Por: Bryan Rivera
“Hemos estado caminando entre cadáveres y no
nos hemos dado cuenta que también estamos muertos”.
Macbeth (versión adaptada por la Compañía de Teatro Penitenciario de CDMX)
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El Rey Duncan se desangra sobre una amplia alfombra roja frente a su trono. Macbeth y Lady Macbeth acaban de asesinarlo para asumir una corona que ocuparán poco tiempo. Los goces derivados de la traición no suelen ser duraderos.
Los asesinos deliberan sobre lo que acaba de acontecer, rodeados de poco más de 20 asistentes que observan en la penumbra, sentados en butacas dispuestas en forma de un pentágono irregular, luego de haber pasado más de una hora en los rígidos filtros de seguridad que permiten la entrada a ese pequeño auditorio dentro del Reclusorio de Santa Martha Acatitla, en la Ciudad de México.
Antes de iniciar formalmente la obra, César David García Martínez –el Rey Duncan–, procesado por secuestro, ofrece un repertorio musical, acompañado por tres músicos que desde hace meses apoyan a la Compañía de Teatro Penitenciario de CDMX. Canta “Bésame mucho”, en una especie de versión cómica que habrá de aligerar la tensión de los espectadores que están ahí, entre docenas de presos.
Macbeth, la obra original de William Shakespeare, tiene un repertorio de al menos 32 personajes. Existen más, dependiendo de la adaptación. En Santa Martha participan 13 personas, entre ellos los propios presos -con el rigor de todo profesionista de amplia trayectoria-, una actriz, músicos y un técnico.
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Itari Marta Mena no creyó en el alcance que tendría la Compañía de Teatro Penitenciario, cuando comenzó a trabajar con las personas privadas de su libertad en 2009. Una noche, la actriz recibió una llamada desde Santa Martha. Era Sara Aldrete, conocida como la “narcosatánica”, quien en ese momento dirigía una compañía teatral dentro de la parte femenil de Santa Martha.
En ese entonces, Itari conducía un programa en el Canal 40, donde hablaba sobre compañías de teatro independiente. Desde la cárcel, Sara veía la transmisión con el celo de ser entrevistada.
Tras conocerse y concretar la entrevista, Itari ayuda a Sara a montar una versión de Cats dentro de la prisión, pero con acceso al público. “Fue mi camino para conocer tanto lo que sucede en las cárceles, como el teatro penitenciario”.
De alguna forma, los de la cárcel de hombres de Santa Martha –zona dividida de la femenil por un enorme muro- se enteraron de su trabajo. “Entonces me invitaron a que yo les diera un taller. Como que dijeron: ‘pues ésta ya conoció la cárcel, entonces que venga a darnos un taller’”, dice Itari, durante entrevista en el Centro Cultural Autogestivo “El 77”, en Ciudad de México, con un desenvuelto tono que no deja de ser formal.
Entonces la actriz preparó un taller de cuatro sesiones sobre iniciación actoral, con ejercicios para soltar el cuerpo, y aprender a usar las emociones en la interpretación. Algunos de los presos que participaron ya tenían un acercamiento al teatro, pero de manera improvisada, en pastorelas y eventos como el 15 de septiembre o el Día de las Madres.
“Lo que sí me di cuenta es que hay un enorme potencial humano dentro de las cárceles, y hay historias muy complejas, y sobre todo, creo que lo que hace la cárcel es hablarnos del reflejo de la sociedad, de los que vivimos, que supuestamente estamos libres. Entonces, eso fue sobre todo lo que a mí me interesó, y por supuesto hacer algo por mi comunidad. Yo creo que como artistas, esa es nuestra función en una sociedad: integrarla, subsanar la brecha social, la desigualdad, el abismo cultural. En este país hay un abismo cultural muy grande, y eso es lo que provoca entre otras cosas el resentimiento, por lo tanto, la violencia”.
Pero la experiencia no terminó en cuatro sesiones y el taller se alargó nueve meses. Al final, los alumnos preguntaron cómo aplicarían esos conocimientos. La respuesta más obvia fue montar una primera obra. Hicieron Cabaret Pánico, una pieza de 11 actos psicomágicos, una versión del Cabaret Trágico de Alejandro Jodorovsky, a cuya presentación les permitieron invitar a espectadores externos.
Con la interacción y el efecto causado en el público, Itari entendió que “esto es lo que hay que hacer”. Así inició su duro proceso para migrar de un taller a una compañía de teatro estable.
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En junio del 2009, Ismael Corona asesinó a un sujeto en Tláhuac, una de las alcaldías con mayor rezago social e inseguridad de la Ciudad de México. Tenía 17 años y, como menor de edad, fue recluido en el ahora llamado Centro Especializado para Adolescentes de San Fernando, antes Tutelar de Menores. Un año después, lo trasladaron a la Comunidad Especializada para Adolescentes “Dr. Alfonso Quiroz Cuarón”, y después a Santa Martha.
Tras cumplir su condena y vivir en libertad, Ismael volvió a encontrarse con las paredes de Santa Martha, pero ya no como reo, sino para interpretar a Ricardo III, uno de los personajes más emblemáticos de Shakespeare. Fue la segunda obra que se montó en el penal. Era 2013. En los siguientes años, Ismael ayudó a gestionar presentaciones en las prisiones de Chihuahua, Colima, San Luis Potosí y Querétaro.
En este 2024, Ismael Corona cumplirá 11 años como miembro de la Compañía de Teatro Penitenciario. Su hiperactividad, reflejada en sus aceleradas palabras, le ha servido para forjar una disciplina teatral. Le gustan todo tipo de personajes, porque cada uno es complejo, hasta el más “sencillo”, pero siente inclinación hacia aquellos catalogados como locos, pues eso le permite jugar con los confundibles límites entre lo real y lo ficticio.
Sin embargo, asegura que su personaje favorito es él mismo. “Mi persona, con decir quién soy”. En La Espera –una de las tres obras originales de la compañía- hace teatro testimonial sobre su experiencia en prisión. A sus 32 años, a través de ella recorre varias etapas de su niñez, su adolescencia y su vida adulta.
“Agarro al niño (en escena) que es Ismael, lo abrazo, me siento confortable. O volteo a ver al niño de 17 años, todo desmadroso.” En La Espera ha podido sanar el rencor, la venganza, alegrarse de acontecimientos que antes tenían una carga conflictiva, reconciliarse con ellos para poder interpretarlos.
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Entrar a Santa Martha es una proeza que forma parte de la misma experiencia. Las y los asistentes somos citados en “El 77”, un centro cultural artístico de la colonia Cuauhtémoc, que hace las veces de foro de resistencia social y artística.
Javier Cruz pasó 20 años en prisión por vender autos robados, pero ahora, como miembro de la primera generación de teatro penitenciario y coproductor de Macbeth, es el encargado de trasladarnos a Santa Martha. Con su apariencia de eterna rebeldía -pantalones rotos, diminuto arete en la oreja- verifica que acatemos los requisitos que la compañía exige rigurosamente: no llevar ropa negra, blanca, azul, beige, ni tampoco botas ni zapatillas.
Eso hace de nosotros, las y los asistentes, un collage de prendas y colores sin armonía, un escándalo para los estándares y mínimos criterios de lo que podemos percibir como moda o buen gusto. Pantalones de color rosa, combinados con una playera amarilla, u otro conjunto de abominaciones impensadas.
El personal de la compañía recoge mochilas, carteras, llaves y, sobre todo, celulares. Nos ajustamos a una disciplina donde estaremos incomunicados por más de cinco horas. Javier nos guía hacia un camión blanco, facilitado por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM): una casa de estudios comprometida con la reinserción social, pues incluso imparte licenciaturas a personas privadas de su libertad.
Más de hora y media de tráfico después, con un calor insoportable que pega el cuerpo a los asientos, Javier nos forma en fila frente a la entrada de Santa Martha. A diferencia de los habituales visitantes, entramos por el estacionamiento, donde los custodios registran nuestros datos, cambian la credencial de elector por una ficha, nos obligan a mirar hacia la cámara de vigilancia y nos toman fotografías para corroborar que seremos los mismos al salir.
Finalmente, como una bienvenida silenciosa, los custodios abren un enorme zaguán y caminamos por los pasillos hasta el auditorio.
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Itari califica como brutal la experiencia de pararse frente a los internos. En 2009, su primer taller no resultó como esperaba: se recuerda a sí misma frente a 25 hombres, “con unos huevazos de este tamaño”. Plenamente la identificaban, pues entonces interpretaba a Milagros Bazterrica en Amor y Custodia, una novela televisiva muy popular.
La televisión es una de las pocas alternativas de distracción que tienen los presos.“No creas que son bien malos, eh. En los reclusorios veían Betty la Fea, Los Tres Reyes y así. Toda la banda la conocía (a Amor y Custodia)”.
Dentro del salón nadie le hacía caso. “Me estaban viendo las nalgas, a pesar de que yo iba con un pantalón y playera aguada”. Entre sonrisas lascivas y machistas, le decían: “¿Qué onda, güera?, tratando, si no de ligarme, sí de establecer su hombría frente a mí, y por supuesto pendejeándome. Me cagué, claro que sí me cagué, pero también me sobrepuse”.
“En la primera sesión -recuerda Itari-, llegaron evidentemente todos drogados, bueno, si no todos, la mayoría, pero con diferentes drogas. Se veía que unos venían cocos, otros pachecos, otros no sé qué, otros así -hace ademanes con los brazos, signo de su constitución interpretativa-. Y eso espanta mucho. Pero, honestamente, no me causó esa sensación”.
Itari asegura que lo hicieron con la intención de intimidarla, esperando que no regresara. Pero ahí estaba en la siguiente sesión, puntual. “Como todo mundo los abandona”, se sorprendieron al verla.
En esa segunda clase, vuelven a llegar drogados e Itari da un viraje pedagógico, les propone correr durante media hora, ella incluida. “Todos así de: ‘a huevo -y dramatiza a un hombre rudo que flexiona los brazos-, media hora corriendo, a huevo.”
En el patio, uno a uno fueron cayendo, impedidos por su grado de intoxicación. De regreso al salón, cansados, ella restriega su triunfo. Les ganó una mujer. “¿Qué pasó, chavos?”. Tomaron asiento sin ninguna energía contenida. La clase inició. Empezaron a respetarla.
Sin embargo, constituidos ya como una compañía teatral, ha habido algunas clases que se le salen de las manos, por las ineludibles diferencias entre los internos.
En una ocasión, dos presos que pertenecían a bandos opuestos discutieron en pleno taller. “Ya valió verga”, dijo uno de ellos, cuando él y su rival se quitaron las playeras y empezaron a golpearse férreamente. No es una pelea que pueda verse en cualquier calle.
“Ver a mis amigos de la secundaria madrearse no era nada. Eso sí era una pelea (la de los internos). Además, son personas que han cruzado un límite”.
Los dos presos se golpearon con un tripié en un violento despliegue difícil de visualizar, si no se está presenciando. Los demás también se metieron. Itari simplemente los dejó pelear. Ni siquiera llamó a los custodios, como cualquier otro tallerista. Eventualmente, por sí solos se tranquilizaron.
En otra ocasión despidió a un interno de la compañía. Los separaba un escritorio donde había un par de vasos de café. Cuando le dio la noticia, el preso cargó furiosamente el mueble y lo azotó contra el suelo. Itari se quedó sentada, sin moverse, solamente observando, hasta que el interno se alejó, cargando su resentimiento.
Durante los meses siguientes, siguió a la actriz y a su asistente de forma obsesiva dentro del penal. Cuando Itari estaba cerca, se llevaba la mano a la espalda para fingir que portaba un arma. Cansada de los amagues, lo increpó, exponiendo que lo sacó de la compañía porque están en un periodo donde no pueden montar ninguna obra; con eso puso fin al acoso.
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Javier Cruz es una de las personas que más ha durado en la Compañía de Teatro Penitenciario de CDMX. Estuvo en esa primera clase de Itari, a la que de hecho entró “bien pacheco”. “Simplemente me gustó y me quedé”, aunque no tenía idea de lo que es la actuación, solo había representado a un pastor en una pastorela.
Él es una persona pragmática que resuelve los conflictos sin tantos miramientos. Es como una roca ante las circunstancias de la vida. Creció en Bosques de Echegaray, una colonia de Naucalpan, en el Estado de México, donde comenzó a vender coches robados en 1993.
Javier dice que él no robaba los vehículos. Lo suyo era venderlos. Compraba los carros en 3 mil pesos y los vendía en 7 mil u 8 mil en Oaxaca, dependiendo del modelo. A sus 19 años trabajaba en el entonces Home Mart, de nueve de la mañana a once de la noche, con tal de que le permitieran tener los fines de semana libres, para viajar a Oaxaca a entregar los autos a una persona que los remarcaba y revendía.
Es un negocio donde casi todo estaba calculado. Sabía que los autos robados se reflejaban hasta el mes siguiente en los reportes de recuperación de vehículos, lo que le daba un mes completo para trasladarlos, modificarlos y venderlos. “Y la lista de los reportes de carros robados de abril, te la daban en mayo. O sea, que, si me robaba un carro hoy, el reporte, en el libro, no salía hasta mayo. Sin pedos.”
En sólo dos años y medio, creó su propia agencia de carros seminuevos, todos robados, y tres tiendas de accesorios. Seguía viajando cotidianamente con sus empleados a Oaxaca, cada uno manejando una unidad, y regresaban en avión.
Una noche de 1996, detienen a uno de ellos en la carretera. Javier intentó solucionarlo con un soborno. Tenía un guión previamente estudiado para esas emergencias. Con una destreza que años después reconocerá en el teatro, dijo al comandante que él y sus compañeros eran choferes que iban a Huatulco para trasladar a unas personas que los contrataron. Incluso inventó detalles de una casa enorme donde los esperaban.
Los agentes inspeccionan los vehículos. No les encuentran nada sospechoso. El comandante está a punto de comprar la historia, cuando uno de sus trabajadores –quien ya está dentro de una patrulla-, confiesa con terror que los autos son robados.
Deviene un peregrinaje de largos años en los penales de Barrientos, el Reclusorio Oriente y Santa Martha, donde tuvo su acercamiento formal con la actuación.
Para montar Cabaret Pánico -la primera puesta en escena de la compañía-, Javier dejó de fumar crack. Quería verse bien en el traje de frac que usaría para la obra. Conforme aumentaba su apego al teatro, disminuía su consumo de drogas.
Al día siguiente de obtener su libertad, en 2011, fue a ver a Itari al Foro Shakespeare, quien le ofreció trabajo.
Javier asegura que es muy tímido, pero en el teatro pierde eso y, en cambio, gana una liberación que le ayudaba a hacerle frente a las paredes de Santa Martha. Actuando, “me siento más libre de lo que soy acá afuera”.
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Tras salir de prisión, un familiar ayuda a Ismael a conseguir un empleo como programador de datos empresariales, debido a lo que había aprendido en el Centro Especializado para Adolescentes de San Fernando. Pero no le gustó. “Es una cárcel de oro”. No pudo con la vida rutinaria, los horarios, estar dentro de un estrecho sistema laboral. “Cada quien escoge su celda y el nombre que quiere ponerle”.
Itari asegura que el teatro, dentro de Santa Martha, sirve para que los presos decidan si cambian algo de su vida. Es un detonador, una “herramienta muy poderosa de autoconocimiento”, porque los actores aprenden a conectar con sus sentimientos para transmitir lo que vive y piensa un personaje. El reto de la compañía es regresarles la capacidad de sentir empatía.
“Alguien que está en una cárcel (siendo culpable) ya se le olvidó sentir. Ya no sabe cómo es. Porque para llegar a una cárcel primero debes estar en un contexto en donde tienes que ser fuerte, donde tienes que ser cruel, donde tu trabajo es probablemente golpear o lastimar a una mujer, golpear a otra persona, secuestrarla, asaltarla. Cualquier cosa de este tipo se convierte en un trabajo, y se le olvida al cuerpo sentir.”
Recordarles la empatía implica que vuelvan a aprender a comunicarse, lo cual, a su vez, “les demuestra otras posibilidades del mundo”, ajenas a lo que aprendieron en sus entornos.
“Si el teatro los ha cambiado, si el teatro les ha modificado, si el teatro ha dejado que delincan… yo creo que sí. Les ha abierto puertas para relacionarse mejor con sus familias, para relacionarse mejor con otros seres humanos, tener mejores relaciones dentro de Santa Martha, que mejoren sus comportamientos, que les haga cuestionarse la forma en que se relacionan con sus parejas”.
Ismael y Javier coinciden en que el teatro no les cambió la vida. Fueron ellos quienes decidieron hacerlo, tomando el arte como método.
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Esta nota fue publicada originalmente en LADO B, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes ver la publicación original.
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