Sinaloa vive una herida abierta. Trece meses de violencia sostenida han desgarrado no solo la seguridad, sino también el espíritu de su gente. Las cifras se repiten en noticieros, pero lo más grave ocurre en silencio: la normalización del miedo. Madres que ajustan sus horarios para evitar calles oscuras, jóvenes que se marchan sin mirar atrás, empresarios que prefieren cerrar antes que pagar “cuota”, mientras tanto, la vida continúa como si nada. Pero nada es normal. Es insostenible cómo vivimos en Sinaloa. No puede haber sostenibilidad, bienestar ni desarrollo en una sociedad que respira miedo.
La narcocultura ha calado tan hondo que se ha impregnado en la mente colectiva. Pierre Bourdieu llamó habitus a ese conjunto de patrones invisibles que moldean nuestras acciones y pensamientos. En Sinaloa, el habitus ha sido colonizado por la lógica del poder rápido, del dinero fácil, del miedo disfrazado de respeto.
Cuando una sociedad empieza a admirar la impunidad y a justificar la violencia como parte del “modo de vida”, el tejido moral se corrompe. Y esa corrupción simbólica no solo destruye el alma social también pudre la economía.
Hoy, muchos comercios cierran sus puertas no por falta de clientes, sino por amenazas. Familias pierden su sustento, comunidades se vacían, y los empleos que sostenían la dignidad desaparecen entre extorsiones y cobros de piso.
¿Cómo hablar de sostenibilidad cuando la gente teme salir a trabajar? ¿Cómo construir responsabilidad social cuando las empresas solo buscan sobrevivir?
En medio de esta realidad, el discurso de la sostenibilidad corre el riesgo de volverse un lujo semántico.
Hablamos de responsabilidad social, de economía circular, de liderazgo ético, pero mientras tanto, la base que sostiene todo: la seguridad, la paz, la confianza, se desmorona. No hay estrategia Socialmente Responsable que resista un contexto donde la violencia dicta las reglas.
En Sinaloa, antes de pensar en reciclar residuos o medir huellas de carbono, tenemos que reconstruir el valor de la vida humana. La sostenibilidad real empieza ahí, en poder trabajar sin miedo, caminar sin mirar atrás, vivir sin esconderse. Eso también es responsabilidad social: sostener la posibilidad misma de vivir con dignidad.
La regeneración del tejido social no vendrá desde un solo frente. Requiere un pacto ético entre empresas, gobierno y sociedad civil, pero no desde la retórica, sino desde el reconocimiento brutal de lo que somos hoy, un estado que se desangra.
El gobierno debe garantizar justicia efectiva, seguridad real y políticas que ataquen las raíces: la desigualdad, la falta de oportunidades y la deshumanización del poder. Las empresas tienen que asumir un rol cívico más allá del mercado, abrir espacios para el empleo digno, proteger a su gente, exigir condiciones de justicia y acompañar la reconstrucción comunitaria. La sociedad civil necesita recuperar el sentido de comunidad y recuperar la voz; dejar de mirar hacia otro lado y entender que el silencio también alimenta el sistema.
Mientras sigamos actuando cada quien desde su trinchera, la violencia seguirá siendo la que organiza la vida pública.
Sinaloa necesita más que esperanza, necesita coherencia y valor moral. No basta con resistir; hay que transformar, no basta con pedir paz; hay que reconstruirla.
La sostenibilidad no es solo una meta ambiental ni un sello empresarial, es la capacidad de sostenernos unos a otros en medio del caos, de volver a tejer vínculos humanos, de elegir la vida sobre el miedo.
Regenerar el tejido social no es una utopía, es la única forma de garantizar que haya futuro. Y ese futuro no se construirá con campañas de paz decorativas, sino con acciones colectivas, memoria, empatía y responsabilidad compartida.
Porque la sostenibilidad, en su sentido más profundo, empieza cuando la vida se vuelve más valiosa que la costumbre de sobrevivir.
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