Por: Manu Ureste
—¡¿Por qué!? ¡Díganme por qué!
La mujer grita con voz ronca, desgarrada. Debe rondar los setenta años, pero llora como una niña que no encuentra a su madre.
Sentada en una silla de plástico, la rodean cuatro mujeres vestidas de negro que intentan calmarla con palabras suaves. Una de ellas le abanica el rostro con un cartón. Son las 13:15 horas y el calor en Culiacán –37 grados a la sombra– cae como un marro sobre la colonia Bellavista, en la sindicatura vecina de Culiacancito.
—¡¿Por qué, Dios mío!? —insiste la mujer, mientras con sus manos temblorosas cubre con un pañuelo blanco su cara desfigurada por el dolor.
Foto: Manu Ureste
A escasos veinte metros, unas cintas amarillas atadas a los troncos de unas palmeras se agitan con violencia por las ráfagas de aire ardiente que atraviesan las calles desiertas. Son las clásicas cintas amarillas que prohíben el paso a una escena del crimen: nadie, salvo policías, ministeriales o la docena de soldados encapuchados que custodian la zona, puede entrar al patio de la casa de la señora: una vivienda de planta baja, fachada roja deslavada, con una imagen de la Virgen de Guadalupe en la puerta y la frase: ‘Cuida de nuestro hogar’.
A unos pasos de esa Virgen, en un callejón del patio por donde entran y salen forenses de manos enguantadas con sus maletines, yace el cadáver de un joven de apenas 18 años. Lo venía persiguiendo un grupo de sicarios. Varios disparos a quemarropa lo dejaron tendido.
Se llamaba Jesús.
Es el hijo de la mujer que grita y rompe con sus lamentos el silencio sepulcral en el que se haya inmersa la calle.
—Por qué, Chuchito, por qué —repite una y otra vez, con voz quebrada.
La única respuesta que obtiene, en una ciudad con 2 mil asesinatos producto de una guerra en el cártel de Sinaloa, es el ladrido lejano de unos perros.
El dolor que se ha vuelto hábito
A unos treinta metros de una vieja camioneta Toyota estacionada dentro del predio, una de las mujeres que antes consolaba a la señora llora ahora en silencio, recargada en el vehículo gris plata. Le da la espalda para que no la vea derrumbarse. Afuera, sobre la banqueta, dos funerarios fuman mientras esperan la orden de llevarse el cuerpo.
Conversan de cosas triviales, de la vida diaria. Bromean entre ellos, incluso. En Culiacán, la muerte se ha convertido en rutina: el joven de 18 años es apenas el primero de los cinco asesinados que recogerán este día. El día anterior fueron cuatro, y antes de eso, otros tantos. La estadística oficial impresiona: en solo un año se acumulan 2 mil 11 homicidios como el del joven Jesús, más 115 presuntos criminales abatidos y 48 agentes del orden muertos. Para dimensionar la cifra: de enero a junio del año pasado, sumaron 224 homicidios; en el mismo lapso de este 2025, la cifra se disparó a 883. Se cuadriplicó el registro, casi un 300 % al alza.
Más allá de las cifras, en el ambiente se percibe que hoy no es un día cualquiera en la capital de Sinaloa.
Es 9 de septiembre. Y en esta fecha –cuando se realizaron los recorridos conjuntos de Animal Político y el diario Noroeste– se cumple un año del inicio de la pesadilla.
Un año de guerra, como la ciudadanía la llama abiertamente.
El 9 de septiembre, pero de 2024, las dos facciones del Cártel de Sinaloa –los ‘mayitos’, al servicio de Ismael ‘El Mayo’ Zambada, y los ‘chapitos’, bajo el dominio de los hijos de Joaquín ‘El Chapo’ Guzman–, desataron enfrentamientos por todas partes. La ciudad vivió una jornada de pánico: la primera de muchas.
El estallido era solo cuestión de tiempo, explica cualquier ciudadano de Culiacán al que se le pregunte. Miguel Calderón, activista y coordinador ciudadano del Consejo Estatal de Seguridad Pública en Sinaloa, recuerda en entrevista que la ciudad llevaba ya años haciendo malabares para mantener un equilibrio muy frágil.
—Teníamos décadas viviendo en una especie de paz simulada… Una paz débil, frágil. Una paz narca, la llamaban algunos.
Pero esa paz estalló el 26 de julio, cuando fue detenido ‘El Mayo’ Zambada. Según los detalles filtrados, la captura fue digna de una serie de narcos: Joaquín Guzmán López, hijo del Chapo, habría traicionado al viejo socio de su padre y lo entregó en una avioneta que aterrizó en El Paso, Texas, donde la DEA ya los esperaba.
La entrega habría sido parte de un acuerdo con las autoridades estadounidenses, en cuyos penales están recluidos tanto ‘El Chapo’ Guzmán –condenado en 2019 a cadena perpetua–, como otro de sus hijos, Ovidio Guzmán, alias El Ratón.
Precisamente, la detención de Ovidio –capturado el 5 de enero de 2023, tras un intento fallido en octubre de 2019 que dejó la ciudad sitiada y en llamas en el tristemente célebre ‘Cualiacanazo 1’–, es considerada por muchos habitantes como el verdadero inicio de la pesadilla.
El inicio de una guerra que, a fuerza de repetirse, ha terminado por instalarse como parte de la vida cotidiana de casi un millón de personas. Un hábito de dolor.
Foto: Manu Ureste
Las cicatrices de una ciudad
Las marcas de la violencia son visibles en cada rincón. Es difícil encontrar una calle, un puente peatonal, un túnel, una carretera, un camino de terracería, un restaurante, un local, una escuela o un hospital que no haya sido escenario de balaceras, asesinatos, incendios, robos, o desapariciones. Incluso de hallazgos grotescos, como la noche del 24 de marzo, cuando desconocidos llegaron al estacionamiento de la concurrida Plaza Comercial Forum –a un costado de un hotel de cadena nacional–, y esparcieron los restos humanos de un hombre.
Tampoco es fácil hallar una avenida sin la presencia de camionetas negras de “los harfuch”, como llaman a los agentes de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana que a nivel federal encabeza Omar García Harfuch. O sin las aparatosas unidades blindadas del Ejército, las ‘Ocelot’, como la que permanece fija en ese mismo estacionamiento tras el hallazgo de los restos. O sin retenes de marinos y Guardia Nacional en los caminos de entrada y salida hacia municipios colindantes donde la violencia ya se extendió, como Culiacancito o Navolato, donde un día después de este recorrido –el 10 de septiembre– un adolescente de apenas 15 años fue asesinado a tiros.
El gobernador morenista de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, asegura que 6 mil elementos federales patrullan las calles de la entidad, principalmente en Culiacán. Pero, aún así, la gente entrevistada para esta serie de crónicas coincide en apuntar que lo primero que hace antes de salir a trabajar en las mañanas es revisar los grupos de Whatsapp para confirmar si hubo balaceras o retenes del narco.
—No nos sentimos seguros, para nada. Sal a la calle y verás militares, policías y Guardia Nacional por todas partes. Pero, ¿de qué sirve eso, si siguen matando gente, siguen robando carros, quemando negocios? No nos dan una seguridad real —lamenta Carlos Alberto, cuyo padre, de 61 años, fue asesinado el 29 de agosto cuando visitaba a un familiar en el Hospital Civil. Esa noche, un grupo armado irrumpió y disparó sin mediar palabra. Cuatro hombres murieron y dos mujeres quedaron heridas, entre ellas una menor de 13 años. Al día siguiente, ataques en una clínica privada y en el Hospital General dejaron otras dos víctimas.
—Los retenes de los militares no están sirviendo. No vemos para cuándo se solucionará esta situación. Vivimos en una psicosis —apunta también en entrevista Marco Flores, comerciante que tuvo que cerrar varios negocios por la violencia.
De regreso al bulevar Pedro Infante, cerca del exclusivo Country Club y la central de autobuses, el vehículo en el que viajan los reporteros se interna en un túnel. Justo a la mitad, a inicios de este año, quedó tirado el cuerpo de un joven, presunto operador de los ‘chapitos’. Sicarios rivales lo persiguieron como en una película filmada en la soledad de la madrugada, el automóvil quedó estrellado en sentido contrario con el cadáver afuera, escena grotesca grabada en video y fotografías.
La población haya adoptado una regla no escrita: no salir ni muy temprano ni cuando comienza a caer la noche. Foto: Manu Ureste
En enero, en la misma avenida, otro crimen horrorizó por lo simbólico del lugar: el cadáver de un exagente de la Fiscalía estatal, de 45 años, fue abandonado en la entrada del Congreso de Sinaloa, uno de los centros de poder político más importantes del estado. Tenía días desaparecido, lo habían secuestrado cuando llevaba a su hija a la escuela.
Semanas después, también sobre la Pedro Infante, frente a un restaurante de la cadena local Panamá, un docente universitario fue interceptado al salir. Eran las siete de la tarde. Hombres armados le apuntaron a la cabeza y le robaron la camioneta. Quedó en shock, bajo la amenaza de que no denunciara por el bien de su familia.
Algo similar vivió el hipnotista John Milton, asaltado el 2 de septiembre en la carretera Culiacán-Eldorado. A las cinco de la tarde lo interceptaron, le dispararon –sin alcanzarlo por centímetros– y le arrebataron su camioneta Cadillac blanca. El vehículo fue recuperado horas después.
Estos dos últimos casos se suman a otra estadística que refleja la magnitud de la crisis: en este año de guerra se han registrado al menos 7 mil 112 denuncias por vehículos robados en Sinaloa, un promedio de 19.2 todos los días. El crecimiento ha sido vertiginoso: entre enero y mayo de 2024 se denunciaron 956 robos; en el mismo periodo de este 2025, fueron 3 mil 7. Un aumento del 200 %.
Es el mismo porcentaje con el que incrementaron las pólizas de seguros para vehículos de lujo; mientras que, en el resto de autos, el alza fue de entre 35 y 40 %, según datos del Consejo Intercamaral de Culiacán.
Cuando se pregunta a activistas y expertos en seguridad el por qué del boom de robos de vehículos, la respuesta es sencilla: en la lógica de una ‘guerra’, los diferentes bandos criminales necesitan vehículos para ‘movilizar’ a sus ‘tropas’. Por eso roban camionetas a productores agrícolas, despojan de sus autos a repartidores, choferes, trabajadores, familias.
Foto: Manu Ureste
—La afectación este año ha sido grave. Alrededor de mil comerciantes han sido despojados de sus vehículos, de sus carros, que son su herramienta de trabajo —expone en entrevista Óscar Sánchez Beltrán, presidente de la Unión de Comerciantes de Culiacán.
De ahí que la población haya adoptado una regla no escrita: no salir ni muy temprano ni cuando comienza a caer la noche. Lo mismo con sus negocios, muchos de los cuales bajaron la cortina de manera permanente, tal y como corroboraron los periodistas de Animal Político y Noroeste en múltiples recorridos nocturnos por la ciudad.
Las pérdidas económicas son otra herida profunda. Una enorme cicatriz. De acuerdo con Sánchez Beltrán, de la Unión de Comerciantes, solo este año se han perdido 70 mil millones de pesos entre empleos destruidos, daños a negocios, y recortes de horarios que obligan a los trabajadores a refugiarse temprano con sus familias en sus casas.
Nadie quiere ser una estadística más de la guerra.
“Es mi Jeremy”
Son las 14.30 horas. Los reporteros reciben en sus celulares un nuevo aviso: otra escena del crimen. La segunda del día.
El vehículo avanza rápido por la extensa avenida Pedro Infante. Un poco más adelante del Congreso, sobre un puente de nombre Miguel Hidalgo, alguien cuelga una manta blanca. Los transeúntes que caminan por las banquetas la miran con recelo, esperando otro de los mensajes con que las facciones del cártel se amenazan, o se acusan de masacres. Al margen de las armas y las balas, la ciudad es víctima de otra batalla: la propaganda. Cada bando intenta ganarse la simpatía de la población, se presenta como el ‘bueno’, como el Robin Hood de la historia, y acusa al rival de los estragos de la guerra.
Pero esta vez no es el caso. La manta reza:
“¿Qué Culiacán quieres dejarle a tus hijos? La paz no espera, se construye cada día con nuestras decisiones y acciones”.
No es el único mensaje de este tipo con el que se cruzan los reporteros en el recorrido. Culiacán, de hecho, está tapizado con frases como ‘No hay camino para la paz, la paz es el camino’, el famoso lema de Mahatma Gandhi. Más allá del llamativo contraste con la realidad, no parecen generar mayor efecto entre la delincuencia, aunque, quizá sí, en una ciudadanía que comienza a perder el miedo y alza la voz: el domingo 7 de septiembre miles de personas marcharon vestidas de blanco por la capital sinaloense. El grito fue unánime: “Estamos cansados, queremos paz”.
Paradójicamente, el lema de Gandhi está grafiteado en la pared de un edificio angosto de cuatro niveles –junto a una pinta que pide no tirar basura en la calle–, en la colonia Infonavit Cañadas. A solo un par de cuadras, el acceso a otro edificio está acordonado y rodeado por una docena de soldados: es la nueva escena del crimen.
Según comentan los militares en voz baja, el ataque ocurrió minutos antes, alrededor de las 14:00 horas. Dos hombres en motocicleta interceptaron a otro de 28 años y le dispararon varias veces antes de huir.
Foto: Manu Ureste
El cadáver de la víctima, Jeremy Esteban, vecino de la colonia, quedó tendido junto a unas canchas deportivas. Al principio se reportó que estaba herido, pero ya había muerto cuando, minutos después de la llegada de los periodistas, apareció María Luisa, su madre.
Un cabo de unos cincuenta años, de pelo gris plata y marcas de viruela en el rostro, levanta la cinta amarilla que bloquea el paso y se dirige hacia ella con gesto serio. Pide a los reporteros gráficos que se retiren unos metros y les den algo de privacidad.
Con calma, el cabo –en cuya manga se distingue un parche de la unidad de Infantería de Tonalá, Chiapas– saca un celular del bolsillo y busca una fotografía. Luego, lo alza hacia la mujer sin permitirle tomarlo. Ella, que se recoge el pelo en una cola y se abanica con la mano para mitigar el calor sofocante, le dice que no alcanza a ver bien.
—Mire, esperemos en Dios, que no sea su hijo —dice ahora conciliador el militar, que con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda le amplía la imagen.
La canchita de futbol contigua está vacía de niños que huyeron tras escuchar los balazos. Nadie, salvo los soldados, camina por la calle. El silencio, como en la primera escena del crimen, es atronador.
La mujer, ahora sí, sostiene con manos temblorosas el celular. En el bolsillo del short que viste guardó las llaves con las que jugueteaba nerviosa.
—Pero está boca abajo —protesta con un hilo de voz.
—Sí, lo sé. Pero no puedo voltearlo. Eso ya es trabajo de los periciales —responde el militar.
Ella observa la pantalla unos segundos más. Detrás, una ambulancia mantiene la torreta encendida, pero sin la sirena.
–Sí, creo que sí —murmura al fin, devolviendo el celular.
—Es él —se tapa la boca con la mano derecha—. Es Jeremy —rompe a llorar ante la mirada compasiva del soldado—. Es mi Jeremy.
Velas en la oscuridad
Velas en la oscuridad
Tras documentar el suceso, el vehículo de los periodistas avanza por el bulevar Revolución, en la colonia Guadalupe Victoria. Son algo más de las tres y media de la tarde, cuando el coche deja la avenida principal y gira a la izquierda para adentrarse en una calle ancha. En la esquina, se topan con otra de las cicatrices que marcan a la ciudad: una casa con la fachada destrozada por más de cien balazos.
Los reporteros se bajan y, con precaución –no sería descabellado que los espías del narco, los llamados ‘punteros’, vigilen la zona– comienzan a tomar fotos y videos.
La vivienda es de planta baja. Tiene una moderna fachada de losa pesada y barrotes de hierro que dejan ver un antepatio. Los ventanales están hechos añicos y la puerta de entrada perforada por los orificios de las balas. En el patio yacen los restos de una piñata infantil con forma de princesa de Disney. A un costado, juguetes y enormes peluches de elefantes rodean una estantería con un carricoche rosa.
La casa contigua, de dos plantas, también está marcada. Los agresores se concentraron en la parte alta: dos puertas corredizas de metal con cristales destrozados y una pared que parece de un dormitorio cuentan, igualmente, más de cien impactos.
Cuando se pregunta por la suerte de quienes habitaban ambos domicilios, nadie responde. Solo alzan los hombros.
A lo lejos, un ciclista solitario cruza la calle. Viste una estridente playera con el rostro bigotón de Jesús Malverde, considerado como ‘el santo de los narcotraficantes’. Figura popular en Sinaloa, su capilla en la avenida Independencia es punto de peregrinaje: está repleta de dólares –algunos reales, otros con el rostro del propio Malverde– y arreglos florales que llegan incluso desde España. En los puestos ambulantes de los alrededores, hasta hace poco se vendían colgantes con la imagen del ‘Chapo’ Guzmán, y escapularios del Santo Niño de Atocha, amuleto que cobró fama tras el primer Culiacanazo en 2019.
Ovidio Guzmán lo llevaba al ser fotografiado por soldados antes de su polémica liberación. Pero desde el inicio de la guerra, los vendedores optaron por ofrecer colgantes solo de Malverde, como una forma de mostrarse neutrales entre ‘chapitos’ y ‘mayitos’.
La aparición espontánea del ciclista basta para que los reporteros decidan marcharse. Se dirigen a la calle 16 de Septiembre, en el centro de Culiacán. Ahí, a las cinco de la tarde, inicia una concentración en la explanada del palacio de Gobierno de Sinaloa.
Con la caída de la tarde, las luces titilantes de tres mil veladoras iluminan la explanada. Cada llama anaranjada, explican madres buscadoras, representa a una persona desaparecida en este año de guerra –aunque las autoridades reconocen oficialmente solo dos mil–. Entre las velas hay fichas con fotografías, como las que hay pegadas en las paredes de cualquier rincón de la ciudad, con el mismo rótulo repetido hasta el cansancio: ‘Desaparecido’.
—Estas veladoras son una manera de visibilizar el dolor, la angustia y la frustración que estamos pasando los culiacanenses —dice María Isabel Cruz Bernal, presidenta fundadora de la colectiva Sabuesos Guerreras.
—Ha sido un año de guerra. Un año muy pesado en el que no podemos salir de casa porque hay miedo. Es como si viviéramos en una burbuja de la que no podemos salir —agrega Carla, una joven con playera blanca y gorra estampada con el rostro de su hermano, Gerardo González, empleado de 47 años de la Comisión Federal de Electricidad, desaparecido el 26 de julio de este 2025.
Poco antes de las siete, los reporteros vuelven al vehículo. Un nuevo aviso de asesinato llega a sus teléfonos. El tercero de la jornada.
La noche cae lentamente y el coche se interna en las profundidades de Culiacán. En una de las paredes de esas calles laberínticas, ya casi vacías de gente que corrió a refugiarse, alguien dejó pintada una frase que expresa el estado de ánimo de toda una ciudad: “Esta guerra me ha dejado mal”.
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