Dicen que los animales también tienen su altar, uno que no se ve, pero que se siente cuando el aire se vuelve tibio y huele a tierra mojada. Esa noche, cuando las velas arden y los hogares se llenan de murmullos, ellos regresan. Llegan despacio, sigilosos, con las patas que no dejan huella, con los ojos encendidos de recuerdo.

No todos vienen a buscar ofrendas; algunos sólo se acercan para mirar. Se sientan a la puerta, olfatean el aire, reconocen los pasos de quienes fueron su familia. Porque en vida aprendieron a leer los silencios humanos, y en la muerte, los entienden todavía mejor.

Los animales saben de amor sin palabras. No necesitan promesas, sólo miradas. Por eso los vínculos que tejen con nosotros no se rompen al morir, se transforman en caminos. Caminos hechos de hilos invisibles, que los atan a nuestras almas y los llaman de vuelta cada dos de noviembre.

Allá, en el otro mundo, se dice que esperan junto al río. Algunos lo llaman el río del olvido, otros el del paso. Ellos no cruzan sin nosotros. Se quedan en la orilla, atentos, moviendo la cola o batiendo las alas, recordándonos que cuando llegue nuestro momento, no estaremos solos.

Y así será: cuando el cuerpo se desprenda del mundo, cuando la memoria empiece a flotar como hoja en corriente, veremos una sombra conocida avanzar entre la niebla. Un ladrido, un relincho, un canto, y sabremos —sin miedo— que ha venido por nosotros.

Nos reconocerán por el olor, por el pulso, por la forma en que amábamos. Y con sus sentidos despiertos, nos guiarán entre los remolinos del río hasta el otro lado del puente, donde los recuerdos no pesan y el alma por fin descansa.

Entonces comprenderemos que nunca fueron sólo animales.
Fueron nuestros guardianes.
Nuestros primeros guías del Mictlán.
Y mientras exista un altar con una vela encendida y un nombre pronunciado, volverán, una y otra vez, a recordarnos cómo se regresa a casa.

Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes