En la sierra, donde las montañas se tocan con el cielo, los Rarámuri dicen que la vida es un camino que nunca termina.

Desde que nacemos, los pies aprenden a andar no sólo sobre la tierra, sino sobre el tiempo. Cada paso, cada sendero recorrido, es una conversación con la montaña.

Correr es orar, dicen los viejos. Es hablar con el viento y con los muertos.
Porque allá, en los barrancos y los valles, los espíritus caminan junto a los vivos, invisibles, ligeros, recordándoles que nadie avanza solo.

Cuando alguien muere, no se dice que partió, sino que siguió corriendo.
El alma toma el camino que los pies prepararon toda la vida.

Corre entre los pinos, cruza los ríos, sube las pendientes donde el aire se hace delgado. Y mientras lo hace, escucha el eco de las danzas, los tambores, los cantos del nutema, que resuenan desde las cuevas más antiguas, guiando su paso.

Dicen que en esa última carrera, el alma no se cansa. Que los cerros se abren para dejarla pasar y que el sol, al verla, baja un poco su luz para que encuentre el camino sin tropezar.

Cada piedra que pisa es un recuerdo, cada ráfaga de viento un nombre que la llama.

Los que quedan saben que el alma no se ha ido del todo.
Por eso en las noches tranquilas dejan el fuego encendido, y si el viento entra a la casa, no lo espantan: lo reconocen.
Es el viajero que regresa a descansar un momento, antes de seguir su carrera hacia el horizonte donde se reúnen todos los caminos.

Y así, cuando llegue su turno, ellos también correrán.
Ligeros, descalzos, con el corazón latiendo al ritmo del tambor.
Porque el alma Rarámuri no muere:
solo sigue corriendo hacia la luz que nace detrás de las montañas.

Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes