En Sinaloa, la discriminación no solo existe: se tolera, se justifica y, en muchos casos, se normaliza.
Tenemos una Ley para Prevenir y Eliminar la Discriminación que debería garantizar la igualdad de trato y oportunidades para todas las personas. Sin embargo, esa ley ha permanecido inactiva, sin reglamentos, sin presupuesto, sin estrategias reales. Es una ley que nació para cambiar la realidad, pero fue abandonada en el papel.
Y mientras las instituciones callan, la exclusión sigue cobrándose vidas y esperanzas.
De acuerdo con la más reciente encuesta realizada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), la UNAM, el CONACYT y el INEGI, el 20.2% de las personas adultas en México declaró haber sido discriminada en el último año. Además, 23.3% señaló que en los últimos cinco años se le negó injustificadamente algún derecho.
Eso significa que uno de cada cuatro sinaloenses podría haber sido víctima de exclusión, indiferencia o desprecio institucional.
La encuesta identifica como principales grupos afectados a mujeres, adultos mayores, personas afrodescendientes, personas con discapacidad, quienes viven con VIH, personas con síndrome de Down, poblaciones indígenas y personas LGBTIQANB+.
Cada caso de discriminación tiene consecuencias profundas: impide acceder a servicios de salud y educación, limita la posibilidad de tener un empleo digno y perpetúa la desigualdad estructural.
Pero los datos duros no bastan para entender la magnitud del problema.
La discriminación en Sinaloa también se refleja en los discursos cotidianos, en las burlas, en los prejuicios, en la forma en que se nos enseña a señalar al diferente. Se manifiesta en las aulas, en los hospitales, en los centros de trabajo y en las instituciones que deberían protegernos.
Un estudio reciente publicado por la Gaceta UNAM advierte que el país está experimentando un preocupante retroceso: México se ha vuelto más discriminador. Los estigmas hacia las personas indígenas, LGBTIQANB+, con discapacidad o en situación de pobreza no solo persisten, sino que se han reforzado por la desinformación y el discurso de odio.
Y, de acuerdo con datos de la Federación Mexicana de Empresarios LGBT+ (FEMESS), una de cada tres personas LGBTIQA+ en México se suicida como consecuencia directa de la discriminación, la exclusión y el rechazo familiar.
Hablar de discriminación, entonces, no es hablar de estadísticas: es hablar de vidas truncadas, sueños rotos y derechos negados.
Por eso, urge que el nuevo gobierno estatal de Sinaloa asuma este tema como prioridad.
Con el cambio de administración y la reestructuración de las secretarías, la Secretaría de las Mujeres —ahora con nuevas atribuciones— y el propio Gobernador del Estado deben colocar en el centro de sus políticas públicas la igualdad sustantiva y la no discriminación, no como una consigna, sino como una práctica diaria de gobierno.
Se necesitan campañas de sensibilización, protocolos de atención, mecanismos de denuncia eficaces y políticas transversales que garanticen la inclusión.
No basta con discursos conmemorativos ni publicaciones en redes sociales: la igualdad debe sentirse en las calles, en las escuelas, en los hospitales, en los empleos y en la justicia.
La discriminación no es un problema de minorías: es un problema de país.
Cuando se discrimina a una persona, se hiere a toda la sociedad. Cuando un derecho se niega, la democracia se debilita.
Sinaloa tiene la oportunidad de convertirse en ejemplo nacional si decide dar pasos firmes hacia un Estado incluyente. La historia nos medirá no por las promesas, sino por los resultados.
La discriminación es nociva y perpetúa la desigualdad. Es hora de trabajar para erradicarla.
Sin igualdad no hay justicia, y sin justicia no hay paz.
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