Entre 1890 y 1911, Culiacán vivió una transformación que terminaría por darle identidad. De ser una ciudad de calles de tierra y sin planeación, pasó a tener plazas simétricas, edificios públicos monumentales y una traza urbana moderna.
El responsable fue Luis Felipe Molina Rodríguez, un joven arquitecto de Ciudad de México formado en la Academia de San Carlos, parte de la escuela de arquitectos y urbanistas porfiristas.
Molina llegó a Sinaloa invitado por el gobernador Mariano Martínez de Castro para construir un teatro, pero al ver su trabajo, el gobernador lo nombró Ingeniero de la Ciudad y, desde ese cargo, reorganizó casi todo el espacio urbano de la capital.
Le tomó 21 años rediseñar y darle identidad a Culiacán
Su trabajo comenzó con lo esencial: trazó calles, alineó manzanas, propuso drenaje, alumbrado y numeración de viviendas, además de normar la altura y proporción de las fachadas.
Pero su visión no era solo técnica. Creía que el urbanismo debía expresar los valores del Porfiriato: orden, progreso, modernidad y, un toque, de inspiración francesa.
Entre sus obras más notables destacan el Teatro Apolo, inaugurado como el centro cultural de la élite y su primer trabajo en la ciudad; el Mercado Garmendia; el Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, el Colegio Civil Rosales y la Cárcel Pública y Juzgados del Estado, concebidos con una elegancia sobria que rompía con la estética sombría de las prisiones de su tiempo.
Molina también reconfiguró la Plazuela Rosales, que se convirtió en el eje de la nueva ciudad.
En sus palabras el buscaba que fuera “un punto de encuentro rodeado por edificios de gobierno, espacios educativos y templos”.
En solo dos décadas, había convertido a Culiacán en una capital regional con identidad propia, articulada alrededor del orden urbano y la gloria de la arquitectura porfirista.

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