Hay días en que la realidad de México nos apachurra. Uno despierta con la intención de tener un día “normal” y, antes de salir de casa ya se atravesó la noticia de una balacera, un bloqueo, un desaparecido más. Desgraciadamente la violencia se ha convertido en nuestro ruido de fondo, como un zumbido constante que amenaza con robarnos la paz, la esperanza y, si nos descuidamos, la cordura que nos queda.

Y sin embargo, muchos seguimos intentando participar: en causas de construcción de paz, educación, anticorrupción, comunidad. Asistimos, opinamos, proponemos. Pero hay una verdad incómoda que rara vez decimos en voz alta: luchar por el bien común cansa. Desgasta. Y si no aprendemos a cuidar el alma, podemos terminar rotos por dentro, aun cuando nuestras opiniones sigan sonando firmes por fuera.

Hace casi dos mil años, el emperador romano Marco Aurelio gobernaba un imperio en crisis, rodeado de guerras, epidemias y luchas internas. No tenía redes sociales, pero sí un caos muy real. ¿Qué hizo? Entre sus responsabilidades, siempre se daba el tiempo para sentarse a escribir. No para publicar, sino para recordarse a sí mismo cómo no perderse por dentro. De esas notas nacieron sus Meditaciones, un diario silencioso donde se repetía una y otra vez que no podemos controlar lo que pasa afuera, pero sí lo que hacemos con eso que nos pasa.

El estoicismo, la escuela filosófica a la que se le vincula, no es una receta para volverse frío o indiferente como muchos piensan. Es, al contrario, un arte de mantener el corazón vivo sin que se rompa en mil pedazos cada día con los golpes de realidad que nos pueden tomar descuidados anímicamente. Los estoicos distinguían entre lo que depende de nosotros y lo que no. Entre lo que podemos decidir y lo que solo podemos aceptar. No para resignarnos, sino para enfocar la energía donde realmente importa.

Aplicado a nuestra realidad culichi, sonaría así: no puedo controlar que haya un hecho violento hoy, pero sí puedo decidir cuánto me voy a intoxicar de imágenes, audios y detalles innecesarios. No puedo decidir por todo un sistema político, pero sí por las causas en las que me involucro y el modo en que lo hago. No puedo apagar solo el incendio de la inseguridad, pero sí cuidar que mi interior no se convierta también en un incendio permanente.

Cuidar el alma en tiempos violentos es una necesidad práctica. Dormir bien, comer bien, poner límites a la información que consumimos, buscar espacios de silencio, conversar con amigos de confianza, ir a terapia, leer filosofía u orar, según la fe de cada quien, son actos mínimos de mantenimiento. Igual que un médico no opera sin lavarse las manos, un ciudadano no debería entrar cada día al campo de batalla social con la mente y el corazón llenos de basura emocional.

Aquí aparece otra paradoja: muchos de los que más se preocupan por el bien común se olvidan por completo de sí mismos. Niéguenmelo. Se desgastan en reuniones, marchas, foros, chats interminables, mientras su cuerpo y su mente pasan factura: ansiedad, enojo crónico, cansancio. Defienden la dignidad humana hacia afuera, pero no la practican hacia adentro. Hablan de paz pública, mientras viven en guerra privada consigo mismos y sus cercanos.

No es que debamos retirarnos de lo social, ni de mirar hacia otro lado. Al contrario: se trata de poder permanecer activos de la mejor manera. De no ser una chispa que brilla intensamente por un momento y luego se apaga, sino una llama que, aunque pequeña, se mantiene encendida a lo largo del tiempo. Para eso, necesitamos una ética del cuidado personal como parte de la ética pública.

Marco Aurelio escribía para no olvidar quién era en medio del caos. Tal vez hoy nos toque hacer algo similar: tomar distancia, preguntarnos qué podemos controlar hoy, qué no, y cómo queremos responder. Hacer pequeñas “meditaciones” propias: ¿qué pensamientos me están envenenando? ¿Qué miedos puedo mirar de frente? ¿Qué acciones concretas están en mis manos?

Si queremos seguir participando en el mejoramiento de nuestra comunidad, primero tenemos que aprender a no rompernos. No huir de la realidad, prepararnos para sostenerla. Sinaloa necesita una sociedad sensible a los problemas que enfrenta, pero fortalecida, no solamente sensible o preocupada.

Al final, ninguna causa vale la pena si nos perdemos a nosotros mismos en el camino. Cuidar el alma, en estos tiempos tan ajetreados, es el primer acto de responsabilidad con el mundo que queremos cambiar.

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