La violencia que ha sacudido a Culiacán durante las últimas dos semanas ha sido un verdadero shock para los sinaloenses. Aunque no es la primera vez que la ciudad vive episodios violentos, esta vez el miedo se ha arraigado de manera distinta. Las balaceras y los escenarios de guerra han paralizado a la gente, que ya no quiere salir a la calle. Lejos de acostumbrarse, los habitantes de Culiacán se encuentran atrapados en una tensión constante, incapaces de aceptar que este nivel de violencia sea parte de su vida diaria.

Los culichis ya casi habían olvidado la guerra que comenzó en 2008, ese periodo en el que la violencia se volvió parte de la vida cotidiana. Después llegaron los dos “culiacanazos”, señales de que algo se estaba reconfigurando, que el orden estaba cambiando de forma. Esos episodios, aunque aterradores, no duraban mucho: dos o tres días, y la ciudad volvía a su ritmo, a la normalidad acostumbrada. Pero lo que está ocurriendo ahora es diferente.

No es una erupción momentánea, ni un recordatorio de quiénes controlan la situación. Esta vez no es otro “culiacanazo”. Esto es una guerra que parece no tener un fin cercano, y que toca a todos los que habitan la ciudad, porque todos, de alguna manera, son parte de ella.

Lo que Culiacán está viviendo no es la violencia a la que estaban acostumbrados aquellos que escriben en los periódicos, quienes opinan en redes sociales o trabajan en el gobierno, en la universidad, o en cualquier espacio donde las fronteras de su propio círculo social limitaban su visión.

La violencia parecía un problema ajeno, algo que ocurría en las periferias, en barrios alejados de la vida cotidiana de los más privilegiados. Los balazos eran lejanos, las desapariciones sucedían en otros rincones de la ciudad, y las historias de sangre se escuchaban de oídas, sin entrar de lleno en sus rutinas.

Pero esa distancia se ha roto. Hoy, esa violencia que parecía tener límites, que se mantenía fuera de los espacios donde los intelectuales, funcionarios o académicos miraban la ciudad desde una posición cómoda, ha irrumpido en sus vidas. Las reglas no escritas que, de alguna manera, les permitían seguir adelante, confiando en que la violencia tenía territorios marcados, se han desvanecido.

La inseguridad ha dejado de ser una historia ajena y ha comenzado a filtrarse en cada esquina, en cada conversación, en cada paso que dan al salir a la calle.

La esperanza era que esto fuera solo otro brote, un recordatorio de quién tiene el control. Pero con este segundo fin de semana de violencia, la ciudad ha entendido que esto no es un episodio pasajero. La guerra no se irá pronto. El tejido que sostenía esa frágil normalidad se ha desmoronado. Ese pacto tácito que le daba a Culiacán una falsa sensación de seguridad ya no existe. Lo que antes era un acuerdo implícito —la violencia tiene reglas— ahora ha desaparecido. Y con él, se ha roto la certeza de que la vida, aunque violenta, seguía adelante.

Hoy los sinaloenses sienten una traición profunda. La violencia no era bienvenida, pero se comprendía. Se sabía en qué lugares y en qué condiciones. Pero ahora, la incertidumbre ha tomado su lugar. Las reglas ya no funcionan, el orden se ha esfumado, y la sensación de abandono es lo único que queda. Pareciera que el resto del país no lo entiende. Afuera, creen que esta es la misma violencia que siempre ha existido en Sinaloa, y no se dan cuenta de que no es así. Lo que ocurre ahora es una ruptura total, un colapso de la normalidad violenta que, de alguna manera, nos había dejado seguir adelante.

Lo que muchos en Culiacán, los “culichís”, esperan es que esto pase pronto. Que los días de violencia se disipen como una tormenta pasajera y que todo vuelva a esa “normalidad” en la que el crimen organizado imponía sus códigos, sus reglas tácitas. Pero lo cierto es que Sinaloa no debe pasar página. No podemos olvidar ni permitir que esta guerra se archive como otro episodio más en la historia de violencia de nuestro estado. Ahora más que nunca es momento de reflexionar sobre lo que nos trajo hasta aquí, sobre todo aquello que ha permitido que esta situación florezca.

No es que falten propuestas. Desde hace años, en distintos espacios, activistas, empresarios, académicos y estudiantes han levantado la voz, ofreciendo soluciones. Las ideas están ahí, pero lo que realmente falta es un compromiso genuino, un pacto colectivo que vaya más allá de la retórica.

Hemos comprobado que las acciones aisladas no bastan, que las políticas federales, desorientadas por su falta de diagnósticos específicos y esa confusa mezcla entre abrazos y militarización, no están funcionando. Sinaloa no puede seguir esperando que las soluciones vengan desde arriba; lo que se necesita ahora es una alianza firme que se construya desde todos los sectores.

Este no es tiempo de divisiones ni de falsas resiliencias, esas que aparentan fortaleza mientras el miedo sigue latente.

No es momento de egos ni de señalar culpables. Lo he reflexionado mucho, y como tantos otros, me he preguntado: “¿Y el Rocha? ¿Dónde está el gobernador?”. Pero no lo digo para pedir su renuncia, lo digo porque este es el momento de unirnos. Gobierno, sociedad civil, empresarios, estudiantes, todos debemos formar un frente común. Incluso nosotros, los culichis que vivimos fuera, tenemos un papel que jugar. No son tiempos para el egoísmo, ni para quedarnos en la cómoda crítica sin acción.

Porque cuando la guerra termine, no bastará con sobrevivirla; tendremos que estar todos ahí para unir los pedazos y reconstruir lo que realmente queremos ser.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO