Por Vanessa Beltrán
Concordia, Sinaloa.- Sobre los cerros en donde los estados de Sinaloa y Durango se abrazan, la gente aún espera a sus familiares que fueron desaparecidos durante la guerra contra el narco del 2008, periodo en el que la privación de la libertad se volvió un fenómeno en la zona.
“Desde el 2008 empezaron las desapariciones. No teníamos la cultura de buscar, nos obligaron a aprenderla”, recuerda don Roque, habitante de la comunidad de Chirimoyos.
Aquel año, un grupo de vecinos organizó una brigada improvisada para encontrar a Luis Gallardo. A pesar de haber sido bautizado con ese nombre, nadie lo conocía como Luis; en la comunidad su nombre era Güito, un joven chofer de apenas 25 años que trabajaba en una góndola que transportaba metal desde las minas hacia la cabecera municipal.
Güito vivía con su madre y sus hermanos; se dedicaba a cuidar de su familia mientras llegaba el momento de formar la propia. Una noche, hombres armados irrumpieron en su vivienda y se lo llevaron frente a su familia.
Entre caminos de subidas y bajadas que castigaban las piernas, e incluso con bordes peligrosos, los pobladores comenzaron una búsqueda para localizar alguna señal de él. La búsqueda no tuvo éxito, ya que, desde el momento en que fue secuestrado por los gatilleros, no se supo nada más del joven.
Sin embargo, en el trayecto hallaron otro cuerpo: se trataba de Ernesto Medrano.
Ernesto era un jornalero que trabajaba cosechando maíz y frijol. Había sido privado de su libertad en Potrerillos, a una hora de Chirimoyos, lugar donde, dos semanas después de su desaparición, fue encontrado sin vida y en avanzado estado de descomposición.
Desde aquellas primeras desapariciones hasta hoy, los vecinos calculan que alrededor de 30 personas han desaparecido en las comunidades serranas de los poblados de Potrerillos, Chirimoyos y La Petaca. Muchos de esos casos nunca fueron denunciados oficialmente.
Las madres buscadoras han vuelto a subir a la sierra.
En los últimos meses, algunos grupos de madres buscadoras provenientes de Mazatlán y, principalmente, del estado de Durango recorren algunos caminos de la zona elevada del sur de Sinaloa; sin embargo, la geografía es antagonista de la búsqueda de osamentas.
Las comunidades están dispersas, por lo que hay kilómetros de zonas solitarias qué, con las condiciones de inseguridad y alta presencia del crimen organizado, podrían generar un peligro para cualquier persona. Además, los caminos se rompen y se deslavan con la lluvia, e incluso los cuerpos pueden quedar enterrados sin que nadie lo note.
“Si se llevan a alguien de allá abajo y lo tiran acá, ¿quién lo va a buscar acá? Si lo buscan, Dios quiera y sí lo encuentren, pero el cerro es muy grande, hay muchos lugares donde puede estar”, dice una de las vecinas mientras recuerda a algunos trabajadores de la mina que también han desaparecido.
Aunque, según los pobladores, el fenómeno de las desapariciones ha cesado, las familias se mantienen alerta, sobre todo cuando se trata de adolescentes y jóvenes, y se comunican entre comunidades cuando alguien no llega o falta a la escuela, pues consideran que son las víctimas más llamativas para el reclutamiento forzado en el caso de los varones, o el secuestro con fines de concubinato forzado y el abuso sexual hacia las mujeres por parte del crimen organizado.
Es una costumbre que nació del miedo, pero también del deseo de que no se repita el 2008.

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