El sociólogo Arturo Santamaría acaba de publicar un libro muy interesante en el que reflexiona sobre la identidad de los sinaloenses, mediante una revisión de todo lo que se ha podido decir sobre Sinaloa, y todo lo que los escritores de esta tierra han dicho sobre la vida, desde Amado Nervo hasta Javier Valdez.

Sinaloa, milagro de luz; es el nombre del libro. Y sus páginas nos enseñan que, contrario a la idea hegemónica que ha impuesto la cultura narca sobre nuestra condición, el temperamento de los sinaloenses no es violento por naturaleza.

Santamaría aborda el tema de la identidad apartado de cualquier pretensión esencialista. El libro no apunta a encontrar una particularidad última e inmutable. Más bien, su intención es explicar bajo qué elementos culturales las identidades, las de los sinaloenses en este caso, van tomando forma y se transforman con el tiempo.

 

Uno de los primeros autores en tratar la condición del sinaloense, fue Enrique Félix Castro. En Evolución tardía de la provincia, “El Guacho Félix” se desmarca de la narrativa del complejo de inferioridad en los mexicanos, que propone Samuel Ramos a raíz del trauma de la conquista y las intervenciones extranjeras.

Contrario a la tesis de las inseguridades cubiertas por máscaras, para Juan Macedo López, y también para José Cayetano Valadez, los Sinaloense tienden a ser francos, extrovertidos, amistosos, de carácter alegre, carrilludos, altisonantes, serviciales, hospitalarios, amigos de los bailes y tendientes a poner motes o alias. Su temperamento, además, contrasta con el excesivo recato de los tapatíos, y con la malicia que llegan a mostrar las personas de la capital del país.

Quiza la razón por los sinaloenses moldearon un carácter muy distinto al de otras regiones de México, tiene su explicación en el desarrollo tardío de sus principales ciudades y por la insularidad geográfica que experimentó Sinaloa hasta ya entrado el siglo XX, cuando comenzó a llegar el ferrocarril, la electricidad, la radio y luego la televisión.

Antes, los sinaloenses existían aislados en torno a su propio mundo, un tanto apartados de las estrictas normas impuestas por la religión católica en el centro del país; y enriquecidos poco a poco con la tolerancia del cosmopolitismo y la diversidad cultural que fermentaron el gusto por la música de banda, la fiesta y la cerveza.

Nada indicaba entonces una naturaleza violenta. Muy pocos eran los acontecimientos de sangre que perturbaron la tranquilidad antes de la irrupción del crimen organizado. Pero esto se dio como actividad económica, no como fenómeno cultural; y la violencia que después mancilló la tierra fue por la imposibilidad de hallar soluciones institucionales y civilizadas a los conflictos entre grupos delictivos, el Estado y las diferentes facciones del crimen organizado, que terminaron por hacer de la barbarie su principal modo de comunicación.

El inconveniente ahora, es que el narcotráfico logró afianzar su hegemonía, no sólo mediante la violencia directa, si no que ahora también lo hace por medio de la cultura, con la producción de música, literatura, películas, series de televisión, moda, arquitectura y hábitos de consumo que enaltecen los valores de la mafia sinaloense, y que la sociedad en general adopta en su estilo de vida, hasta permear sus anhelos y formas de conducta.

 

Nuestra identidad, sin embargo, está en disputa, lo remarca Santamaría a lo largo de todo el libro. Y Si bien es cierto que la narcocultura se convirtió en la principal expresión de identidad, a la que el mundo acude para tipificar lo sinaloense; también es verdad que en el estado abundan movimientos de resistencia en todos los ámbitos de la vida artística, académica y política, que luchan por transformar lo que imaginamos de nosotros mismos.

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