Clementina y Arturo eran dos tortugas. Se conocieron, se enamoraron y decidieron que podrían hacer muchas cosas juntas. Ella era romántica y soñadora; quería viajar y conocer muchas cosas y lugares. Él era trabajador y responsable, seguro harían una buena pareja. Los años pasaban y Clementina se aburría en su casa. Un día le dice a Arturo que le gustaría tocar la flauta. Ese mismo día, él regresa con un tocadiscos y le dice: ‹‹qué habilidades tendrás tú para tocar, mejor te traje un tocadiscos para que escuches y disfrutes de la música. Pero amárratelo bien a tu caparazón, pues eres TAN DIS TRA Í DA que lo puedes perder››. Así lo hizo Clementina, amarró el tocadiscos a su caparazón y escuchó la música. Otro día le dice que quiere pintar. ‹‹Ahora resulta que te crees artista››. Regresa con un cuadro y le dice que qué sabrá ella de pintura: ‹‹…amárratelo a tu caparazón, pues eres TAN DIS TRA Í DA y torpe que lo puedes perder››. Al poco tiempo, Clementina tenía una montaña de cosas amarradas, todas se las traía su esposo. Sin embargo, ella seguía triste. Un día, cansada de tanto peso, se desprende por un momento de su caparazón y disfruta del campo y de la compañía de otros animalitos; todas las tardes hace lo mismo y sintió que nunca se había sentido mejor. Algo pasó esa tarde, decidió ya no ponerse su caparazón. Le brotaron alas, se escuchó la música, saltaron colores, brillaron sus ojos… dio vueltas de pura alegría, caminó al estanque, sintió la frescura, se fue alejando más… fue tan feliz que abandonó su propio cuento. Clementina aventó las piedras y le brotaron palabras. Sí, siempre tuviste alas y la fragilidad de un poeta, ahora también la resistencia de un boxeador. Y así, la tortuga con alas escribió otra historia…

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