Como respuesta al proyecto de la tirolesa, un grupo de ciudadanos y activistas ambientales se reunieron en la base del Cerro del Crestón para manifestar su rechazo a la obra, porque la consideran predatoria del ecosistema.

Por esos mismos días, el gobierno municipal hizo acto de presencia para interrumpir los trabajos. De acuerdo con los sellos que dejaron los empleados del ayuntamiento, la obra no cuenta con los permisos correspondientes.

Bajo esas circunstancias, la obra debía suspenderse hasta que todo estuviera en orden. Sin embargo, la respuesta de la empresa a cargo de la construcción fue contundente: en vez de ponerse al día con los requerimientos, lo que hicieron fue arrancar los sellos de clausura para continuar escarbando roca del cerro y asentar los soportes de la tirolesa.

Así. En un permanente reto a la legalidad y al derecho ciudadano a decidir sobre los recursos colectivos, los desarrolladores inmobiliarios y promotores turísticos de Mazatlán, asumen que los espacios en la ciudad pueden modificarse a su voluntad.

Como empresarios, su interés principal es hacer dinero. No más. De ninguna manera pueden presentarse como gestores del desarrollo urbano.

 

Pueden intervenir y participar en un proceso de gobernanza, pero no tienen legitimidad ni facultades para modificar la fachada de la ciudad como si se tratara de una concesión exclusiva.

Su excusa casi siempre es la misma. Justifican que es un proyecto de provecho para la economía local. No podía ser de otra manera. Si sus negocios contribuyen a la generación de empleo, esto es un derivado natural de la forma en que funcionan las empresas. Para reproducir capital se requiere mano de obra.

Pero además de la mano de obra, otro factor de producción es la tierra, un elemento que tiene sus restricciones de apropiación privada, porque como sociedad hemos llegado a un consenso jurídicamente reconocido, sobre la necesidad de disponer de espacios públicos, de disfrute colectivo, que no son sujetos a enajenación o especulación productiva.

Hay una relación muy estrecha entre calidad de vida y disposición de áreas públicas. Aquellas ciudades escasamente dotadas de espacios públicos, sus pobladores tienden a limitar su vida social al encierro, al trabajo y al consumo.

 

Bajo esta valoración, en Mazatlán existe todavía un sano equilibrio entre espacios públicos y privados. Además de hogares, oficinas y centros comerciales, la ciudad recompensa a sus habitantes con un gran repertorio de parques, plazas, playas, banquetas y avenidas que son para el disfrute libre de todos, incluso para los turistas y visitantes de todas las clases sociales.

Sin embargo, este necesario equilibrio entre espacios públicos y privados está entrando en una etapa de tensión, por la exacerbada vocación turística de los últimos años.

Una idea básica de la economía, es que el capital debe invertirse y las ganancias reinvertirse después. Capital inmóvil es capital que pierde valor. Con esta prisa, los inversionistas buscan colocar su dinero en aquellos negocios que más rentabilidad generen, con el menor riesgo posible.

En Mazatlán, el turismo es ese nicho de bajo riesgo que permite a los inversionistas las mejores tasas de retorno. En estas circunstancias, el espacio público se convirtió en el objeto de deseo de los empresarios, porque este es el lugar donde se concentra el mayor número de turistas.

 

Bajo esa lógica, los empresarios consideran un desperdicio un conglomerado de gente que acude a un lugar sin gastar. Y si no gastan, pues es porque no se les ha ofrecido ningún producto o servicio para comprar.

La competencia por convertir el espacio público en espacio de consumo se ha convertido en una carrera a la que todos quieren tener acceso, desde los vendedores y músicos ambulantes, los pequeños puestos fijos de venta de comida y chácharas, restaurantes y marisquerías sobre la playa, hasta los grandes empresarios y hoteleros con la capacidad de rediseñar de forma más severa el entorno.

El inconveniente con esta carrera por colonizar el espacio público es que se dejan por fuera dos o tres cosas elementales: La planificación racional de la ciudad, el interés más amplio de la ciudadanía, y las consideraciones sobre el desgaste de los recursos.

 

No es que se deban prohibir los emprendimientos en lugares públicos, el problema nuevamente es que esto se realiza sin ningún orden, ni consulta, ni previsión para conservar el medio, como de hecho ya lo estipulan las leyes en muchos sentidos.

El resultado con esta dinámica es la apropiación ilegítima y muchas veces ilegal del espacio público, lo cual deriva en cambios abruptos que se materializan en la modificación de espacios de recreación y esparcimiento, hacia lugares donde domina la lógica mercantil de la competencia por el provecho económico, y en donde a los ciudadanos se les valora meramente por su poder de compra.

En una siguiente entrega discutiremos la insensibilidad de las clases medias y altas ante la privatización de los espacios públicos, y los efectos de esta tendencia sobre el proyecto de la tirolesa en el faro de Mazatlán.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO