El viento soplaba desde el oeste, trayendo el olor salado del mar. En las dunas, el silencio tenía cuerpo; respiraba entre los matorrales, se enredaba en los cabellos de quienes esperaban. No había velas, ni flores, ni altares, pero sí memoria.

Ahí, donde el mar toca la tierra, los Comca’ac recuerdan a los que partieron.

No los llaman con rezos, sino con canto. Un canto bajo, que nace en el pecho y se confunde con el murmullo de las olas. Porque saben que el alma no se pierde: se transforma, se vuelve espuma, viento o vuelo de garza sobre el agua.

Los ancianos dicen que cuando alguien muere, el mar crece un poco más, como si lo abrazara. Que la marea sube para llevarse la última huella del cuerpo y enseñarle a flotar al espíritu. Por eso, en las noches claras, miran hacia el horizonte y en cada resplandor del agua reconocen a quienes amaron.

No hay miedo en esas miradas. La muerte, para ellos, no es ruptura, sino regreso. Así como la ola que se aleja y vuelve, así viaja el alma. Va al fondo, descansa, y cuando el tiempo lo pide, vuelve a tocar la orilla, leve, como un suspiro que no se extingue.

El niño que creció oyendo esas historias comprendió, con los años, que recordar era una forma de resistir. Que nombrar a los muertos era mantenerlos flotando en el mismo mar donde todos los nombres terminan encontrándose.

Y así, cuando el sol se hunde en el horizonte y tiñe el agua de fuego, los Comca’ac se sientan frente al mar y cierran los ojos. Saben que no hay separación, sólo cambio. Que la muerte es una ola más del mismo ciclo.

Y mientras el viento canta entre las caracolas, el alma —esa brisa antigua— sigue danzando entre los mundos, sin final, sin miedo.

Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes