Cuando se habla de la Santa Inquisición generalmente uno se remonta al pasado del continente europeo y se imagina a una serie de brujas siendo quemadas vivas en la hoguera rodeada de un fuego de altas llamas.

Sin embargo, esta vieja institución de la Iglesia Católica también tuvo representación en el México de la Colonia, en la Nueva España, aunque con mucho menos protagonismo que en el otro lado del mar.

La realidad es que durante el virreinato no funcionó de la misma manera, en parte por sus extensos territorios despoblados y pocas ciudades. Otro factor fue la gran diversidad de las lenguas habladas por los distintos grupos indígenas que dificultaba la comunicación con los europeos.

Se suma, además, la tardanza con la que llegaba la información por la dificultad de los caminos, por lo que su influencia no fue tan rigurosa como en Europa.

Pero lejos de lo que se podría pensar, llama la atención como una villa como la de Culiacán, una de las más alejadas por ese tiempo de la capital del virreinato, estuvo inmiscuida en pesquizas sobre actos de herejía que hizo poner en alerta a las autoridades eclesiásticas.

La tranquilidad de la Villa de Culiacán fue consternada en 1627, cuando sus habitantes fueron llamados a declarar por el tribunal de la Santa Inquisición, acusados de cometer prácticas de hechicería y brujería, es decir, la totalidad de su población.

Este pasaje de la historia de Sinaloa está debidamente documentado en el Archivo General de la Nación, fuente que fue expuesta por Marco Antonio Berrelleza en su libro “Culiacán, crónica de una ciudad: 1531-1877”.

Previamente el misionero jesuita, Hernando de Villafañe, radicado por ese tiempo en lo que hoy es el municipio de Guasave, fue notificado por el Santo Oficio que ejercería las funciones de representante de la Santa Inquisición en Culiacán, por lo que se trasladó a la villa para obedecer las indicaciones de sus superiores.

Ese año las autoridades de la villa se componían por españoles, Roque de Cervantes ejercía el cargo de alcalde, como capitán de Guerra se encontraba Pedro Ochoa de Garralaga, como teniente de Corregimiento, Agustín de Espinoza; Juan de Cárdenas, Justicia Real, Martín de Arreola, vicario, entre otros.

“El 25 de marzo de 1627, el pregonero Juan de San Diego recorrió las calles de la Villa de Culiacán convocando con voz fuerte a los habitantes, hombres y mujeres, de catorce años de edad en adelante, para que por orden del Santo Oficio acudieran a las ocho de la mañana del domingo 28 de ese mes a la parroquia lugareña, para someterse a un interrogatorio. El pregonero enfatizaba que aquél que no se presentara sería excomulgado”, se lee en las páginas de Berrelleza.

Después de la lectura del Evangelio, y con la presencia del cabildo y del alcalde Mayor de la villa, Roque de Cervantes; el Justicia Real, Juan de Cárdenas; el Comisario del Santo Oficio, el padre Hernando de Villafañe; el Notario de la Inquisición, el padre Lorenzo de Figueroa, se leyeron el edicto general y otros de carácter particular ante la expectación de los citados.

En los días siguientes denunciados y autodenunciados pasaron ante el comisario, el notario y dos testigos, a proporcionar la información que la Inquisición requería. El documento histórico del juicio, de acuerdo al autor, proporciona valiosa información sobre los habitantes de la villa y sus actividades.

“En suma, de los cien residentes de ambos sexos sesenta y cinco eran españoles, veintidós mulatos libres, un mulato esclavo, tres negros esclavos, dos negros libres, cuatro mestizos, dos indios, un portugués, siete arrieros, seis mercaderes, dos mineros, dos encomendaderos, dos hacendados o estancieros, doce curanderos o parteras, cuatro esclavos domésticos, dos curas vicarios, cinco autoridades, un pregonero y cincuenta que no consignaron ocupación, entre los que se encontraban veintisiete mujeres”, se lee.

Cabe precisar que las principales acusadas y acusados de violentar los dogmas de la doctrina de la Iglesia católica en Culiacán eran los curanderos y parteros, y el resto de la población en segundo término por requerir de sus servicios.

Marco Antonio Berrelleza informa que era común que los habitantes de la villa acudieran a ellos por la necesidad de diversos “remedios”: iban desde obtener la voluntad de las mujeres, ya sea para conseguir amante o esposa, también para olvidar alguna mujer en la que siempre se pensaba.

Otros más para obtener fortuna en los juegos de azar, prohibidos por la Iglesia en ese tiempo. Por el contrario, en el caso de las mujeres, algunas acudían a los curanderos para remediar males de amores, o bien, atraer a algún hombre que deseaban o amaban en secreto; otras más para saber quién las amaba.

“También buscar la forma de que el marido no despertara, cuando ella se levantara, por la noche, para entrevistarse con el amante; o por otro lado, bajar las ansias amorosas del marido por otras mujeres”, apunta el texto.

En el caso de las parteras, se les acusó de prácticas herejes a la hora de recibir los nacimientos de los bebés. Con el fin de que las madres arrojaran la placenta, las parteras quitaban de su cliente las reliquias sagradas que llevaban puestas en el cuello y en ocasiones, además de lo anterior, les daban de beber algunos brebajes que preparaban con diversos materiales.

“Los ‘remedios’ iban desde invocar al diablo en una cueva, dar de beber peyote, dar de comer polvo de cabeza de zopilote, tierra del panteón, dar de beber gusanos molidos con yerbas, ayunos por dos o tres días, tocar con ciertas yerbas los vestidos de las mujeres, tierra de la iglesia, la soga de un ahorcado, polvos de cabezas y corazones de cuervos, polvos y sesos de asno”, detalla el breve texto citado.

“A algunos se les apareció el diablo y les dio una paliza, otros fueron rodeados por demonios o bien se les aparecía una india que luego se esfumaba”, continúa el texto.
Posteriormente, al terminar el proceso inquisitorio de denuncias y toma de declaraciones, el jesuita Hernando de Villafañe envío las actas a la Ciudad de México para que las altas autoridades las analizaran y dictaminaran las penas correspondientes.

A los días Villafañe también regresó a su jurisdicción. Cinco meses después del proceso el fiscal Inquisidor Francisco Bazán de Albornoz envió una diligencia a la Villa de Culiacán, informando que los acusados fueron absueltos “por no encontrar en ellas cosa de consideración”.

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Aquí cabría cuestionarnos la laxitud del veredicto de la Santa Inquisición del Reino de la Nueva España, tomando en cuenta que en ese tiempo era la religión Católica la que regía el comportamiento de la sociedad, con una profunda influencia política en la toma de decisiones públicas.

Una pista nos la da la obra y legado del mismo misionero jesuita Hernando de Villafañe, quien se desempeñó casi a lo largo de su vida en el territorio sinaloense. Su fama fue la de un religioso con gran influencia entre las comunidades indígenas y autoridades españolas en Sinaloa, además de haber obtenido gran prestigio incluso en el Vaticano por haber logrado prácticamente la evangelización de este vasto territorio, adhiriendo más fieles a la Iglesia católica.

Pudo haber sido él, quizás, quien intercedió de alguna manera ante el los jueces del Santo Oficio, minimizando tal vez las acusaciones de herejía contra los habitantes de la Villa de Culiacán.