¿Cómo entró?, ¿caminando despacito?, ¿asentando el saludo inclinando brevemente la cabeza? ¿Se sentó o fue directo al ataúd? ¿Cómo llegó, quién le avisó?, ¿se habría enterado como casi todos, por el Comunicado, o alguien le llamó directamente? Me habría gustado ver su rostro, el ritmo de sus pasos hacia él justo en ese momento donde confluyen las verdades verdaderas. ¿Los otros sabrán algo?, ¿tendrán alguna idea? No, no creo que a nadie le importen los detalles. Seguro no derramó ninguna lágrima mientras caminaba con sus pasitos quedos enfundados en sus zapatitos Channel. Seguro lloraba hacia adentro, ese su último llanto. Sabía que ya no habría ninguna llamada más, ningún aviso de que acababa de aterrizar en tal o cual país, que acababa de ver una figurita, un duende de cristal que tanto le gustaban, que recién había leído algo de Pascal, que al fin había visto una aurora boreal y que esa belleza tan sublime lo hizo llorar y pensar en ella. Aunque no como la vez que ambos soltaron el llanto de alegría frente al mar mediterráneo, esa vez que él le había vendado los ojos y se los descubrió cuando ya estaban a orilla de la playa, esa, la primera vez que lloraron juntos ante la imponente inmensidad.

No vi su semblante, no se movió nunca. La tuvieron que quitar cuando entraron los cargadores. Le tocaron el hombro; no respondió. Le dijeron algo al oído; no respondió. La tomaron entre dos y la movieron como a un maniquí. La dejaron a un lado, paradita, igual, con sus zapatitos bicolor, mirando a la nada. Caminé hacia ella, me detuve a su lado: ‹Maestra, ¿la llevo a su casa? Dígame algo›. ‹Hablaré cuando haga falta… déjeme aquí›.

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