Rosa Velia Salazar Garay vive en Yameto desde hace 46 años. Llegó en plan de trabajo y ahí se quedó. Hace manualidades para ayudar en el sustento económico de la familia. Su creatividad es reconocida en su comunidad y en las comunidades aledañas. Las conchas son sus mejores aliadas para hacer lo que le gusta.
Tras sufrir violencia familiar, decidió separarse y sacó a sus 7 hijas e hijos adelante. Entre la naturaleza, encontró una oportunidad buscando las conchas más hermosas que estuvieran a su paso y después convertirlas en hermosas creaciones, sabe que pocas personas saben valorar el esfuerzo que implica hacer las artesanías, pero eso ya no la desanima.
Al inicio intentó hacer bisutería, pero no era suficiente y se enseñó a pescar, le empezó a vivir mejor, pero con carencias; le prestaron una casa de lámina rota a la que le entraba el agua y por las noches sin un abanico les picaban los moscos. La pesca le dio para ir mejorando el espacio y sus hijas e hijos empezaron también a pescar tiburón para ayudarla.
Un día una promotora cultural del DIF, Chayito, la invitó a que se capacitara para hacer artesanías, no lo dudó y agarrándose de la riqueza que hay a su alrededor, asistió a la capacitación. Después empezó a ser un apoyo a las maestras que daban capacitaciones y se daban cuenta de su voluntad de aprender y participar.
Un día después de un taller le reconocieron su empeño y la invitaron a trabajar como tallerista, su trabajo era reconocido entre aplausos por su capacidad de compartir conocimiento, esa fue su iniciación en las artesanías. Fueron varias las comunidades que recorrió compartiendo su talento y lo que iba ganando le servía para ella y su familia.
Se considera una mujer humilde, pero sabe que el resto de la comunidad la considera a ella una gran maestra. Con más de 50 diplomas acumulados, sigue luchando con gusto por lo suyo. Ese fue un paso para escapar de la violencia familiar y su ex esposo que también vive en Yameto, ha visto su progreso y cómo lo comparte con sus hijas e hijos.
Su trabajo ha sido expuesto en otros lugares y a Baja California fue a compartir su experiencia. En su infancia vivió en una cueva en el cerro con su familia y se bañaba en el río, por lo que ha sabido apreciar los avances; sin embargo no cambiaría como vivió por “la vida recia” que hay ahora”, de pequeña no le tocó comer comida chatarra y ahora no piensa hacerlo.
Su papá y mamá eran de un ranchito llamado Villa Unión, en Durango, cuidaban unas cabezas de ganado y su paga era leche, se recuerda en un burro cuidando las vacas. También cuidaba frijoles. Sabe que en su familia hicieron lo que pudieron para sacar adelante a ella y sus 13 hermanas y hermanos, enseñando valores, pero con carencias afectivas y materiales.
Trabajó como cuidadora de una adulta mayor en la ciudad de Durango, con eso logró comprar libros y pagarse los pasajes a la escuela. Su desayuno era un pedazo de tortilla y un vaso de leche; su comida un camote tatemado y leche; en la noche una calabaza con leche. En temporada de elotes, le tocaba comerlos.
En la secundaria empezó a llevar una carrera comercial, no le gustó la contabilidad porque necesitaba el idioma inglés. Al huir de ese estudio, se vino a Sinaloa. En Dautillos le recomendaron que fuera a Yameto, porque necesitaban a alguien en la primaria, por lo que le presentaron un maestro que la llevó a Conafe. Ya tenía cuatro hijas e hijos, pero los dejó en otra comunidad en donde los cuidaban.
Le juntaron como 20 niñas y niños y empezó a trabajar. Le pagaban poco, pero la apoyaron con hospedaje, ella estaba en plan de trabajo, aunque solo le duró 2 años. Después le dieron la oportunidad con adultos mayores, también por 2 años. De maestra comunitaria, brincó a la pesca. Conoció a su nueva pareja y se iban a mar alto a trabajar.
Rosa sacaba tiburones hasta cuando estaba embarazada, en el primer día sacó 7 tiburones. Se enseñó a pescar botete, camarón y jaiba. Remendó las tarrayas que se rompían. Ya de grande y separada de su pareja, sus hijos la empezaron a acompañar al mar; a la fecha, sus hijos también pescan.
Cuando llegó a Yameto era un paraje sin casas de materiales sólidos, no había agua, luz ni caminos que conectaran. Las casas las hacían de zacate, tejían el mangle y las hacían paredes. Había canoas y no pangas.
“No se sufría”, dice de los buenos tiempos de la comunidad, cuando creció la población y se podía vivir del mar. Los programas empezaron a apoyar con lanchas, motores y la vida fue mejorando, las casas se hacían de madera, porque había más recurso económico y les llegó una planta de luz. “Luego fue un ranchito, no un paraje”.
Para hacer las obras de su comunidad, Rosa fue pionera en la lucha, todo inició con 40 pies de casa, luego el dispensario médico, iglesia, comedor comunitario y todo por lo que trabajó arduamente. Se le unieron sus hijas, fue cuando lograron la pavimentación y la toma del agua, antes se bañaban con agua de los canales.
Se siente realizada y sigue trabajando por cumplir sus sueños, desea que haya un espacio en el que personas adultas mayores y niñas y niños en situación de calle puedan vivir. La drogadicción y deserción escolar, es algo que lamenta ver y le preocupa. Quisiera también que se mejore el camino a la comunidad.
Hasta la fecha va a trabajar en ocasiones en la almeja y el ostión. Con orgullo se dice artesana, como Jesucristo que trabajaba la madera con sus manos. La mayor satisfacción es compartir su conocimiento para hacer figuras con conchas. Enseñar y participar, su parte favorita de vivir una vida que le costó conseguir y ahora agradece.
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Este es un trabajo de Memoria y Verdad: Historias desde la pesca, que rescata historias de resiliencia en comunidades costeras de Sinaloa, destacando ejemplos de vida digna frente al crimen y la marginalidad.
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