Sobre las montañas de Concordia, los niños juegan como en cualquier otro lugar: corren entre la tierra suelta, patean una pelota vieja o inventan historias para asustarse y reír entre ellos. A simple vista, nada parece diferente, pero hay algo que solo escuchando puedes llegar a ver. Para la mayoría, la secundaria será el punto final; después, su destino será el campo, la tala o algo más silencioso, pero presente: el crimen organizado.

En el Ejido de La Petaca, Concordia, el camino de los jóvenes suele dividirse en tres. De cada diez que terminan la secundaria, cinco se incorporan al crimen organizado, cuatro abandonan los estudios para trabajar como jornaleros o en oficios ligados al campo. Solo uno sigue estudiando.

Ese único joven que sigue estudiando carga con algo más que su mochila: la expectativa de escapar de su tierra.

Esa proporción no aparece en registros oficiales. Se repite en las conversaciones entre vecinos, y en lo que saben los propios adolescentes. Todos en la comunidad entienden que esas cifras no son abstractas: tienen nombre, rostro y edad. Algunos compartieron salón de clases.

—Si les piden permiso (a miembros de un grupo criminal), a lo mejor sí.
—¿Tú los conoces?
—Sí, iban conmigo en la secundaria.

Conversación entre un joven de 14 años y un fotógrafo, cuando le preguntó sobre la posibilidad de tomar fotos aéreas con un dron.

Según Marina Flores Camargo, directora de Reinserta LAB, los grupos criminales comienzan a reclutar a niños y adolescentes desde los 9 o 11 años. Al principio, les asignan tareas como mensajeros, vigilantes o ladrones. Pero conforme crecen, sus responsabilidades se vuelven más peligrosas: desde los 12 años pueden custodiar casas de seguridad o transportar droga, y a partir de los 16 ya portan armas, participan en secuestros e incluso en homicidios.

En tan solo un año, en Sinaloa, se ha detenido a más de 45 menores de edad, jóvenes de entre 15 y 17 años, arrestados por delitos como portación de armas de fuego, posesión de drogas, robo de vehículos y uso de ponchallantas durante enfrentamientos o persecuciones. Hoy todos se encuentran en el Centro de Internamiento para Adolescentes.

El joven comentó que tenía un grupo grande de amigos durante su época de secundaria; junto con él, eran seis muchachos. Al preguntar por ellos, respondió que cuatro ya estaban ligados a una banda delictiva, mientras que él y el otro amigo restante siguen juntos en la telepreparatoria, esperando salir de ahí para enlistarse en el Ejército.

Él no es el único, puesto que parece que en este contexto social, donde el crimen organizado ha generado un estatus de poder sobre las comunidades serranas, un pensamiento ha ido creciendo entre los niños de la zona, aunque no muy alejado del contexto actual.

Hablando con siete niños entre 5 y 14 años, a cada uno se le preguntó a qué querían dedicarse en el futuro. La mayoría respondieron que querían integrarse a las fuerzas armadas: Ejército, Marina. Y no por un tema de patriotismo o defensa de la seguridad ciudadana, sino por una razón triste y desgarradora.

—¿Qué quieres ser cuando crezcas?
“Guacho”
—Órale, ¿y por qué quieres ser “Guacho”?
Para matar a los malandros.

Esta fue una respuesta dura, más aún al ver a los ojos a quien la dio: un niño de tan solo 7 años que aún no sabe leer.

El destino de un joven que se une al crimen organizado y el de aquel que elige alistarse en el Ejército no son tan distintos como podrían parecer.

Ambos caminos implican un alejamiento de la comunidad, el uso de armas y una constante exposición a la violencia. Ya sea bajo las órdenes de un grupo criminal o de una institución del Estado o la Nación, los jóvenes terminan recorriendo senderos similares: obedecer, enfrentarse al peligro y, muchas veces, correr el riesgo de perder la vida.

La historia de La Petaca no es un caso aislado. En varias zonas serranas de Sinaloa, como Palmito o La Rosalía (Mocorito), la falta de oportunidades educativas después de la educación básica, la distancia de las instituciones del Estado y la constante presencia del crimen organizado siguen marcando el destino de niños y jóvenes.

A pesar de los esfuerzos locales, como el de los pobladores por abrir la telepreparatoria en el ejido, y de algunos programas sociales, las condiciones estructurales que favorecen el reclutamiento de menores siguen presentes.

Ahora, ver a estos niños jugar “policías y pistoleros” genera una sensación extraña. Sus armas no son más que palos y ramas que, junto con su voz, simulan disparar para luego fingir caer heridos; pero el juego refleja una realidad mucho más dura: la violencia que los rodea desde pequeños, y sus juegos son una imitación de un mundo que los está marcando mucho antes de lo que debería.

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