Mucho se ha especulado sobre la salud mental del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre sus excesos y sandeces, sobre sus disparates, verborreas, condenas judiciales y atrevimientos aparentemente patológicos en el ámbito político e internacional, empresarial y personal. El tema no es nuevo, pues simplemente se ha recargado entre su primer polémico mandato y este segundo periodo al mando del decadente imperio americano.
Pero no, Trump no está loco, no como quisiéramos pensar, creyendo que sus medidas y dichos extremistas pudieran ser fruto de algún grave desequilibrio psíquico que pronto va a ser aplacado o tratado medicamente. Él tiene un plan, y parte de su país lo acompaña, aunque vaya en contra de su interés, o de cómo éste había sido concebido desde el fin de la II Guerra Mundial.
Digamos que podríamos estar de acuerdo sobre el hecho de que Trump no está más alterado que muchos otros personajes con perfiles cínicos, o tendencias incluso psicópatas y sociópatas, pero que están integrados, más o menos manifiestos u ocultos, y frecuentes dentro de ciertas élites, jefes militares, magnates y tomadores de decisiones (tipo Elon Musk, Javier Milei, Vladimir Putin o Felipe Calderón, por mencionar algunos).
A lo que voy es que, además de tachar al mandatario de insano, muchos análisis se han centrado en la supuesta “locura” de querer desacoplar el “viejo orden” y la normatividad internacional, el globalismo, el librecambismo, el neoliberalismo, la OMC, así como la dimensión imperial que Trump pretende destruir o ajustar.
Y ahora parece que China se erige como defensora de aquel orden de la “globalización sin fronteras”, en un giro que hasta hace poco habría sido impensable y paradójico. Pero este “giro” en realidad incorpora el proyecto de larga data para una globalización otra, no la del siglo XX, sino con características asiáticas, basada en la nueva ruta de la seda: así podemos leer los acuerdos de asociación estratégica integral firmados entre China y Azerbaiyán el pasado 23 de abril.
Me parece que para ofrecer “el gran cuadro” de la situación son fundamentales las razones geopolíticas y estratégicas, no sólo tácticas y de negociación inmediata o de “chantaje”, que están detrás de la guerra arancelaria y la incertidumbre global desatada por el tycoon y su gabinete. Es decir, ha prevalecido la idea de la patologización de la política trumpiana, definida como suicida, y la relativización en clave táctica de sus medidas, en lugar de consideraciones más estratégicas y de mediano-largo plazo para moverse en la telaraña noticiosa de estas últimas semanas.
El primer aspecto por destacar es que Trump nació y morirá como un gambler, un apostador descarado y tramposo, como un jugador del destino y del dinero, que en realidad son los del país y no los suyos, o sea, un blufeador y buleador profesional. Pero esto significa que su plan es una gran apuesta, difícil, costosa, contraproducente para muchos sectores de las sociedades y las economías estadounidenses y mundiales, aunque no necesariamente imposible.
Por un lado, la pretensión estadounidense es ejecutar una retirada parcial de su dimensión imperial para que sus socios, o sea los países-satélites europeos, sobre todo, carguen con más responsabilidades y costos para su defensa y estrategia comercial. Aunque esto signifique la tentación de acercarse más a China y Rusia.
La administración Trump 2.0 básicamente tiene tres objetivos económicos que implican, a su vez, importantes premisas y repercusiones geoestratégicas. Su eje es una guerra de divisas y monetaria, a partir de o disfrazada de, “guerra de aranceles”.
Esto, además, se concibe dentro de una reorientación estratégica interna y global, con una distinta proyección exterior y de dominio del país, así como de las zonas de influencia regionales, en dirección de un bipolarismo o multipolarismo.
Esta reconfiguración pretende blindar América del Norte y el Ártico, amarrando Groenlandia, Canadá y Panamá, cuando menos, al control estadounidense, y delegar a satélites y aliados la carga imperial en otras latitudes y territorios, particularmente Eurasia, principalmente con el fin de limitar y combatir a China. Sudamérica ya se da por asentado que quedaría dentro del área de control del gigante del Norte.
Los tres motivos económicos del trumpismo incorporan de cajón apuestas muy riesgosas para todos los jugadores y un terremoto de piezas en el tablero de la economía global, con el trastocamiento de pactos y equilibrios vigentes desde mediados del siglo pasado.
El primero es la devaluación del dólar, que se está logrando por el momento con referencia a la mayoría de las divisas, con el fin de que EUA recupere pujanza en sus exportaciones. Sin embargo, si las negociaciones en curso sobre aranceles recíprocos y otras barreras al comercio, país por país, terminan por no favorecer a Estados Unidos, esta parte del plan podría fracasar.
El euro, por su parte, es de las pocas divisas que sigue apreciándose, exacerbando la pérdida de competitividad de las exportaciones de la Unión Europea y sobre todo de los países que adoptan la moneda común. La guerra arancelaria y el mantenimiento de los tipos de interés en EUA van provocando un incendio inflacionario en aquel país, mismo que puede salirse de las manos, pero, en el corto-mediano plazo, es parte del “plan”, ya que eso ayuda a reducir el peso de una deuda que es la más alta del mundo y equivale al 121% del PIB. En la Unión Europea, sólo dos países tienen cuentas peores: Grecia (161,9% de ratio deuda/PIB en 2023) e Italia (137,3%), mientras que el coste anual del servicio de la deuda estadounidense fue en 2024 de cerca de los 870,000 millones de dólares por lo que superó el gasto en defensa.
Y este ya es el segundo elemento: la reducción del pago del servicio de la deuda pública y del monto absoluto de la misma, que por ahora no ha sido acompañado o sostenido por la esperada reducción de las tasas de interés. Esta disminución podría relanzar las inversiones productivas, presentadas en dado caso como “procesos de reindustrialización”, dentro del país, pero es una decisión que debe de tomar la FED, la Federal Reserve o banco central, aún renuente ante la incertidumbre del escenario y la aversión al propio gobierno Trump II. De hecho, el jefe de la Reserva Federal, Jerome Powell, ha sido atacado o invitado a dimitir por el presidente un día sí y el otro también (salvo luego retractar, como hizo el martes pasado, y decir que no le va a pedir renuncia para dizque tranquilizar a los mercado).
Un tercer factor explicativo es que Trump intenta atraer cadenas productivas, industrias e inversiones a EUA, ofreciendo bajos costos de la energía y su mercado de consumo, ahora supuestamente “más protegido” por aranceles externos, y plantea dejar de importar de todo el mundo en el mediano plazo para subsanar su déficit comercial persistente y, quizás, de paso, reducir impuestos (sobre todo, claro está, a los más ricos). Aquí, dependiendo del sector, no se considera que ya EUA depende de cadenas del valor no solo del área norteamericana sino también de la zona asiática y de la misma China, por lo que igualmente la apuesta azarosa es que el sistema americano logre sustituir sus cadenas de suministro en tiempos razonables.
Cabe destacar que el mencionado déficit comercial, en realidad, ha sido históricamente y es todavía parte de la proyección imperial estadounidense de los últimos 80 años, siendo pivote de la globalización americana y de la economía mundial desde 1945, pues servía para afianzar clientes-dependientes e incluso “desarrollar” países, como Corea del Sur o Taiwán en su momento, e incluirlos dentro de la esfera hegemónica estadounidense. No obstante, ya para Trump, su entorno y parte del electorado y los aparatos, este “fardo” es insostenible.
El dólar ha sido respaldado por el poderío industrial, económico, militar y tecnológico de EUA, por el llamado complejo industrial-militar y tecnológico-informativo, más que por los buenos fundamentales de la macroeconomía. La divisa global ha sido hasta la fecha el “garante” de la deuda y del déficit de Estados Unidos, pero el declive (relativo todavía) del país y el ascenso de adversarios y esferas “alternativas” van mermando esta capacidad y provocan angustia, una sensación de estrangulamiento y mayor incerteza en la sociedad norteamericana. Su malestar se refleja, asimismo, en la crisis del fentanilo o en la emersión de opciones políticas cada vez más extremas.
Japón es el primer detentor de deuda de EUA y su banco central de alguna forma responde a los dictados de la potencia, pero el segundo detentor es China. Esto significa que el dragón se confirma como un rival amenazante que puede oprimir el “botón nuclear”, es decir, la venta de toda esa deuda, y potencialmente hacerse con los dólares necesarios para financiar proyectos geoestratégicos, como la contra-globalización china o “nueva ruta de la seda”, o bien, directamente aliados ávidos de inversiones.
Es una carta que, dentro de un eventual nuevo orden más multipolar y fundado en esferas de influencia, la República Popular puede jugar para avanzar en sus pretensiones sobre la “isla rebelde” de Taiwán, que plantea recuperar antes de 2049, a un siglo de la revolución. Por su lado, Rusia puede cerrar el dossier y la guerra ucraniana y centrarse en reestablecer relaciones con países europeos, estrangulados energéticamente, aunque estos se obstinen a rearmarse y a amenazar al oso eurasiático.
La prisa de Trump para cerrar el conflicto ruso-ucraniano tiene que ver, entonces, con el intento de alejar a Rusia de China, ya que la consolidación de un eje sino-ruso sería fatal para EUA, y también con otra parte del plan que consiste en bajar la presión inflacionaria interna, a través de un pacto con países árabes, principalmente con Arabia Saudí, y la misma Rusia para incrementar la oferta de petróleo y bajar los costos de la energía.
El proyecto económico y la retirada estratégica del imperio son apuestas riesgosas y complejas, que pueden acabar en una crisis recesiva global mayúscula, dependiendo de muchos factores y escenarios cruzados y poco predecibles. Por lo pronto, la volatilidad de mercados y bolsas es una montaña rusa que van aprovechando quienes cuenten con información de primera mano de la Casa Blanca o puedan anticipar algo de las intenciones presidenciales. Pero, más allá de las coyunturas, la estrategia del big gamble está marcada.
El análisis de estos escenarios debe incluir sobre todo la respuesta de China, que ya ha inducido un paso atrás del mismo Trump, con el anuncio del 22 de abril sobre una reducción parcial de los aranceles al gigante asiático, y, en menor medida, de la Unión Europea, desgastada por su propia austeridad ideológico-financiera y por las consecuencias del conflicto en Ucrania, con menos márgenes de maniobra y poder de negociación respecto de los demás actores internacionales.
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