Hace exactamente 22 años, durante la calurosa Semana Santa del 2003, estaba terminando de redactar mi protocolo de investigación para juntarlo con otros documentos y, tras pruebas de conocimiento de historia latinoamericana y de español, poder entrar al programa de maestría en estudios latinoamericanos de la UNAM.
Allí permanecería, satelital, hasta 2014, cursando maestría y doctorado, sin prisa y con intensidad. Lo menciono porque mi primer proyecto tenía que ver con los modelos, los éxitos y los fracasos, de la integración económica y política de América Latina y la complicada relación del subcontinente con Estados Unidos.
El tema fue y es de interés y debate permanente entre los países de la que Simón Bolívar, José Martí, Fidel Castro o Hugo Chávez, entre otros, vislumbraron, en momentos históricos bien distintos, como la “Patria Grande”.
La esencia de “Nuestra América”, de “Latinoamérica unida” y del sueño bolivariano, siempre han estado en el centro de la discusión política regional, particularmente entre las izquierdas de lucha y de gobierno, los movimientos y los partidos, pero también entre las y los estudiantes de licenciaturas y posgrados latinoamericanistas a lo largo del continente.
Entre las generaciones inaugurales del nuevo milenio en nuestra máxima casa de estudios, las y los latinoamericanistas proveníamos y nos cebábamos de las más variadas tradiciones del pensamiento y la praxis política: desde el guevarismo y el marxismo ortodoxo al bolivarianismo arielista, del chavismo y el socialismo del siglo XXI al zapatismo y las autonomías anticapitalistas, del anarquismo magonista al socialismo indígena y la teología de la liberación, del obrerismo eurocomunista y el dependentismo al perredismo socialdemócrata, del antimperialismo y la teoría gramsciana al ecofeminismo. En fin, era una feria de fascinaciones utópicas y pragmatismos con pretensiones revolucionarias, de focos guerrilleros desarmados y actos de solidaridad altermundista.
Ni apocalípticos ni integrados, enjaulados en la melancolía, subalternos y cuasi lumpen, los compañeros y las compañeras del posgrado terminábamos toda discusión político-ideológica en las cantinas de Copilco y la Santocho, con eternas e irresueltas preguntas, nada retóricas.
¿Existe o no América Latina? ¿Qué es la identidad latinoamericana? ¿Hay una filosofía de Abya Yala? Y, además, ¿de quién es nuestramérica? O sea, ¿nuestra de quién? ¿El Caribe es América Latina? ¿Será algún día realidad la Patria Grande, la Latinoamérica unida que soñaron el Che y el Libertador?
Y finalmente, ¿qué nos dirían de todo este rollo las y los docentes de nuestro posgrado puma? ¿Qué pensarían infinitas generaciones de discípulos, que fueron más o menos aventurados y desintegrados en los siglos de los siglos?
El problema, los problemas mentados sobre América Latina son y quedan irresueltos, arcanos, probablemente insolubles, indisociables de la impermanencia, por eso nos apasionan y nos divagan. ¡Pachequeces! Dirían algunos. ¡Verdad! Increparían otros.
Este íncipit anecdótico fue inspirado por el aire fresco y memorioso de una madrugada atemporal en lo de Dolores Hidalgo, pero también y sobre todo por la noticia de la IX Cumbre de la CELAC, consumada el pasado 9 de abril en Tegucigalpa, Honduras.
France 24 resume así el contexto de la reunión: “Los líderes de la región se reunieron en Tegucigalpa para celebrar la cumbre la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en el contexto de la guerra comercial y la crisis sistémica que deriva de ella. Los acuerdos entre los gobiernos de Claudia Sheinbaum y Luiz Inácio Lula da Silva reabren la pregunta por las posibilidades que tienen los países latinoamericanos para lograr una integración que permita contener las consecuencias de la tormenta económica y financiera global”.
Mi primer comentario es que, en las ideas y los ideales, en la buena voluntad y discursos de líderes integracionistas, la unión es una posibilidad y un plan, una visión esperanzadora. Sin embargo, ha dependido mucho más de vaivenes de partidos en el gobierno y del vínculo estratégico continental americano, bajo hegemonía yanqui, que de una política coherente y continua los Estados o de las ventajas y complementariedades económico-comerciales entre países, que fomentaran alianzas de largo plazo.
En diciembre de 2011, la CELAC fue concebida como un foro internacional americano, sin la presencia de Canadá y Estados Unidos, y la propuesta llegaba en una época de pujantes gobiernos progresistas latinoamericanos, relativamente afines, y de un renovado esfuerzo de integración, sobre todo a la luz del fracaso de la propuesta estadounidense de extensión del TLCAN (o NAFTA, hoy T-Mec) a todo el continente, bajo la forma del ALCA (Acuerdo de Libre Comercio de las Américas).
Bush hijo impulsó el tratado por allí del 2000, 2005, pero su propuesta panamericanista y neoimperialista fracasó. Entonces EUA optó, como siempre, por tratados bilaterales altamente asimétricos con algunos países o bloques, como Colombia, República Dominicana y el Mercado Común Centroamericano, mientras que Venezuela tomó la iniciativa contrahegemónica del ALBA, hoy Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos.
Un lustro después, como mecanismo de coordinación política, social y cultural más que comercial o económica, nacía la CELAC, integrada por 33 países caribeños y latinoamericanos. ¿Cuáles valores y objetivos la mueven?
La Declaración de Tegucigalpa, aprobada al final de la reciente cumbre por 30 países, ratifica el principio de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, con base en el respeto a los propósitos y principios de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional, la cooperación internacional, la democracia y el Estado de Derecho, el multilateralismo, la protección y promoción de todos los derechos humanos, el respeto a la autodeterminación, la no injerencia en los asuntos internos, la soberanía y la integridad territorial.
El texto rechaza, a la vez, la imposición de medidas coercitivas unilaterales, contrarias al derecho internacional, incluidas las restrictivas al comercio internacional. Se considera oportuno y adecuado que una persona nacional de un país de la región ocupe la Secretaría General de la Organización de las Naciones Unidas, además de señalar que jamás este ha sido asignado a una mujer.
Finalmente se dio bienvenida a Colombia como Presidente Pro Tempore del mecanismo para 2025 y 2026 y se reafirmaron las prioridades regionales para un trabajo en conjunto: la energía (transición energética e interconexión), movilidad humana, salud y autosuficiencia sanitaria, seguridad alimentaria, medio ambiente y cambio climático, pueblos indígenas y afrodescendientes; asimismo, temas relativos a ciencia, tecnología e innovación; conectividad e infraestructura; fortalecimiento del comercio e inversión; delincuencia organizada transnacional, así como educación e igualdad de género.
Se trata de declaraciones, claro está, pues la CELAC no incluye mecanismos coercitivos o de cesión real de soberanía entre sus miembros, y depende de la alineación de intereses políticos todavía bastante “coyunturales” o de mediano alcance, pero sigue siendo un importante foro de diálogo y de posicionamiento regional.
Tras encontrarse con Claudia Sheinbaum, el presidente brasileño Lula ha declarado que: “Decidimos fortalecer aún más las relaciones entre nuestros dos países promoviendo reuniones periódicas entre nuestros Gobiernos y los sectores productivos de las industrias brasileña y mexicana”, esto con la idea de consolidar un canal permanente de diálogo en materia económica e industrial, hacia una integración mayor, ante amenazas externas.
Siempre he simpatizado y he mirado con interés a la evolución y los desafíos de un foro latinoamericano como la CELAC, que, con sus límites y alcances, es el único de este tipo y avanza, aunque paulatinamente.
La integración y autonomía de la región a lo largo de la historia ha sido determinada e influenciada por algunos factores u obstáculos importantes: la diversidad de posiciones y colores político-ideológicos entre gobiernos, a veces diametralmente opuestos y poco propensos al diálogo; la presencia del polo hegemónico anglosajón en la estructura continental, conformado por Estados Unidos y Canadá; el tamaño y casi autosuficiencia de Brasil en Sudamérica; la lejanía geográfica y la diferente inserción internacional entre norte, centro y sur del continente, amplificada por infraestructuras aún carentes entre las macrozonas de Latinoamérica, y el escaso nivel de comercio intrarregional.
La diversidad y la polarización le ganan a la unidad y a la construcción común. Estos factores han tendido a superponerse entre sí y con las diferencias geoestratégicas de los diferentes “polos” o macrorregiones:
- (1) México, El Caribe y Centroamérica, considerados como “patio trasero” por Estados Unidos, altamente dependientes en comercio, inversiones y en tecnología de este país, salvo México que por su tamaño y desarrollo mantiene una relación intermedia y de puente;
- (2) Venezuela, las Guyanas, Surinam, Colombia, Ecuador y Perú, con una dependencia intermedia de la potencia mundial y un proceso de integración como la Comunidad Andina que, a finales del siglo XX y principios del XXI, había avanzado bastante, aunque se estancó;
- (3) y, luego, los países del Cono Sur, Bolivia y Paraguay, con mayores márgenes de maniobra y mayores niveles de integración, ya sea dentro del Mercosur o como observadores de esta alianza, inspirada en su momento por la Unión Europea.
México y Centroamérica, histórica y culturalmente cercanos al resto de América Latina, se encuentran, sin embargo, plenamente dentro de la esfera geopolítica y de las cadenas productivas y de movilidad humana de América del Norte.
Por otro lado, identifico en este momento cuatro o cinco bloques políticos distintos, más allá de la geografía y la idiosincrasia.
Uno es el eje humanista, progresista y popular, desarrollista y de izquierdas reformistas, constituido por el México de Sheinbaum, el Brasil de Lula, y la Colombia de Petro, principalmente, quienes serían motores de una CELAC presidida por Colombia en el próximo bienio.
Quizás Costa Rica, Uruguay, Chile y Guatemala actualmente pudieran incluirse en este primer eje, o bien, debido a ciertas semejanzas y por su tamaño bastante comparable, podríamos pensar en una categoría ad hoc, un eje socialdemócrata moderado con continuidades neoliberales y avances sociales paulatinos, pero dependiendo del país.
El tercero es un eje diametralmente opuesto, que llamo “necroliberal” o “necrolibertario”, de ultraderecha, tendencialmente cripto-neoliberal y necropolítico, excluyente y antiderechos, securitario salvajemente capitalista, conformado por Milei, presidente argentino, el mandatario salvadoreño Nayib Bukele, y el junior bananero Daniel Noboa que, al parecer, acaba de confirmarse al mando de un Ecuador desgarrado por la violencia y la desigualdad.
Un cuarto eje es el que enlazaba al comunismo cubano del siglo XX, extendido con cambios generacionales y de modelo al siglo XXI, con el proyecto “Socialista del siglo XXI” o “bolivariano” de Venezuela, hoy definible quizás como un “autoritarismo caótico”, y luego Nicaragua, un régimen que acabó volviéndose patrimonialista y dinástico.
Finalmente, un quinto eje es simplemente el de la incertidumbre, con una Bolivia que nos muestra cómo puede acabar una izquierda, otrora exitosa en el gobierno, si se enfrasca en guerras intestinas y estanca su proyecto e ideales, y un Perú caracterizado por la presidencia espuria de la derecha con Dina Boluarte, tras un golpe contra el expresidente de izquierda Pedro Castillo.
Aquí acaba la divagación y sigue la pregunta, entre sueño, idealismo y cruda realidad: ¿Existe la Patria Grande nuestramericana?
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