

Migrar, para muchos, no es un acto de ambición, sino de supervivencia emocional. Es salir del cementerio de proyectos que se fue acumulando aquí, donde el cansancio y el salario terminaron convirtiéndose en la pala que los enterró. Duele irse, porque una parte se queda atrapada en las calles donde soñamos algo que esta tierra no quiso permitirnos. Algunos, los que pueden, se van, pero antes dan una última vuelta por los restos: Las tortas del malecón que cerraron después de 40 años, el casino quemado que contrasta con el resto de la plaza, el taller cancelado por falta de fondos. Despedirse de una ciudad es también despedirse de la versión de nosotros que esa ciudad no dejó ser.

Si existiera un panteón para los sueños de la juventud sinaloense, no habría cruces, habría tickets del Oxxo, currículums impresos y proyectos guardados en USB llamados “algún día”.
Y en cada tumba, un mismo epitafio:
“Al final, no hubo tiempo. O más bien… no nos dejaron tenerlo”

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