—A mí papá se lo llevaron unos señores.
—¿Y tú viste que se lo llevaron?
—Sí. A mí papá lo mataron.
Emilia (nombre ficticio) tenía claro lo que había visto. Tenía claro también lo que vendría después: tres días más tarde, el cuerpo de su padre fue localizado debajo de un puente. Como su caso, hay al menos 1,719 personas asesinadas desde que comenzó la guerra entre facciones del Cártel de Sinaloa. En esa cifra, casi siempre se pierden las consecuencias: los hijos que quedan solos, rotos, expuestos a repetir la misma historia.
Aunque las cifras oficiales registran 1 mil 719 homicidios dolosos en Sinaloa desde el inicio de la narcoguerra, el número real de personas afectadas por estas muertes violentas se multiplica cuando se considera el impacto emocional que dejan.
De acuerdo con un estudio publicado en el American Journal of Preventive Medicine (2005), cada asesinato afecta directamente a entre 7 y 10 personas cercanas al fallecido, como familiares inmediatos, amistades íntimas o parejas. Esta misma estimación es respaldada por Zinzow et al. (2009), quienes subrayan el riesgo de duelo traumático y estrés postraumático en quienes sobreviven al homicidio de un ser querido.
Aplicando esa proporción al contexto sinaloense, se calcula que al menos entre 12 mil 033 y 17 mil 190 personas han sido emocionalmente afectadas por los asesinatos cometidos durante esta guerra no declarada.
Como Emilia, miles de niñas y niños han quedado huérfanos o marcados por la violencia extrema. Muchos no entienden del todo qué pasó. Solo saben que la muerte llegó de golpe, que ya no volverán a ver a su mamá o a su papá, y que la vida se convirtió en una ausencia que duele todos los días.
Emilio Urrecha López, director de Comunidad de Sinaí IAP, una institución privada que atiende a personas con adicciones, ha detectado una señal de alerta.
“Nos hemos dado cuenta, cuando visitamos colonias y escuelas con el tema de las drogas, que hay muchos niños resentidos que buscan venganza contra quienes se llevaron a sus padres. Eso es peligroso, porque si ese niño crece sin ser atendido, puede volverse un problema para los demás y para sí mismo”.
—Yo de grande quiero ser militar.
—¿Por qué quieres ser militar?
—Para poder vengar a mi papá.
Jorge, nombre ficticio para proteger su identidad, también perdió a su padre en un ataque directo dentro de una jugada. El duelo no ha pasado. La rabia tampoco.
“Los niños son una esponja. Entienden muchas cosas, sufren mucho y les duele. Aunque creemos que no lo entienden, ellos todo lo ven y escuchan. Se generó un daño y se tiene que trabajar. No debemos subestimarlos”, advierte Urrecha. “El problema no es la guerra, son las secuelas”.
Una guerra sin aulas ni infancia
Y mientras muchos niños lidian con la ausencia o el deseo de venganza, otros ni siquiera alcanzaron a terminar el ciclo escolar.
El 25 de julio de 2024 marcó un punto de no retorno para Sinaloa. Ese día fue capturado Ismael “El Mayo” Zambada y asesinado el político Héctor Melesio Cuén Ojeda. Desde entonces, el estado entró en una narcoguerra interna que transformó el espacio público y la vida cotidiana.
Las niñas y niños no fueron la excepción. Terminaron un ciclo escolar atravesado por balaceras, amenazas y desplazamiento forzado. En muchos casos, la violencia sustituyó las aulas, los juegos y los rituales escolares.
Al menos 80 escuelas de nivel básico concluyeron el ciclo 2024-2025 con clases a distancia. Y lo más grave: al menos 50 menores no lograron terminar el ciclo. Fueron asesinados.
El 28 de abril, tras las vacaciones de Semana Santa, cuatro escuelas en la colonia Emiliano Zapata de Culiacán extendieron su suspensión de clases. A las afueras de una preparatoria había un coche con explosivos, lo suficientemente potentes para volar 500 metros a la redonda.
El miedo ganó: ni presencialidad ni protección
Desde septiembre de 2024, cuando inició el conflicto armado, decenas de sociedades de madres y padres decidieron no enviar a sus hijas e hijos a las aulas. Lo hicieron a pesar de que la Secretaría de Educación Pública y Cultura (SEPyC) insistía en que “había condiciones suficientes para que los niños estuvieran en las aulas”.
Pero la realidad los rebasó: cuerpos desmembrados cerca de escuelas, balaceras a mediodía, persecuciones en barrios populares, y asesinatos de menores que solo estaban en el lugar y momento equivocado.
El operativo estatal consistió en colocar patrullas y policías encapuchados con armas largas afuera de las escuelas.
De fiestas infantiles a homenajes póstumos
Durante este ciclo escolar, las plazas cívicas cambiaron los festivales por homenajes. Los niños y niñas asesinadas tienen nombre:
- Gael y Alexander, atacados el 19 de enero mientras paseaban con su padre en el fraccionamiento Los Ángeles.
- Danna Sofía, de 12 años, asesinada el 24 de marzo rumbo a su escuela en la colonia La Campiña.
- Leidy y Alexa, de 9 y 11 años, tiroteadas por el Ejército mientras viajaban desde La Lapara, Badiraguato, a clases en Culiacán.
“Me hace pensar que a mí también me pudo haber pasado, porque yo salgo a la misma hora que ella”, dice Laura (nombre ficticio), compañera de Danna Sofía.
El duelo colectivo en Sinaloa se escribe en voz baja, en cartulinas escolares que hoy piden justicia. La niñez está creciendo entre la incertidumbre, el dolor y la rabia. Mientras tanto, las autoridades insisten en que hay condiciones para continuar como si nada.
“Ya no podemos salir a ningún lado. No podemos hacer nada. Ni siquiera estar en casa. Nos puede pasar algo y el gobierno ni siquiera hace nada”, dice Eduardo, amigo de Gael y Alexander, en una manifestación que hicieron para exigir justicia el pasado 23 de enero.
Lo que dejó esta guerra no se cuenta solo en cifras. Se cuenta en vidas detenidas, en infancias robadas, en salones vacíos, en niñas que ya no están. Y en otras que, como Emilia, aún recuerdan con precisión el momento en que la muerte llegó.
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