Comparar carreras universitarias con miles de estudiantes con las que apenas aglutinan a menos de un centenar es un ejercicio cada vez más habitual en el mundo, pero atenta contra el principio de toda Universidad, contra la generación, difusión y aplicación del conocimiento, así como del mismo quehacer científico.

Cada disciplina tiene una vocación distinta y se inserta en contextos sociales donde se ponderan con base en criterios –e incluso prejuicios- distintos, por lo que carreras como Administración de empresas, Comercio, Medicina, Derecho o Arquitectura siempre tendrán miles de aspirantes y estudiantes porque se ha construido un discurso progresista en torno a ellas, aunque en la realidad el desempleo y la carencia de oportunidades de desarrollo es un problema transversal a todas las carreras universitarias, pero de ese análisis nos ocuparemos en otra columna.

Por el contrario, disciplinas como Física, Matemáticas, Filosofía, Antropología, Historia o Sociología siempre tendrán números bajos porque el contexto social que las rodea no las favorece como a las otras, y porque a pesar de que parecen sencillas (como en el caso de las Ciencias Sociales o las Humanidades) en realidad ocupan gran esfuerzo intelectual por la exigencia de análisis, reflexión y crítica; y es en estas características donde se centra también la lógica de su desaparición.

Para el sistema económico y social que rige actualmente al mundo es mejor contar con personas poco reflexivas y críticas, que sepan seguir instrucciones y cuestionen poco lo que les rodea. Disfrazadas de eficiencia, progreso, modernismo o innovación, algunas carreras se impulsan y otras se relegan, pero la lógica es enseñar a hacer, para tener a una persona trabajando el resto de su vida, que enseñar a pensar, porque eso incomoda y compromete a todo el sistema.

La mejor y más discreta forma de acabar con las incomodidades en la educación superior es mediante un criterio de eficiencia presupuestal, ya que no es lo mismo sostener a una facultad con 6 mil estudiantes que otra con apenas 100. Es cierto, en el sentido administrativo es más caro pagar un docente para dos o tres estudiantes que para 50, aunque el primer ejemplo pedagógicamente es más efectivo que el segundo, pero ese es otro tema.

Las Universidades en el mundo, ni siquiera en Sinaloa o en México, se han convertido en un repositorio de esa lógica, convirtiéndolas en entidades operativas más que formativas, y es ahí donde la esencia de la Universidad, su misión y su compromiso social se pierden porque se convierten en administradoras de recursos financieros y humanos, en fábricas de profesionistas que saben hacer cosas.

Japón y Brasil son países cuyos gobiernos han hecho públicas sus intenciones de relegar, e incluso desaparecer a las Ciencias Sociales, bajo la misma lógica que hemos escuchado en Sinaloa en días recientes sobre las carreras presupuestalmente caras y con baja demanda. Aunque esos esfuerzos no se han concretado en ambos países existen políticas públicas, como en muchas otras naciones, incluyendo a México, que priorizan la formación de hacedores más que de pensadores. Un joven formado en alguna disciplina de las Ciencias Sociales, Humanidades o de las Ciencias Exactas no es un marihuano o un desadaptado social (prejuicios construidos para inhibir el acceso a estas carreras), es una persona que reflexiona sobre el establishment y puede retarlo, lo que no conviene a nadie.

Las Universidades son, por lo menos discursivamente, campos de saberes, formadoras de las generaciones que mejorarán al mundo, donde todos los pensamientos, creencias, opiniones gustos o preferencias caben y pueden expresarse y enseñarse, por lo que una carrera con 6 mil estudiantes es igual de valiosa que otra con 20.

Si el criterio académico impera sobre el de la eficiencia económica se pueden realizar ejercicios de compensación, para que las carreras masivas apoyen a las Universidades que “pierden” recursos con las carreras pequeñas. En muchas Universidades que resisten al embate de la eficiencia presupuestaria gubernamental se aplica esta lógica porque aún no pierden la esencia de que son formadoras y no administradoras ¿Cómo nos irá a las Universidades mexicanas ahora que la política pública gira en ese sentido?

Colocar en un patíbulo a las disciplinas universitarias con poca afluencia es comprometer la propia comprensión de la sociedad y sus formas de desarrollo, es golpear a la generación de conocimiento y al desarrollo de la ciencia; aunque ciertamente si ahorraría algunos pesos y nos quitaría de molestos personajes que cuestionan, reflexionan, critican e intentan cambiar lo que los rodea.

Quienes nos dedicamos al análisis social sabemos que las sociedades humanas cada vez más son más autómatas, menos reflexivas y críticas, que impera el consumo, la explotación y la precarización laboral, así como un sentido de autoestima basado en lo que compramos. Las Universidades son aún el espacio de resistencia que nos queda, el sitio para formar a quienes cambiarán esa dinámica para modelar nuevos mundos, nuevas formas de ser humanos y de vivir en sociedades altamente tecnologizadas.

“Un pobre que vota por la derecha representa la paradoja de un sistema político”, sentenciamos a nuestros alumnos en las aulas universitarias. El mismo criterio aplica a las y los universitarios, sean administrativos, docentes, estudiantes o autoridades, cuando repiten que mantener facultades con pocos estudiantes es presupuestalmente inviable. Que lo digan desde afuera se entiende, pero aquí en los espacios universitarios donde debemos analizar, cuestionar y trascender, no sólo es repetir un discurso anti formativo, es una forma de legitimar que las Universidades ahora son líneas de producción de los trabajadores-consumidores que ocupa el sistema.

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