El domingo 9 de febrero Sinaloa acumuló cinco largos meses sometido a la violencia de alto impacto que deriva de la confrontación entre dos grupos que durante años operaron de manera compacta en el Cártel de Sinaloa, subordinados a los jefes de esta organización criminal que fueron Ismael Zambada García y Joaquín Guzmán Loera.

Al estar sus padres a disposición de la justicia de Estados Unidos, ahora los hijos de “El Mayo” y “El Chapo” pelean entre ellos por el control de los territorios y mercados de las drogas mediante ejércitos de sicarios y métodos que esparcen terror, sin acudir a reglas anteriores del CS que imponían el respeto a la vida de inocentes que hoy caen por el plomo cruzado, como víctimas colaterales.

El balance de más de 150 días de narcoguerra resulta terrible y sin procedentes:

835 homicidios, la desaparición de 952 personas y el despojo de 2 mil 942 vehículos, con datos del 9 de septiembre de 2024 al 9 de febrero de 2025, resaltan entre otros hechos que han dejado en la población pacífica la sensación de desprotección y ausencia de gobierno.

 

Aparte de las consecuencias propias de la pugna entre narcos, el gobierno en los ámbitos federal, estatal y municipal ha sido rebasado y sometido, los apetitos políticos lucran con la anarquía como aves de rapiña entre los muertos y en lo que nos corresponde a la sociedad postergamos el ejercicio revisor que determine qué hicimos mal al tolerar y convivir con el monstruo que hoy nos aterroriza.

Cinco meses de la barbarie parecen ser suficientes para salir del pasmo y la inmovilidad, e iniciar la tarea de construcción de paz positiva que siempre prometemos hacer mientras la violencia nos aturde, pero la dejamos para después cuando las narcoguerras cesan o nos acostumbramos a ellas.

En esta nueva encrucijada de civilidad y legalidad empujada desde la sociedad o anarquía y miedo instalada por el crimen, ¿vamos a lograr al menos colocar la primera piedra de la obra pacificadora y dignificadora de Sinaloa?

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