Por Áxel Chávez / Lado B
Todo se ensombreció. Caía la noche y el dolor en los músculos rotos ya era insoportable. Vicente gritaba, implorando piedad, mientras el hombre con pasamontañas negro iba y volvía los puños sobre su cuerpo ensangrentado, rojo también por la hinchazón. Los golpes le reventaron algo adentro, y los hematomas eran parecidos a las grietas: surcos profundos abriendo la piel.
Para ese momento, ya los habían herido con una saña desconocida, dejando marcas filosas en rostro, cuello, y espalda, como si se tratara de un mensaje que sólo los agresores podían descifrar. El altar del diablo lo tenían casi enfrente, testigo inerte de la tortura. El del Angelito Negro estaba ahí, cerca también el de Malverde.
Todo era sombrío. No sólo por los pómulos abultados y la sangre sobre los ojos que les hacía difícil ver, sino por la penumbra del lugar. Paulino escuchaba a su compañero gritar, mientras él mismo sufría las heridas bajo los músculos doloridos, aferrándose a no desfallecer. La sangre era tal en el cuerpo de Vicente, que los torturadores lo tuvieron que cambiar dos veces; a él también lo habían dejado sólo cubierto con su ropa interior.
Eran al menos seis los que los golpeaban y cada imagen era capturada por un celular. Después por dos; como un voyerismo del dolor. A Vicente casi se le apagaban los ojos y Paulino miró esa agonía, mientras trataba de sobrevivir a la suya, con un camino de moretones andado por todo el cuerpo.
El 5 de julio de 2025, al notificar una medida de protección en favor de una joven víctima de violencia en la colonia La Loma, de Pachuca, Hidalgo, los agentes de Investigación Paulino Castañeda Aguilar, de 53 años, y Vicente Monroy Ballesteros, de 63 –dos veteranos cerca del retiro, adscritos al Centro de Justicia para Mujeres–, fueron secuestrados y torturados con una saña que les dejó heridas mortales. Iban a la capilla de la secta el Angelito Negro 666: una casa de dos niveles, de color ladrillo, con un zaguán de herrería negro, de hoja corrediza, donde fueron encontrados al día siguiente, en estado crítico.
Aún con signos vitales débiles fueron trasladados a nosocomios, pero no sobrevivieron. Entre las 3:30 de la tarde del 5 de julio, cuando fueron privados de su libertad, y las 6:23 de la mañana del día siguiente, cuando se implementó el operativo de rescate, pasaron 15 horas de tortura intermitente, sólo pausada cuando los agresores se permitían descansar, entre risas y tragos en lo más oscuro del dolor infligido a dos agentes a quienes desde el primer minuto desarmaron; fueron 15 horas en espera de un rescate; 15 horas de daño progresivo, mientras reverdecía la violencia; 15 horas secuestrados en la morada del diablo.
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A Paulino lo identificó su esposa, después de ver sobre una plancha en el Servicio Médico Forense (Semefo) el cuerpo con los signos visibles de lo que había sufrido. El agente se había graduado como licenciado en Derecho este 2025.
En la entrevista para identificar el cadáver, la esposa de Paulino dio algunas respuestas que permiten comprender las condiciones en las que ejercía su trabajo el agente con 25 años de servicio: no tenía hora de salida y sus jornadas eran prolongadas.
Pero también contó que antes de ser enviado a una asignación de la que no volvería, Paulino le pidió que le llevara algo de comer al Centro de Justicia para Mujeres, y una porción más para otra persona con la que compartiría.
Ante el agente del ministerio público Luis Enrique Vargas, adscrito a la Unidad Especializada en Investigación de Homicidio Doloso y Narcomenudeo, abrió un recuerdo que devela la precarización laboral: “Nunca podían salir de su trabajo a comer, por esa razón yo le llevaba en ocasiones de comer o le ponía almuerzo. Desde que llegó al Centro de Justicia para Mujeres me decía que nunca lo dejaban salir a comer, incluso sábados y domingos no era libre, no descansaba… por lo regular siempre trabajaba hasta el domingo también. Ese día sábado 5 de julio, como a las 12:30 de la tarde, le llevé de comer tal como lo pidió, ya que no había descansado desde el viernes. Ese sábado le compré cuatro quesadillas y dos refrescos…”.
Eran para él y la persona con la que compartiría. Paulino le dijo que estaba muy cansado, que tenía mucho trabajo, y ella, como para aliviarlo, le contó que ya había conseguido un albañil para que les arreglara un detalle que tenían en su casa.
Se despidieron sin la sensación de que algo podía pasar, sólo con la certeza del trabajo extenuante y la idea de encontrarse al anochecer.
El domingo, ya como a las cinco y media de la mañana, su esposa se dio cuenta de que Paulino no había llegado, porque la luz del pasillo de entrada estaba prendida y él, siempre que entraba sigilosamente para no despertarla, la apagaba; al amanecer, lo encontraba a su lado.
No supo más, hasta que cerca de las ocho y media de la mañana un sobrino que antes había trabajado en la Policía Ministerial le llamó para decirle que se había enterado por sus excompañeros que a Paulino y otro agente los habían retenido en algún lo lugar, y que recién los habían llevado a dos hospitales: a uno al Columba Rivera del ISSSTE; al otro, al General.
Marcó al celular de su esposo, que timbró una, dos, cuatro, seis veces, hasta que percibió un pequeño sonido al otro lado del auricular, como si alguien descolgara la bocina, pero de aquel lado una voz pausada dijo: «Buzón Telcel, la llamada se cobrará al terminar los tonos siguientes…».
Para ese instante muchas sensaciones la invadían, pero se cambió y algo dentro de sí le dijo que se dirigiera al ISSSTE. Siguió esa corazonada.
Al llegar ahí, cuando lo vio, pensó en la fortuna de haberlo encontrado, y un pequeño alivio llegó porque lo miraba consciente, aunque la boca demasiado hinchada y el quejido por el dolor que sentía dentro no cesaba, lo cual también hacía difícil descifrar lo que quería decir.
Fue cuando se dio cuenta que algo más estaba pasando, porque a la sensación inmensa de sed y las ganas incontenibles de ir al baño, se sumó que la miró de reojo, con el rostro completamente hinchado, y le pidió que le prestara un teléfono porque quería llamarle a su esposa; quería que supiera que estaba bien.
—Yo soy tu esposa —contestó un poco desconcertada, pensando en por qué no podía reconocerla, pero trató de mantener la calma.
—¿Dónde estamos? —preguntó después de escucharla, y ella notaba que estaba tan inquieto, sin descifrar si era el dolor por la golpiza que, le dijo, les habían dado, o algo más que estaba sucediendo.
—Dame por favor una almohada —le dijo casi por última vez…
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A las 6:12 pm del domingo, Paulino, con un fuerte dolor abdominal, fue trasladado al Hospital Intermédica de Pachuca, sobre bulevar Luis Donaldo Colosio, en la colonia Arboledas de San Javier. Al llegar ahí, lo entubaron y le pusieron un catéter. Le hicieron tomografías y ultrasonidos que revelaron una hemorragia interna. Tenía que ser sometido a cirugía porque estaba en riesgo su vida.
A las nueve de la noche entró a quirófano y salió dos horas después. Cuando su esposa miraba cómo desplazaban a su esposo recostado en la cama, personal médico le explicó que la condición ya era muy delicada y que las posibilidades de que viviera eran reducidas: “al parecer sus órganos están dejando de funcionar, pero el mayor daño lo tiene en los intestinos; tiene una trombosis intestinal que…”, escuchó que le decían, tratando de comprender todo lo que estaba sucediendo.
Para entonces, la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo (PGJEH) había emitido la primera comunicación oficial sobre los acontecimientos: “Esta institución informa que en el cumplimiento de su deber, dos agentes de la Policía Investigadora, adscritos al Centro de Justicia para Mujeres, fueron agredidos mientras cumplían con su trabajo en un domicilio ubicado en la colonia La Loma, de esta ciudad de Pachuca, al cual acudieron a notificar a una medida de protección a favor de una mujer.
“Derivado de dicha agresión, uno de los agentes investigadores perdió la vida [Vicente Monroy]. Por este hecho fueron detenidos tres hombres, así como una mujer al parecer practicantes de una secta, quienes fueron puestos a disposición del Ministerio Público”.
A la medianoche, a la esposa de Paulino le dijeron que la situación era cada vez más delicada, y 30 minutos después le explicaron que era poco el tiempo que iban a poder mantenerlo con vida, que si quería despedirse.
El cuerpo del agente Castañeda aún se aferró un tiempo a la vida. Así como se veía, con los vestigios de las heridas que, para entonces, habían secado por las curaciones, su esposa entró a verlo por última vez. Cuando estaban con él, el sonido de la máquina al lado alertó que estaban ante el último instante, porque el silbido intermitente llegó para anunciar un paro cardiaco del que Paulino no volvería más. Un doctor entró apresurado y pidió que todos salieran, pero las maniobras de resucitación ya eran insuficientes. Después anotó en una hoja algo casi inexpresivo: Hora oficial de muerte: 12:45 horas del 7 julio de 2025.
“Con exactitud no sé qué le pasó a mi esposo, sólo sé que lo golpearon y no sé más”, le dijo la viuda de Paulino al agente del ministerio público que acudió a entrevistarla el mismo 7 de julio, cuando recordó la agonía de su esposo las últimas horas que lo vio.
“Era excelente persona, muy trabajador, dedicado a su familia. No le gustaba meterse en problemas ni nada”, contó Yoris, la esposa de Castañeda, al mediodía del jueves 24 de julio tras salir de una reunión con el encargado del despacho de la PGJEH, Francisco Fernández Hasbun.
Su vida, mencionó, ha cambiado mucho desde el momento en el que miró a Paulino por última vez: “dejó una pequeñita de doce años y es muy difícil. También es hija única y ahorita hacerme cargo de ella tanto como mamá y como papá es algo complicado”, dijo con un tono bajo, casi para sí. Minutos antes, el procurador la había mirado directamente a los ojos para prometerle que habría justicia.
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A bordo de su Volkswagen Sedán, un vochito color plata, Vicente Monroy Ballesteros salió de su casa el 5 de julio a las 7:30 de la mañana, rumbo al Centro de Justicia para Mujeres. A su esposa solía contarle por teléfono cómo se encontraba y qué actividades hacía durante la jornada, pero aquel día no fue así. No le marcó ninguna vez, y Aurora, su esposa, sintió que algo estaba pasando.
Le marcó varias veces a los dos celulares que utilizaba, pero después de los tonos de llamada entraba el buzón de voz. Le pareció aún más extraño y llegó un momento en el que se preocupó más que Vicente no regresara.
Para las dos de la mañana del 6 de julio la espera se volvió un tormento que no podía resistir, por eso decidió ir con su hija, de madrugada, al Centro de Justicia para Mujeres a preguntar por su esposo.
Había un guardia de seguridad a quien no conocía, pero fue él quien les confirmó que por la mañana Vicente llegó a su turno, que lo vio salir por la tarde en un vehículo con el agente Castañeda, pero que no habían regresado. Vicente ya no debía cumplir asignaciones, porque estaba fuera de su función. En enero había cumplido con los requerimientos para jubilarse, pero decidió mantenerse unos meses más mientras sacaba adelante algunos compromisos que tenía. Ese día no llevaba arma.
La historia que el guardia les contó era insuficiente, avivaba más la angustia y el miedo de que algo hubiera sucedido; sin embargo, el compañero de los agentes les recomendó ir a la procuraduría, pues tal vez ahí algún grupo se concentraba para un operativo.
Todo lo demás fue el vaivén de horas sin respuesta en el edificio la PGJEH, hasta las 7:30 de la mañana, cuando alguien le llamó a Aurora para decirle que habían encontrado a su esposo, lo habían llevado al ISSSTE de Pachuca y que se fueran a buscarlo allá, aunque debía ser pronto, porque era urgente.
Al llegar, en recepción les confirmaron que no había ningún registro de ingreso con ese nombre y que, quizás, lo habían llevado al Hospital General.
A las once de la mañana les dijeron que Vicente había sido trasladado del Hospital General al ISSSTE, donde había ingresado a las 11:30 horas. Les dijeron que llegó con signos vitales, pero en estado crítico, casi sin poder respirar.
Recuerda que le comentaron que tenían que intubarlo y provocarle un coma inducido para hacerle una tomografía, casi al tiempo en el que le entregaron unas prendas que Vicente portaba, pero ella no reconocía como suyas.
Una hora más tarde, la noticia de la muerte de su esposo fue la última que recibió. Vicente tenía 63 años y era originario de Tula. La última vez que lo vio fue para reconocer su cuerpo en las instalaciones del Servicio Médico Forense, y mirar también la dimensión de las heridas que le cubrían la piel.
El diagnóstico de muerte fue un trauma múltiple a consecuencia de los golpes. La hoja de urgencias revela que hubo un mal protocolo de traslado del personal prehospitalario y que un antecedente importante en la vida de Vicente fue que en 2020 había tenido sangrado del tubo digestivo por una enfermedad diverticular. Llegó casi muerto de la capilla del Angelito Negro 666; su esperanza de vida era la menor entre los dos agentes.
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Iban a la hoguera y no lo sabían…
Contra Víctor C. A., “el Padrino”, se habían emitido dos órdenes de aprehensión por los delitos de homicidio doloso calificado y robo, según las causas penales 121/2021 y 168/2008, pero la procuraduría lo supo después, cuando tras la muerte de sus agentes buscó en la Plataforma México y el Sistema Nacional de Seguridad Pública los antecedentes de las personas que había detenido como probables agresores de sus elementos.
La medida de protección que Paulino y Vicente iban a entregar reconoce que la vida de la víctima estaba en riesgo y que se emitía de forma inmediata para evitar que sufriera alguna lesión o daño.
La medida era en favor de una adolescente. Por posibles agresiones en contra de ella se abrió la carpeta 12-2025-10021, en la que fue acusado de violencia familiar y violencia familiar equiparada Víctor C. A., un hombre nacido en 1982.
Él y los otros tres detenidos durante el rescate, Rafael C. P. (1984), Alan H. O. L. (2003) y Miriam R. F. (1986) se reservaron el derecho a declarar.
Esa hoja de notificación en contra de Víctor C. A. fue encontrada, rota, al interior de la capilla del Angelito Negro 666 tras un cateo, en el que también se hallaron las credenciales para votar y licencias de conducir de los agentes, restos de sangre y huellas de limpieza, porque, según una hipótesis de la investigación, con una cubeta con agua, un jalador y una jerga que estaban ahí alguien trató de borrar evidencia.
Los tarjeteros de las víctimas los localizaron dentro de una figura religiosa; cerca, unas gafas tipo aviador con manchas marrón, por el cristal salpicado de puntillos de sangre.
Además, cuando en el cateo aplicaron un reactivo en el suelo para la búsqueda de rastros de sangre no visibles, los elementos que participaron descubrieron la silueta que guardaba un cuerpo que estuvo tirado en algún momento, justo cerca de un altar, y luego huellas de arrastre. Por eso creen que al menos uno fue lastimado en ese punto, en el que también había estatuillas de ese sincretismo religioso, más una ofrenda.
Una revisión al perfil de Facebook arroja que la secta satánica realiza rituales, sacrificios, ofrendas de animales muertos y carnes, así como rayados diabólicos. En las imágenes que la procuraduría recuperó de las redes sociales del perfil Angelito Negro 666 se muestran infancias, jóvenes y adultos en actos de ofrenda o rituales presuntamente realizados por “el Padrino Víctor”, con menciones constantes de agradecimiento. El rayado adquiere otra dimensión cuando se conoce que los agentes víctimas de tortura fueron marcados con filos.
Casi en lo último que pudo decir, el agente Castañeda recordó que en un momento de la tortura que sufrían, Víctor les recriminó que hubieran ido a entregar la notificación un sábado y no el lunes; entonces se enfureció más por imaginar que los agentes querían “quedar bien” con su “esposa”, la joven que lo denunció por violencia. Luego los golpes fueron más intensos por imaginar que ellos, los policías, tenían algo que ver sexualmente con la joven; eso le enardecía. Así se los dijo entre el vaivén de golpes; así lo recordó Castañeda.
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El diagnóstico de ingreso médico de Paulino fue múltiples lesiones traumáticas.
“A la exploración física se encuentra paciente en muy malas condiciones generales… con rastros hemáticos en cara, con múltiples hematomas en cara, heridas cortantes”, quedó registrado en su nota médica inicial.
El diagnóstico de muerte fue falla orgánica múltiple, politrauma, choque mixto (hipovulémico/séptico), traumatismo craneoencefálico leve… Aunque los términos son poco expresivos, al dilucidar la necropsia se muestra la gravedad de la agresión que sufrió: tuvo una lesión en el cerebro causada por golpes que afectó la función cerebral; ruptura o fisura de huesos de las costillas en el lado izquierdo del tórax, así como una perforación en el intestino. Fue, precisamente, el conjunto de los traumatismos cráneo torácico abdominal los que le ocasionaron la muerte.
Pero los agresores no sólo le dejaron las heridas internas, también lo atacaron con objetos cortantes. La revisión e inspección del cadáver muestran la brutalidad, pero en estas líneas bastará con decir que hubo tortura prolongada, que le hirieron la espalda, los hombros y el abdomen; incluso, que dejaron líneas rojas en su rostro, vestigios de las cortaduras cuando la sangre secó. Entre ese rompecabezas de heridas se podía percibir la tez morena de Paulino; su cara redonda, su cabello negro crespo corto, sus cejas arqueadas semipobladas y sus ojos medianos café oscuros, cubiertos por la hinchazón de los párpados.
El agente de investigación que acudió para revisar el estado en el que se encontraba Paulino después de que ingresó a la clínica Intermédica –la última en la que estuvo, tras ser trasladado del ISSSTE– incluyó en su reporte que su compañero tenía múltiples lesiones en el rostro, inflamación en los pómulos y los párpados abultados, con una sombra morada, así como lesiones en la espalda y en la región del cuello.
Tras los decesos, hubo también un rescate de evidencia, que no se preservó en su totalidad: la dirección del Hospital del ISSSTE Columba Rivera dijo al MP que cuando el agente Vicente Monroy Ballesteros ingresó directamente al área de urgencias, aproximadamente a las once de la mañana del 6 de julio, le retiraron las ropas y que después las tiraron a la basura. Por tal motivo, ese elemento posiblemente de prueba no lo entregaron.
La ropa cubierta de residuos de sangre seca que portaba el agente Paulino, sí fue recuperada: en su último día vistió un pantalón negro, camiseta gris y encima su camisola color negro con una leyenda en la parte de la espalda: Policía de Investigación.
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José Antonio, el hermano de Paulino Castañeda, fue el primero que levantó la voz. La mañana del 7 de julio se presentó a Palacio de Gobierno, en Pachuca, para advertir una posible actuación tardía en el rescate de los agentes, tras no regresar de la encomienda laboral que se les dio el 5 de julio. Ese tiempo sin reacción, consideró, condicionó sus vidas.
Incluso mencionó que una versión sugería que la policía no los buscó, sino que fue una llamada al número de emergencia la que alertó sobre unos posibles “secuestradores” en la colonia La Loma, retenidos por civiles, la cual, se presume, fue hecha por los presuntos agresores o por personas allegadas a ellos. Un hecho para él era determinante: en el pase de lista nocturno del 5 de julio, fue evidente que no volvieron y, denunció, no se actuó en consecuencia.
En lo que la comandante Patricia Moya Domínguez dijo sobre los sucesos, el tono siempre fue de deslinde: ella afirmó en su breve declaración ministerial que el agente Paulino fue quien le informó que acudiría a notificar unas medidas de protección; es decir, un subalterno notificaba a una superior sobre lo que iba a hacer, un revés a la cadena de mando. Entonces Moya, siempre según su relato, le indicó que no fuera solo, que lo acompañara el encargado del área de retención que estaba cubriendo el jefe de grupo Vicente Monroy Ballesteros (Vicente cuidaba el área; ya no estaba en sus funciones aquella encomienda, denuncia su familia). La comandante, sin embargo, contó que Paulino le contestó “de enterado” y salieron rumbo a la colonia La Loma. Eran las dos treinta de la tarde.
Como el agente Castañeda no se reportaba, la comandante afirmó que le marcó a las cinco, sin obtener respuesta, y que lo mismo hizo con Monroy Ballesteros. Según ella, después de las siete de la noche notificó a sus superiores la ausencia y a partir de entonces inició una búsqueda con el grupo de Operaciones Especiales, la cual “no arrojó ningún resultado”.
En su relato hay un vacío de horas y supuestas acciones que ella realizó, pero que las familias de las víctimas no reconocen. No menciona en qué momento se determinó que el operativo no dio resultado y qué hizo en las horas siguientes, lo mismo que sus “superiores”, a quienes nunca menciona por nombres y cargos. Esas horas y ese desconocimiento sobre lo que ocurría lo reclaman las familias de los agentes.
Además, según la reconstrucción posterior, armada con los recuerdos de Castañeda, ellos nunca salieron de la capilla del Angelito Negro 666, sino que ese fue el sitio de la tortura prolongada; por lo tanto, no explica la comandante cómo fue posible que la búsqueda “no arrojó ningún resultado”, si siempre estuvieron sufriendo en el mismo lugar que ella tenía como la ubicación asignada, o en qué consistió su “búsqueda” y dónde se realizó.
“Ella fue la responsable y lo digo yo, porque yo tenía mucho contacto con mi esposo; ella fue la responsable de todo”, insistió Aurora Isabel Zamudio, viuda de Vicente Monroy, para después comentar que la comandante no sabía dónde estaban sus agentes, sino hasta el amanecer del 6 de julio: “Ella abandonó a sus elementos; los abandonó, tristemente”, remarcó tras salir de la reunión de seguimiento con el procurador interino Fernández Hasbun.
“Psicológicamente estamos muy lastimadas, yo pensaba que a mi esposo sí lo íbamos a rescatar con vida, pero trágicamente murió…”.
En su narración, Moya dice que a las seis de la mañana del domingo se apersonó a las afueras del domicilio donde se notificarían las medidas de protección, observó que adentro estaba aparcado el vehículo oficial de la procuraduría, con el agente Paulino Castañeda en el asiento del copiloto gritando “¡auxilio!, ¡auxilio!”. De lo que sucede durante la madrugada no dice nada.
“Vi que [Paulino] estaba herido y como iba sola me comuniqué vía telefónica a la guardia de la Unidad Especializada en Investigación de Homicidio Doloso y Narcomenudeo (…) no pasaron ni diez minutos cuando arribaron” cuatro elementos en dos camionetas. Estos elementos dicen en su informe que a las 6:23 fue cuando ingresaron al rescate de Vicente Monroy, que aún era sometido a golpes.
Ellos fueron quienes entraron por sus compañeros agredidos. Moya reconoció que se quedó afuera del inmueble ubicado en la calle Valle de Luz, sin número, y que después se retiró a las instalaciones de la Agencia de Investigación Criminal (AIC). El relato es el mismo que presentó la procuraduría durante la audiencia inicial en contra de los imputados, en la que se les dictó la medida cautelar de prisión preventiva justificada mientras continúan las indagatorias.
Cuando se confirmó la muerte de Paulino Castañeda, tras las horas que pasó en agonía luchando por su vida, Patricia Moya fue separada de su cargo y la PGJEH inició un procedimiento interno, pero las familias de las víctimas demandan que no vuelva a ejercer cargo público en el sistema de procuración de justicia hidalguense. A ella le reclaman los fallecimientos, por posibles negligencias y abandono de los agentes, así como un presunto trato arbitrario hacia sus subalternos.
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El pasado 23 de abril, al agente Paulino le habían entregado un chaleco antibalas y el 16 de mayo firmó de recibido por dos armas, una corta y una larga; ese mismo procedimiento lo hizo Vicente el 21 de abril. Cuando fueron rescatados, no se recuperaron pistolas de cargo, sino hasta un cateo ordenado el mismo 6 de julio con ese fin, además de recabar indicios de lo que había sucedido.
El 24 de marzo de este año, Paulino recibió su oficio de adscripción al Centro de Justicia para Mujeres, “poniéndose a las órdenes de la comandante Patricia Moya Domínguez, reiterando que su actuación deberá apegarse a los principios de certeza, legalidad, objetividad, imparcialidad, eficiencia, profesionalismo, honradez, lealtad, disciplina…”, en tanto que Vicente Monroy Ballesteros cumplía el que fue su último encargo desde el 23 de octubre de 2023.
La última comunicación que los agentes tuvieron el 5 de julio fue a las 15:30 horas, cuando le informaron a la comandante que ya estaban afuera del domicilio, previo a realizar la notificación.
En el informe que rindieron por el operativo de rescate, los elementos que acudieron dicen que a las 6:18 de la mañana del 6 de julio llegaron al domicilio que Patricia Moya les indicó. Ellos escucharon a Castañeda gritar: “¡auxilio, por favor; nos quieren matar!”. Tenía el rostro ensangrentado, los pómulos hinchados y múltiples golpes. Los habían casi arrastrado para colocarlo ahí, en el asiento del copiloto del auto en el que él y Vicente llegaron. Les contó que adentro estaba el agente Monroy, aún sufriendo.
Los cuatro agentes que acudieron al rescate afirmaron en su notificación de flagrancia que después de encontrar a Castañeda escucharon ruidos como de golpes y quejidos, que venían detrás de una puerta de madera.
Al acercarse, entre los lamentos de dolor, escucharon a alguien decir: “no que muy pinche gallito”, y a otro más: “te va a cargar tu puta madre”. Fue cuando vieron tirado al agente Monroy, cubierto de sangre, enconchado, tratando aún de cubrirse.
—¿Qué hacen aquí, hijos de la chingada; también quieren que se los cargue la chingada o qué pedo? —les gritó alguien en el cuarto, cuando el arribo de los nuevos agentes ya era evidente dentro de la capilla.
En la narración siguen los tecnicismos de la burocracia policial: “uso racional de la fuerza” –la defensa de los imputados luego trataría de acusar que hubo desproporción–; “comandos verbales”, “intervención”, para afirmar después que “una vez controladas las personas” reconocieron completamente al jefe de grupo de la División de Investigación, Vicente Monroy, como quien era golpeado en el piso. Después pidieron una ambulancia y detuvieron a los cuatro presuntos agresores, a las 6:29 de la mañana. Dicen que los enfrentaron, que los sometieron. El informe no tiene registro de disparos.
El Versa gris 2014 que usaron los agentes para llegar a La Loma quedó manchado de rojo en el cofre, en el marco de la puerta delantera, en la manija de la misma puerta, en la cajuela, en la vestidura del asiento derecho… la hipótesis de los investigadores es que se trata de la sangre que escurrió cuando abandonaron a Castañeda tras la tortura.
Ya en el Semefo, cuando inspeccionó el cadáver de Vicente Monroy Ballesteros, cubierto sólo con una sábana blanca en la que resaltaba la leyenda “ISSSTE”, el agente a cargo, de apellido Cuenca, notó que había una lesión en forma de círculo en la frente, así como laceraciones en más partes del rostro, como si hubiera un enigma en los trazos, pero eso era sólo el principio de un mapa de heridas en el cuerpo de 1.77 metros de un hombre que superaba las seis décadas, en el que resaltaba su cabello cano y su bigote crecido del mismo color. En ese cuerpo, sobresalía un rojo intenso y un morado, tinte de las heridas, que también dejaron partes abultadas, como la órbita de los ojos.
El laboratorio confirmó que había residuos de sangre humana en cuatro objetos posiblemente utilizados para lesionar a los agentes: un cuchillo metálico de 32 centímetros cuyo mango de plástico era morado; otro de 35 centímetros, pero con el mago negro; una navaja LION TOOLS 9507, dos fragmentos de palo de madera y unas pinzas metálicas.
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A las cuatro personas detenidas en la capilla del Angelito Negro 666 les imputan secuestro agravado, narcomenudeo y posesión de cartuchos de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea Mexicana. Narcomenudeo porque, de acuerdo con el informe de cadena de custodia tras el cateo, encontraron 49 bolsas con material cristalino, algunos en colores azul y rosa. El peritaje en materia de química arrojó positivo a metanfetamina, según el intercambio de informes que hicieron las divisiones de la procuraduría.
En los días siguientes fueron detenidos dos integrantes de la secta luciferina, presuntamente ligados a la agresión contra los agentes Monroy y Castañeda. Todos, indiciados en la carpeta de investigación 12-2025-10068.
El culto al Angelito Negro creció en Pachuca en la última década. Se representa como una efigie de rostro demoniaco, asociado también al culto al diablo, con vestiduras negras similares a las de charro, con bordados rojos, rodeados de flores y veladoras. “Donde terminan mis fuerzas, comienzan las tuyas…”, dice uno de sus rezos.
Víctor C. A., “el Padrino”, es una especie de patriarca y precursor del culto. La capilla la instaló en La Loma, una colonia marginal que concentra altos indicadores de rezago social: salud, educación, acceso a la infraestructura básica, como piso que no sea de tierra y drenaje, así como servicios, entre ellos agua potable. En esa casa de dos niveles, que contrasta con las demás, igualmente aseguraron una cabra negra.
El polvo se erige tras los pasos, como un remolino entre la terracería, obra negra y construcciones habitadas sin concluir, rostro de la marginalidad y abandono gubernamental, en asentamientos donde asociaciones históricamente auspiciadas por el poder local también han buscado sus cotos, con su “base electoral” como intercambio.
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Cuando Paulino luchaba por su vida en el Hospital Columba Rivera del ISSSTE, un agente recabó el último testimonio sobre la tortura que el veterano elemento vivió. Eran –le contó– alrededor de las 4 de la tarde cuando llegaron al domicilio marcado para la notificación: una vivienda habilitada como negocio de santería. Vio a una muerte y a una figura del diablo entre flores y rosas. Un joven los recibió y calculó que tendría unos 20 años. Algo se le quedó muy grabado, la leyenda en su playera negra: Boss. Él fue quien los llevó al interior de un salón donde estaban cuatro hombres y una mujer robusta de cabello al hombro, teñido de amarillo, de quien se le quedó muy presente un tatuaje de estrella que tenía en la mano.
Contó que Víctor les arrebató la hoja, empezó a reír como con burla y les dejó una sentencia: “de aquí ya no salen vivos”, mientras Paulino miraba el tatuaje que tenía en el cuello, como un rosario, y otros más en el brazo derecho; “no saben a dónde se vinieron a meter”, les remarcó, acentuando las palabras.
Luego escuchó decir a la mujer: “Denles con todo, yo me asomo”, y no tardó en sentir los puñetazos en el rostro y después las patadas. Se les abalanzaron sobre los cuerpos desprevenidos y dice que sólo sentía el tumulto de los puños.
Les quitaron las armas, los hincaron y les dieron más golpes, pero luego vinieron los tablazos. La descripción de la tortura es amplia, por momentos estremecedora, pero para esta historia bastará con decir que Castañeda escuchaba a Vicente, un agente aún más veterano, de 63 años, gritar de un inmenso dolor, mientras les pedía a quienes los golpeaban que ya no siguieran.
—¡No, hasta que hagan lo que yo les diga!; ya se los cargó la chingada —escuchó decir a quien parecía estar al mando, a gritos, como extasiado.
Fue cuando empezaron a hacerles cortadas en varias partes de la cara, en la espalda y en la nuca. Uno de los que los golpeaba ya se había puesto un pasamontañas negro y la golpiza era tal que a los propios verdugos les fatigaba; entonces hacían relevos y, también entre ellos, descansaban.
Castañeda recordó que, como si aquello fuera una fiesta, empezaron a beber; que les llamaron “mugrosos” más de una vez, pero luego también, entre las golpizas, los forzaron a darles tragos a las botellas, una verde con licor, y que el chavo de la playera de Boss y otro más grababan todas las escenas con celulares.
Hace tiempo que había caído la noche, pero Castañeda contó que la agresión no cesaba, y pasada la madrugada los sentaban y levantaban para golpearlos; cuando los tenían en el suelo, los obligaban a besarles los pies. Todo ya era una mezcla del sudor, olor a sangre, licor y furia.
Vicente ya estaba muy sucio de sangre, y Castañeda miró cuando le cambiaron la ropa, sin dejar de golpearlo. La tortura siguió hasta que los bajaron. Le sorprendió ver que habían metido el Versa-patrulla que ellos llevaban, y a Paulino lo subieron al asiento del copiloto; escuchó que dijeron que iban a propagar la idea de que los agentes eran secuestradores, y que a Vicente había que ir a “tirarlo”; a Monroy lo habían dejado dentro de la casa y lo seguían golpeando; él, quejándose todavía por el dolor.
Castañeda se quedó solo. Luego todo fue más silencioso, hasta que escuchó el motor de unos carros afuera de la casa y, como el portón estaba medio abierto, quiso bajarse del Versa, pero no pudo por el dolor; los músculos no le respondieron. Empezó a gritar lo más fuerte que pudo, que lo ayudaran, auxilio, que los rescataran, y fue cuando vio como entre sueños entrar a policías de investigación.
Cuando lo rescataron, les dijo que Vicente Monroy estaba dentro, que lo ayudaran. “Tienen armas, ya nos iban a matar”, alcanzó a decirles también; luego quedó inconsciente y sólo volvió a saber de sí hasta que despertó en el hospital.
A Paulino le costaba mucho trabajo hablar, por eso lo hizo de una forma pausada, perdidas a veces las palabras; fue la última conservación de su vida: 40 minutos en los que recordó aquellas horas vividas en la capilla del diablo y el desenlace fatal del que, en ese instante que narraba, aún esperaba sobrevivir.
NOTAS AL PIE
- En el caso hay diferentes aproximaciones de horarios en los que sucedieron los hechos. Para esta historia se consideraron las 3:30 de la tarde del 5 de julio, el momento de la última comunicación de los agentes desde afuera del domicilio –el agente Paulino Castañeda recordó que entraron a la capilla del Angelito Negro más o menos minutos después y fue cuando comenzó la agresión–, y las 6:30 de la mañana del día siguiente, cuando arribaron dos ambulancias para brindar los primeros auxilios a las víctimas, después de que a las 6:23 am se dio el último enfrentamiento entre los elementos que llegaron al rescate y los posibles agresores, cuando Vicente Monroy aún era golpeado. Esas son las 15 horas de secuestro y violencia continúa que sufrieron Paulino y Vicente (†).
- Tras las agresiones que causaron la muerte a Castañeda y Monroy se han registrado dos ataques armados contra miembros de la Procuraduría: el 11 de julio, tres elementos de la PGJEH y un defensor particular fueron heridos tras un ataque a tiros durante una inspección en la colonia El Cid, en el municipio de Tizayuca.
- Asimismo, la noche del 20 de julio, en la colonia Iturbe, en Tula, un enfrentamiento entre un grupo armado y elementos de la Procuraduría dejó un agente de investigación muerto y dos más lesionados. Los agentes llevaban a cabo indagatorias relacionadas con un secuestro. Dieciséis personas han sido detenidas como presuntas responsables de ataques a personas ministerial: seis por el caso de La Loma, cinco por el de Tizayuca y cinco más por el de Tula.
- El encargado del despacho de la PGJEH, Francisco Fernández Hasbun, afirmó que no falló la previsión y análisis sobre los territorios donde los elementos se adentraban, tampoco los protocolos.
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Fotos de portada e interiores: especiales / manipuladas con IA
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Este trabajo fue publicado originalmente en Lado B que forma parte de Territorial Alianza de Medios. Aquí puedes consultar su publicación.
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