Un pájaro negro se ha posado sobre Culiacán desde hace un año. Grazna a ratos, aletea, está ahí, como si fuera parte del cielo. A ratos creemos que se ha ido, pero basta escuchar un estruendo, un motor a deshora para que recordemos su sombra.
El pájaro negro es la herida que no cierra: la ciudad sitiada, el estado de alerta permanente, la vida cotidiana trastocada. El pájaro negro es ese sobresalto que tenemos, cuando escuchamos bajar una cortina de acero y nuestro primer pensamiento son las balas…
La memoria reciente nos dice que la violencia en Sinaloa solía ser episódica. Un jueves de balaceras, encierro, caos afuera, quedarte donde te tocara y tirarte al piso ante el sonido de los estruendos, un paréntesis en el calendario. Pero era eso, un día. Nos confiamos.
Empezó el enfrentamiento un lunes en la mañana y desde ahí todo fue en declive. Se extendió hasta convertirse en un tiempo nuevo, un tiempo de sospecha y miedo en el que aprendimos a mirar distinto, a escuchar distinto, a caminar distinto. Ya no fue un corte que cicatriza; fue un tajo abierto, una herida húmeda que se niega a cerrar.
Vivimos en alerta constante. El oído se afila para distinguir entre un cohete y un balazo; la vista se acostumbra a leer las sombras detrás de cada esquina; el cuerpo desarrolla la memoria del miedo, esa que nos obliga a detenernos en seco cuando escuchamos una ráfaga o a refugiarnos de inmediato sin pensar mucho. Hasta el silencio pesa. Una ciudad que guarda silencio a las 8 de la noche no es normal, es un recordatorio de que algo nos fue arrebatado.
Pero la herida no es solo emocional. Está en los locales cerrados, en los empleos que se perdieron, en las fiestas canceladas, en la crisis de desaparecidos, en la gente que se fue. Es un dolor económico, social y cultural que se multiplica. Cada negocio cerrado es una familia más que tuvo que reinventarse o emigrar. Cada fiesta cancelada en un recuerdo que no existió. Cada ficha de búsqueda es un hueco que el tiempo no llena.
Algunos dirán que la vida sigue, que la gente aprende a convivir con la violencia, que “así es ahora”. Pero no. Normalizar no es sanar. Lo que se ha instalado es una especie de anestesia colectiva, una coraza que nos permite levantarnos y salir a la calle, aunque dentro de nosotros persiste la certeza de que el pájaro negro sigue ahí
La pregunta que deberíamos hacernos es ¿Qué significa vivir con una cicatriz que nunca termina de cerrarse? ¿Qué personas somos ahora en este estado de alerta? ¿Qué futuro se forja cuando lo cotidiano se vive con miedo?
La tragedia no es el balazo que suena, sino lo que se asienta después. El pájaro negro sigue ahí, suspendido sobre nosotros. Y la única certeza es que su sombra nos obliga a mirarnos de frente, a no olvidar que seguimos viviendo bajo un cielo sitiado.
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