Era la primera vez que el pequeño Aarón salía de su comunidad para irse a un lugar que parecía como ir al extranjero. Nunca había visto un teléfono, tampoco se había subido a un vehículo automotor. Era la ciudad de Guamúchil en la década de los cincuenta, un pequeño pueblo donde todavía no contaba con redes de drenaje.

Aquel niño se dirigía a la capital de Sinaloa en un viaje sin retorno. Lejos de sus padres, de sus hermanos mayores y de sus animalitos; aquella realidad suya apenas abarcaba unas cuantas cuadras polvorientas.

Ante este panorama, recuerda haber sentido una especie de incertidumbre, miedo y melancolía. “Te dejan en un lugar grande, con gente que no conoces, muy lejos de tu familia, pero te vas acoplando”, rememora.

Su destino era el Internado Infantil del Estado de Sinaloa.

Desde mediados del siglo XX y hasta principios de la década de los ochenta, este internado varonil fue la mejor opción para niños con desventajas sociales en el estado para iniciar su educación básica. Ahí confluían infantes de todos los rincones de Sinaloa, principalmente de las zonas rurales de los municipios.

Como su nombre lo indica, aquello era una vida de interno: ahí estudiabas, comías y dormías, y solo tus padres acudían por ti en periodos vacacionales.

“Te enseñaban a marchar, te daban disciplina y era muy formativo. La verdad, para mí fue un privilegio haber estudiado en el Internado Infantil del Estado, porque era una excelente escuela. Tenía muy buenos maestros y, por supuesto, estaba en un edificio de gran valor histórico”, recuerda el licenciado Aarón Irízar López, quien estuvo internado desde finales de los cincuenta hasta 1962.

“Era una opción porque también era una descarga para las familias con desventajas socioeconómicas. Era una boca menos que alimentar; ahí te daban alimento, uniforme, te cuidaban, te alimentaban y te daban albergue. Ahí tenías tu cama y, realmente, en ese Sinaloa del 57, era un Sinaloa que no tenía las ventajas de la modernidad y la economía que hoy se tiene”, continúa en entrevista para Espejo.

Defiende que para los niños que estudiaron ahí fue una extraordinaria oportunidad que los hizo, a muchos, salir adelante.

La vida de interno

Aparte de su nivel educativo, el viejo Internado Infantil de Sinaloa se distinguía porque eran buenos para marchar en los desfiles cívicos y patrióticos. “Nos decían los azulitos”, da a conocer Aarón Irízar, porque el uniforme que portaban era de color azul marino, y cuando había desfile, siempre se distinguían.

La vida dentro de esa institución era de pura disciplina. Te levantabas a las 5 de la mañana, marchabas y a las 6 te ibas a bañar; a las 7 llegabas al comedor, terminabas y directo al salón de clases.

Inclusive los sábados se tenía un horario rígido: había que limpiar los dormitorios y los pasillos, ver si había sábanas sucias, lavarlas, tenderlas. Aquello era rotativo, sobre todo para ayudar en cocina. Todos los niños ayudaban a servir el alimento de los internos y, por supuesto, entre todos limpiaban el gran edificio, cuyo diseño sigue siendo el mismo desde entonces, el cual hoy en día alberga las oficinas del Instituto Sinaloense de la Juventud, frente a la Plazuela Rosales.

“Los prefectos vivían con nosotros, obvio; los dormitorios estaban en el segundo piso y, por algún accidente u orden, los prefectos ahí vivían. La educación era completa, de primero a sexto; los salones no eran muy grandes, como de 25 alumnos por salón”, comenta.

Estar enclaustrado la mayor parte del tiempo no impedía momentos de diversión. Si bien de lunes a viernes lo fundamental era el estudio y la disciplina, los fines de semana se usaban principalmente para hacer deporte.

“El internado estaba lleno de aventuras, de historias que espantaban. Hay un túnel que va del internado hasta la catedral. Y cuando te portabas mal te asustaban con encerrarte en el túnel. Yo alguna vez, con amigos, me metí al túnel y me regresaba porque me daba miedo”, expone.

“Tenía una puerta de acero pero solo emparejada con alambres y te podías meter. Había muchos murciélagos, pero te daba miedo y te regresabas. Pero teníamos prohibido que fuéramos ahí, por miedo a algún deslave. Además, decían que se aparecían fantasmas por ese túnel. Encontrabas mil formas de divertirte”, narra.

Entre las anécdotas que recuerda de este periodo, Aarón Irízar destaca la vez que el gobernador Gabriel Leyva Velázquez (1957-1962) visitó el Internado Infantil del Estado para realizar una donación de colchones para todos los internos; y en esa ocasión, aquello se convirtió en una fiesta.

Aarón Irízar López menciona que él tuvo un compañero que era un niño superdotado, demasiado inteligente, y ese día el instituto quiso presumir las habilidades del estudiante para asombrar al mandatario, de quien quedó impresionado.

“Esa vez que fue el gobernador iba con un señor, un empresario, que llevaba una calculadora, y el niño le ganaba en las multiplicaciones y en las sumas. Tú le dabas una cantidad y le decías que la multiplicara; mientras el señor le picaba a la calculadora, el niño ya te decía el resultado”, menciona.

Aquel niño se convirtió en un verdadero fenómeno en esa época; sin embargo, el entrevistado dice no recordar su nombre y nunca supo qué pasó con él después del internado.

Domingos de cortes

Los domingos eran el único día para descansar recreativamente, por lo que se convirtió en el más esperado por todos los niños. Ese día, explica el licenciado Irízar, los prefectos del internado los llevaban al mercado Garmendia para fomentar el esfuerzo y el trabajo y así obtener unos cuantos centavos.

En aquella época era un espectáculo ver a las señoras llegar con sus grandes canastas de mimbre, las cuales utilizaban para echar su mandado. Era en ese momento que los niños aprovechaban la oportunidad para ofrecer sus servicios de cargarlas hacia las arañas, como se les decía a un medio de transporte extinto en Culiacán, o incluso llevarlas hasta sus domicilios.

“Te daban cierta libertad de moverte ese día, pero Culiacán en esos años todavía era muy chico. Te daban 20 centavos y tú aprendías que el esfuerzo te daba algo. Entonces regresabas con un peso o dos y te sentías bien. A veces no tenían dinero que darte, pero te daban un plátano. Era algo muy positivo y formativo”, sostiene el licenciado.

Justo esa transacción, explica, se le denominaba “corte” en aquella época y al final de la jornada se juntaban todos los estudiantes para preguntarse: “¿Cuántos cortes hiciste?”, era el término popular.

El legado del Instituto Infantil del Estado de Sinaloa

Aarón Irízar López comenta que muchos de sus compañeros de primaria ya murieron; recuerda a un Díaz Angulo, a Gerardo Aceves Araujo, pero más a su maestra Helena Coronel, “la cosa más hermosa, cariñosa y tolerante que se pueda encontrar en la Tierra. Era mi maestra, parecía como una santa”.

Argumenta que aquí se tiene una prueba fidedigna de que la disciplina y una buena educación siempre hacen buenos seres humanos, de ahí que el Internado Infantil de Sinaloa fuera tan demandado en su época.

“Te encuentras egresados del internado: ingenieros, funcionarios de gobierno, agricultores, gente de bien. La enorme mayoría es gente de bien. Y debo decirte que esto es un ejemplo palpable de que muchas veces la gente se pierde por la ausencia de oportunidades. Ahí se nos dio una oportunidad, a los que estuvimos ahí salimos adelante”, resalta.

“El internado hizo a muchos hombres de bien”, reitera.

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