Dicen los abuelos que desde el primer aliento empezamos a andar el camino al Mictlán. No lo sabemos, pero cada paso, cada duelo, cada desprendimiento, es una piedra que colocamos en ese sendero invisible que un día volveremos a recorrer.

A veces lo soñamos sin saberlo: ríos que cruzamos sin mojar los pies, montañas que parecen respirar, perros que nos miran con ojos humanos. Son señales, dicen, de que el alma recuerda el trayecto.

El camino no se anda al morir, se anda viviendo. Nos preparamos sin darnos cuenta, aprendiendo a soltar, a mirar la muerte sin miedo, a entender que el cuerpo es sólo el ropaje de un viaje más largo.

Cuando llega el momento, no hay oscuridad. Hay una bruma tibia que huele a cempasúchil y maíz tostado. Se abre el puente, y del otro lado esperan los que amamos, con velas encendidas y manos extendidas.

Nadie cruza solo. El perro guardián ladra suave, como si reconociera el alma. Entonces el velo se levanta, y comprendemos: nunca dejamos de caminar hacia allá, sólo aprendimos a hacerlo con los ojos cerrados.

Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes