El pasillo del camión va lleno; apenas encuentro un lugar para descansar después de clases, de los pensamientos que me persiguen y de mis días enfrentándose a vivir en un país que parece hundirse cada vez más. Buena parte del camión la ocupan niños y niñas de secundaria, esos que se sienten invencibles. No se preocupan: juegan, comentan sus días.

Las niñas hablan de si vieron a su enamorado y los niños, más bruscos, se bromean con golpes y empujones, lanzan chistes, se retan, se ríen. Es un mundo que ya no entiendo, al que ya no pertenezco.

Pero algo resuena en mí, algo me conecta con ellos. Alguien empieza a tararear una canción que conozco bien. Esa tonada me devuelve a mi yo de seis años, el que se creía fuerte por saberse las letras de los corridos, el que confundía respeto con miedo y pertenencia con violencia. Si bien era una canción de Peso Pluma, me hizo recordar aquellos tiempos en los que desde la inocencia de la infancia, no alcanzaba a dimensionar lo que escuchaba: las canciones de Gerardo Ortiz sobre hombres fuertes o empresarios; las de Calibre 50 sobre desapariciones o familias desviadas; o las de Regulo Caro sobre gajes del oficio o el poder de la organización.

Crecí en el sexenio de un presidente que firmaba tratados internacionales y daba discursos con más alcohol que diplomacia en la sangre. Sí, querido lector, lectora, hablo de ese sexenio: el mismo en el que dos estudiantes del Tec de Monterrey fueron asesinados y confundidos con criminales; el mismo en el que se desataron huracanes de balas a partir de la “Operación Conjunta Michoacán”.

De ese sexenio, también, donde se hallaron 72 migrantes centroamericanos asesinados en San Fernando, Tamaulipas; donde el crimen organizado decidía si un pueblo entero vivía o moría, como en Allende, Coahuila. De ese tiempo en que los ríos y las brechas del país corrían con la sangre de más de 102 mil homicidios y 22 mil desaparecidos, según el Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED).

Pero de niño, ¿qué iba a saber del mundo más allá de mi casa? Mi universo solo daba vueltas en escuchar los nuevos discos de Gerardo Ortiz en el reproductor CD, a jugar con mis Max Steel vestidos de militares con tenis, a recrear guerras entre “narcos” y “gobierno” con pistolas de balines. Yo solo quería pertenecer a algo, sentirme fuerte. Aunque claro, después de cada batalla, esperaba el abrazo y el “te quiero” de mamá o papá con sus apapachos. Pues al final, todo era solo un juego… ¿no?

Tengo un recuerdo borroso, pero presente hasta el día de hoy: una noche cualquiera, recostado en el sillón junto a mi padre, mientras la televisión murmuraba noticias, una nota captó mi atención, algo raro tratándose de un niño que apenas podía retener información. El gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, quería prohibir los narcocorridos en lugares frecuentados por jóvenes.

“Créeme que cuando veo actos como los de la sociedad que portan las camisetas de La Barbie, que se han hecho una moda, me parece que los jóvenes están en un grave riesgo de agarrar héroes de oropel”, dijo. Pero… ¿Qué era eso de “oropel”? No entendía nada, apenas y me sabía el abecedario al derecho y al revés.

Mi mente pensó que esa propuesta iba para todo el país, aunque solo la soñaban para Sinaloa. Pero me sentí con miedo e impotencia, como si me arrancaran algo muy mío, como si me quitaran la pertenencia a ser parte de algo. ¿Por qué querían prohibirlos, si al final solo era música? Mario López incluso cuestionaba por qué no hacían corridos del Chicharito. Pero, ¿qué podía contar ese joven, más allá de los 90 minutos en que persigue un balón? Entonces, en una entrevista para Milenio, Alfredo Ríos “El Komander” dio voz a mis pensamientos más profundos de aquel entonces ante toda la televisión nacional: “Somos músicos, no delincuentes”, decía, y explicaba que le cantaba a los oficios de la gente. Unos muy particulares, al parecer.

Nunca había pensado en esas canciones como algo más que entretenimiento… hasta que las escuché de nuevo, años después, en mi viejo IPod. Fue entonces cuando entendí que lo que yo creía juego e inocencia, tenía ecos de una realidad mucho más compleja. No distinguía entre cárteles, no sabía de sus conflictos internos, no entendía nada; solo sabía que algunas canciones tenían un ritmo tan contagioso que me hacían querer bailar.

Esa lista negra
En mis manos la tengo
Ubicó a la presa
Y ondeado metiendo
Calmado y sereno
Lo agarro y lo encinto
Pa’ que me dé tiempo
Sacar el cuchillo
Lo tiro en un predio
Y una cartulina
Resalta el mensaje
Ajustes Insulza.”

Calibre 50 / Ajustes Inzunza

Recientemente volví a escuchar esa canción guardada en aquel aparatito, y todo indica, que ya no me hará falta la desparasitación estomacal este año, después de la repulsión que mis jugos gástricos sufrieron al escuchar la letra años después. No era solo intimidante: era un paso a paso de cómo ejercer la violencia cantada con estilo y rima.

Mi yo de seis años escuchaba el ritmo y no cuestionaba nada, pero el adulto que soy ahora ve cuerpos, familias y contextos detrás de cada línea. Esa cachetada tan seca al darme cuenta de que las canciones no solo son sonido, sino testimonios, fue lo que me llevó después al Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, donde comprendí que no se trataba de números, sino de personas.

Hoy veo cómo el gobierno propone iniciativas como “México Canta por la Paz y contra las Adicciones”, un concurso que busca canciones libres de violencia, que hablen de amor, desamor y de la belleza de México, y que mantengan viva la música tradicional. Suena bonito ¿verdad? Pero el narco no solo está en las canciones: está en las calles, en las colonias, en las familias. Cambiar las letras es un paso, pero no la solución. No basta con modificar un género musical si los contextos que producen violencia siguen intactos.

Y de vuelta en aquel camión lleno de prepubertos, que gritan y ríen, viviendo su día, preocupados únicamente por la tarea que no hicieron, aunque pronto se les olvidará en cuanto lleguen a casa, los veo de nuevo: con sus AirPods tarareando canciones que me resultan familiares y con un humor que no termino de entender. Y sin embargo, los reconozco: la misma intensidad, la misma urgencia de pertenecer a algo más grande que ellos mismos. Tal vez son niños intentando encajar, como lo intentamos todos y todas alguna vez, en un país que nunca nos ha preguntado quiénes queremos ser, y en un mundo que parece no importaba.

Este texto fue publicado por ZonaDocs, integrante de TERRITORIAL ALIANZA DE MEDIOS. Aquí puedes consultar su publicación original.