Bajo las dunas, donde la tierra se ha vuelto polvo de secretos, también hay almas que caminan.
No tienen flores que les guíen, ni velas encendidas en su nombre. Sólo el eco de las palas, el murmullo de las madres que aún buscan entre espinas, y el silencio del Estado que todo lo cubre con tierra.
Dicen que cuando llega el Día de Muertos, esas almas también despiertan.
No saben el camino al altar, pero reconocen el olor del copal, el pan recién hecho, el llanto contenido.
Caminan a tientas, siguiendo la voz de quienes aún pronuncian su nombre sin cuerpo que lo acompañe.
Avanzan entre las sombras del desierto, con los pies descalzos, con la piel hecha viento.
Algunas no llegan. Se quedan varadas en la frontera del recuerdo, donde la memoria humana no alcanza.
Otras encuentran los rastros de sus propias madres —las que siguen buscándolas con los dedos hundidos en la tierra— y se detienen, temerosas de tocar ese dolor que arde más que la muerte.
Esa noche, el velo también se abre para ellas, pero del otro lado sólo hay incertidumbre.
Ni ofrenda, ni altar, ni cuerpo.
Sólo la esperanza suspendida en el aire.
Las almas sin altar no descansan.
Siguen caminando entre la sierra y el desierto, buscando una flor que lleve su nombre, una vela que les reconozca, un país que deje de enterrar el silencio.
Y mientras los vivos sigan buscando, seguirán volviendo.
Porque el amor de quien busca es también una ofrenda,
y la búsqueda, un altar encendido en medio de la oscuridad.
Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes

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