Hay ideas que resisten el paso de los siglos. Una de ellas, la de Aristóteles, dice que el hombre es un animal político. No porque le guste hacer campaña o discutir leyes, sino porque solo puede realizarse plenamente viviendo en comunidad. Quien vive aislado —decía el Estagirita— no puede ser humano del todo: o es una bestia, o es un dios.
La reflexión es poderosa. Nos recuerda que nacimos para convivir, deliberar y organizarnos. Que la vida buena —la eudaimonía— no se construye en soledad, sino entre otros. Aristóteles lo explicó en su Política y lo desarrolló en su Ética a Nicómaco: el bien individual solo cobra sentido dentro del bien común. Somos ramas de un mismo árbol llamado polis, y si el tronco se marchita, ninguna rama puede florecer.
En esa concepción, el Estado no era un monstruo lejano gobernado por cifras o mercados. Era una comunidad de escala humana, una ciudad viva donde cada parte tenía un propósito. La política, entonces, era la ciencia práctica suprema: aquella que buscaba el bien de todos. Y la ética, su reflejo más íntimo: el arte de obrar bien dentro de esa comunidad.
Por eso Aristóteles decía que debía haber mucha ética en la política, y mucha política en la ética. Que no eran dos caminos distintos, sino vasos comunicantes por donde circula la savia de lo humano. Si la ética nos enseña a ser buenos individuos, la política nos enseña a ser buena sociedad. Cuando una falla, la otra enferma.
El filósofo también afirmaba que el hombre es más social que cualquier abeja. No por instinto, sino por palabra. Los animales se comunican el placer y el dolor; los humanos, en cambio, compartimos lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. De esa capacidad para deliberar juntos nació la familia, la comunidad y, finalmente, el Estado. Nuestra voz no solo sirve para pedir, sino para construir.
Esta reflexión —inspirada en la lectura del libro Aristóteles: De la potencia al acto, de Ruiz Trujillo— me lleva inevitablemente a mirar nuestra realidad.
En Sinaloa, donde la inseguridad ha intentado arrebatarnos la esperanza, está ocurriendo algo profundamente humano: los ciudadanos están participando más. Hay vecinos que se organizan, empresarios que se involucran, jóvenes que levantan la voz. Cada vez más personas entienden que esperar todo del gobierno es como querer que un árbol crezca sin raíces.
El Estado, por sí solo, ya no puede con todo. Pero eso no significa que estemos condenados al caos. Significa que llegó la hora de recordar lo que Aristóteles ya había reflexionado hace más de dos mil años: que la comunidad es la que da sentido al individuo, y no al revés. Que el bien de uno solo vale si contribuye al bien de todos.
Hoy Sinaloa necesita menos espectadores y más ciudadanos. Menos lamentos y más participación que construya. Ya sea paz, cultura, empleo, seguridad, salud. No se trata de entrar a la política partidista, sino de ejercer la política esencial: la del cuidado, la colaboración y la palabra. Desde la trinchera que elijamos —una escuela, una empresa, una colonia o una asociación— podemos ser parte del tejido que mantiene viva a la polis.
Si queremos que esta tierra florezca, no basta con desearlo: hay que poner manos, mente y corazón.
Al final, como diría Aristóteles, el hombre solo se hace verdaderamente humano cuando decide vivir —y actuar— junto a los demás.

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