Es frecuente oír observaciones sobre el divorcio de la cultura y el carácter, e inferir de ello que la cultura es mero barniz, y que sólo el carácter merece seria atención. No puede haber error más fatal. Cultura sin carácter es, sin duda, algo frívolo, vano y débil, pero carácter sin cultura es, por otra parte, cosa brutal, ciega y peligrosa.

Matthew Arnold, La educación y el Estado

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Recientemente, el crítico, periodista y ensayista Fernando García Ramírez ha publicado “La quiebra del Estado cultural” (Letras Libres, 304, abril de 2024), un muy buen punto de partida para reanudar la siempre interrumpida conversación acerca de la cultura, su fomento y promoción en un país como México. Hacerlo en estos días de campañas electorales puede, además, servir de contrapunto a la simulación polarizadora, el escándalo mediático, y sí, la abulia y la decepción dominantes en buena parte del electorado.

En principio, suscribo el recorrido y las conclusiones que García Ramírez ofrece en su escrito. Ciertamente, el modelo del Estado cultural del siglo XX mexicano se ha vaciado. Lo vació, para empezar, la historia. Fue un modelo paternalista, clientelar e instrumentalista subordinado al propósito de legitimación del Estado de la Revolución Mexicana. Como tantas otras cosas de aquel tiempo, ese modelo sobrevive, así sea como un fantasma ideológico, en la presidencia de López Obrador.

No me ocuparé del sucinto pero puntual relato expuesto por Fernando (recomiendo mucho, desde luego, su lectura), diré sólo que valdría la pena, en un ensayo de mayor alcance, abundar en cada una de las estaciones en las que, siguiendo a autores como Gabriel Zaid, se detiene en su rápido viaje.

Inevitablemente uno se pregunta por las causas del retraimiento de la Iglesia católica, relacionadas, como bien se apunta, con sus diferencias con el Estado de la Revolución, aunque también, desde los años sesenta a la fecha, con su cada vez más menguante labor pastoral.

 

Uno se pregunta también por las características del empresariado mexicano y su escaso involucramiento con las tareas de la cultura y en general de la civilización, aún con las discrecionales intervenciones de algunos consorcios, cuya revisión pormenorizada, por lo demás, puede arrojar valiosas lecciones para el futuro inmediato.

Y algo que, más allá de la mención de los gobiernos panistas, merecería un mayor desarrollo: la manera en que los actores del llamado tránsito a la democracia de fines del siglo pasado e inicios del actual —empezando por los partidos políticos, sus elites y los gobiernos de la alternancia—, se desentendieron también del tema: la cultura es subsidiaria, se siguió pensando, aunque ahora deberá responder a los requerimientos de la sociedad civil y no de la sociedad política. Dos extremos: instrumentalización en un caso y plana liberalización (aunque no fuera más que en el discurso) en otro.

Esta es una de las asignaturas pendientes de ese necesario balance. Un recuento que deberán hacer no los detractores pragmáticos sino los propios artífices —en la elaboración intelectual y en la vida pública— de la primera fase de la transición: ¿de qué manera “vivir en democracia” provocó un desencanto social que contribuyó al arribo de un sui generis populismo político e ideológico (no económico, hay que decirlo)?, ¿de qué manera los problemas de la exclusión básica y el pluralismo social y cultural fueron relegados por los acuerdos entre el poder y las cúpulas partidarias y empresariales, así como por las negociaciones intra e interpartidistas? Entiendo que este no es el momento más oportuno para hacerse cargo de este incómodo asunto, solamente consigno la pertinencia, ocurra lo que ocurra el próximo 2 de junio, de abordarlo de una buena vez y no sacrificar ese debate a las inacabables coyunturas electorales, las reacciones a las crisis violentas y la búsqueda de lo “noticioso”.

Sugiero, por otra parte, incorporar al repaso de García Ramírez el antecedente cercano de la pandemia, la falta de atención gubernamental y sus consecuencias todavía visibles en sectores como el de las artes escénicas y la industria editorial. Una desatención que, además de sus dramáticas secuelas, desnudó el desprecio del poder por la creación artística y literaria. Los escritores, las industrias culturales y los artistas perjudicados por la paralización social del confinamiento —se pensaba y se sigue pensando— son defensores de la doctrina del arte por el arte. Así se evitó un esfuerzo institucional y se despachó, de pasada, una venerable discusión que a estas alturas no está, de ningún modo, zanjada.

Hay en la denuncia del “elitismo del arte por el arte” hecha por personajes como Marx Arriaga y Paco Ignacio Taibo II, el desconocimiento de una lucha todavía vigente contra la imposición del mercado y los horrores de la industrialización en la Europa moderna, lo mismo que contra la idea del arte como mera imitación de la vida (Wilde dixit) o reflejo de la sociedad y sus contradicciones. Como afirmaba el viejo Burckhardt: el arte florece en la libertad y se marchita en la opresión de cualquier naturaleza.

En el caso de México, la reivindicación de “otra” cultura, la auténtica cultura del pueblo, en el actual gobierno, descalifica a ese arte “inútil” por no responder a las “necesidades populares”, al “bienestar de las mayorías”; además de que, en la medida en que una buena parte del fomento y la difusión cultural que se despliega desde la literatura, las artes visuales y escénicas es cultura universal y, por lo tanto, percibida como “extranjera” o “ajena”, también en este ámbito se revive la añeja polémica entre cultura nacional y cosmopolitismo, protagonizada en estos lares, hay que recordarlo, por personajes como Ermilo Abreu Gómez y Alfonso Reyes hace noventa años.

Por otro lado, vale la pena destacar, a propósito de la vinculación entre cultura y sociedad, la pertinencia de avanzar en lo que García Ramírez deja anotado en la última parte de su escrito, cuando afirma la posibilidad de combinar rasgos del modelo estadounidense de involucramiento empresarial, liberalización, fundraising y una política fiscal para la cultura y las artes, con el modelo francés de la excepción cultural: “El Estado debe apoyar donde la iniciativa privada no quiere o no puede”. Hay aquí mucho por revisar, mucho por discutir, renovar y echar a andar.

 

Habría que remontarnos en este punto a la segunda mitad del siglo XIX, recordando al Matthew Arnold que, en La educación y el Estado, abogando por un liberalismo que le diera al Estado un papel más activo como agente igualador, no de los espíritus sino de las oportunidades, apuntaba que para que la energía social adquiera cauce, se requiere una “razón eminente”, esto es, ideas claras y compartidas que orienten la acción del Estado.

En esta dirección, en sentido estricto, como en el poema de Pellicer, con la política cultural en México “no suceden cosas/de mayor trascendencia que las rosas”. El mapa programático de la cultura es prácticamente el mismo de los últimos mandatos priistas y panistas: Festival Cervantino, ferias internacionales diversas (FIL, Palacio de Minería, aunque más bien se haya intentado crearles un vacío), apoyo casuístico a programas estatales (festivales artísticos, orquestas, cultura étnica o popular), fondos pactados con los estados. ¿Qué más? Ah, de nuevo alguna obra espectacular: la reconversión de Los Pinos y el Complejo Cultural Bosque Chapultepec, sí, en la Ciudad de México.

La Secretaría de Cultura no ha elaborado una política que dibuje estrategias de desarrollo cultural por regiones a partir de la ubicación de capacidades y tendencias históricas espoleadas, más bien, por iniciativa social o privada a lo largo y ancho del territorio nacional. Cierto que se ha creado un programa de Cultura Comunitaria para “promover el ejercicio de los derechos culturales de personas, grupos y comunidades; prioritariamente con aquellas que han quedado al margen de las políticas culturales”, traducido en “Misiones por la diversidad cultural”, aunque con un planteamiento tan vago que no permite alentar grandes expectativas. Habría que suscribir, por este rumbo, las críticas de Édgar Alejandro Hernández a la significativa disminución de las asignaciones de Apoyo a las Instituciones Estatales de Cultura (AIEC), uno de los pocos logros en la relación estados-federación, que, por lo que se ve, apenas sobrevivirá en esta gestión.

La idea misma de las “Misiones culturales”, más allá de la intención de construir “laboratorios de cultura comunitaria” y poner en marcha “convites” y “jolgorios”, habla de cierto paternalismo inscrito en la ideología del redivivo nacionalismo revolucionario. Más allá de usarla como carta ideológica, la diversidad de la que se habla un día sí y otro también, sigue siendo una referencia casi folclórica del discurso oficial. Sí, como en los tiempos del viejo PRI. Fuera de ese folclor no vemos acción redistributiva. Y el ejemplo más reciente de ello fue la flagrante ausencia de apoyo a quienes crean, ejecutan y promueven la cultura en los arduos tiempos del coronavirus.

La conclusión es abrumadora: increíble que, a estas alturas de nuestra historia moderna y contemporánea, una de las asignaturas pendientes del quehacer cultural sea la definición, diagnóstico y despliegue estratégico de una auténtica política pública federalista y republicana. Increíble que sigamos subordinados a una narrativa conservadora y centralista que se desentiende de los contenidos regionales del texto cultural nacional. Y diré que, en efecto, no se trata de un asunto sencillo, aunque sí, y con eso debería bastar, de algo evidente al tiempo que dramático y ofensivo dadas las condiciones actuales de nuestro(s) tejido(s) social(es). En lo que se lanzan decálogos morales para que cada quien coloque en su corazoncito los valores de la solidaridad y el amor al prójimo y la naturaleza, la violencia no ha hecho más que recrudecerse, lesionando las posibilidades de convivencia pacífica y productiva de nuestras sociedades.

En materia de financiamiento público cultural, no se ha avanzado una sola pulgada. Para hablar solamente de este caso, dígase que los convenios que se firman con los estados son los mismos que se acordaron desde la administración encabezada por Rafael Tovar y de Teresa en los tiempos de la presidencia de Ernesto Zedillo: fondos estatales para el estímulo a la creación artística, apoyos a las culturas municipales y comunitarias, cultura infantil, algunos remiendos a la infraestructura cultural… no mucho más que eso. Igual ha ocurrido con los fondos nacionales como el FONCA, que sigue siendo el punto de referencia para los creadores en el país. Nada verdaderamente relevante ha ocurrido durante la actual gestión federal en lo que toca a financiamiento e inversión cultural.

Por lo mismo, para avanzar en este terreno (y aquí considero algunos de los planteamientos hechos por las candidatas y sus equipos), se tendría que:

·         En el renglón de federalismo presupuestal, trabajar en la perspectiva de crear un Fondo de Aportaciones para la Actividad Cultural, algo así como lo que ocurría en el caso de la educación básica con el Fondo de Aportaciones a la Educación Básica (ahora reducido a Fondo de la Nómina Educativa). De esta manera, cada estado podría presentar planteamientos de política cultural (educación artística, difusión cultural, compañías, apoyos a la creación, bibliotecas, infraestructura y equipamiento, etcétera) que, a partir de acordar una fórmula de asignaciones, permita contar con recursos irreductibles y en aumento para el quehacer público cultural.

·         Mención especial merece la iniciativa de Seguridad Social para la Comunidad Cultural, misma que fue presentada por la senadora María Rojo desde diciembre del 2010, y que fue enviada, debidamente dictaminada, en noviembre de 2011 a la Cámara de Diputados.  En resumen, como ya se establece en alguna propuesta de campaña, incorporar al IMSSS a artistas, creadores y gestores culturales que no cuentan con seguridad social, con todos los beneficios que ello implica, incluido el beneficio de retiro, mediante la creación de un Fideicomiso que administrará el Fondo de Apoyo para el Acceso de Artistas, Creadores y Gestores Culturales a la Seguridad Social, previa elaboración del Registro Nacional respectivo.

·         Revisar el marco fiscal de los esquemas de mecenazgo e inversión cultural, más allá de la filantropía, para promover una reforma que considere el concepto de industrias culturales, lo mismo como generadoras de empleo que como difusoras del patrimonio arqueológico, histórico y artístico. Esto requiere, desde luego, que las secretarías de Economía y del Trabajo reconozcan a la economía cultural como parte de la economía nacional (¡y como no hacerlo cuando caemos en la cuenta de que, según las cifras del INEGI y sin contar al turismo, el sector aportó un significativo 3.16% del PIB en 2018, sin proporción con el 0.3% que se le destina en el Presupuesto de Egresos de la Federación!).

·         Revisar los esquemas de apoyo de la banca de desarrollo, con el propósito de considerar en sus líneas de atención la incubación y el financiamiento de empresas y proyectos culturales.

·         Llevar a cabo todo lo conducente para ampliar los fondos nacionales, estatales y municipales de apoyo a la creación, la difusión y la promoción artística y cultural, considerando siempre los criterios de equidad, calidad y transparencia en su asignación, así como la priorización de su entrega a los agentes culturales de la región, el estado y la localidad del caso. Los apoyos a la cultura deben servir a la dinamización de la vida social y no a la consagración de privilegios de ningún tipo.

·         En la orientación programática, se requiere construir una trama de significados distinta a la ya convencional narrativa que destaca la ineficiencia o hasta el “anacronismo” de las líneas de trabajo dirigidas al fortalecimiento de dispositivos regionales, estatales, municipales y comunitarios de intervención social. Basta ya de imposición de programas del centro a la provincia. Basta ya de formalizar una política y una narrativa lineal y aplanadora de todo erizamiento, de toda diferencia regional, como ocurrió con las casas de cultura municipales y comunitarias que fueron satanizadas como vestigios bucólicos de prácticas parroquiales y provincianas (no sabemos, por cierto, si nuestras burocracias culturales federales y estatales reconozcan la firma de André Malraux en esta vertiente programática:  con ella se inaugura en Occidente, ni más ni menos, la idea de una política cultural).

·         Nadie discute la misión de proyectar una imagen de país, de nación, que la acción pública cultural tiene encomendada. Nadie discute tampoco su función como proveedora de bienes y servicios culturales diversos (educación artística, museos, teatros, festivales, ferias del libro, etcétera). Pero su tarea debe ir, ahora más que nunca, mucho más allá: una verdadera política cultural tendrá que sustentarse en la demanda objetiva de las comunidades donde se crean los sujetos de la vida social, donde se gesta el déficit de cohesión y ciudadanía que padecemos. Precisamente por las razones que arguyen los políticos, los funcionarios públicos, los intelectuales, opinadores y dirigentes sociales, referidas a la necesidad de enfatizar los programas preventivos de las conductas transgresoras, la política pública debe considerar —como han concluido Toby Miller y George Yúdice— una recolocación sociológica y política del papel de la cultura.

·         De aquí que la idea y la práctica de la animación sociocultural (ASC) deba ser ensayada y debatida con más rigor y seriedad en países como el nuestro. De lo que se trata, ciertamente, es de concebir a los municipios, a sus centros urbanos y localidades, como espacios en los que coexisten fuerzas cohesionantes y fuerzas tensionantes, lugares en los que se generan representaciones y referencias que amplían o constriñen los horizontes de vida de la gente, lugares de integración y anomia, de inclusión y exclusión.

·         Para que esto suceda, tiene que tomarse una decisión que es, en última instancia, una decisión política: la de asignar nuevos y más poderosos alcances a la acción cultural. Igualmente, tendrán que recuperarse experiencias como la española, la brasileña y la colombiana (el trabajo en redes, el asociacionismo cultural, etc.). Y tendrá que realizarse un estudio muy serio que permita elaborar los registros antropológicos e identitarios, institucionales, emergentes y hasta comerciales del activo cultural de nuestras regiones y comunidades. Sólo así tendrá sentido georreferenciar el requerimiento, las capacidades y competencias de la república cultural. Ocurriría así un vuelco en este ámbito, y estaríamos entonces actuando en verdad con rumbos definidos en el diseño y despliegue de una política pública nacional auténticamente republicana y federalista.

Por aquí, creo, se puede empezar a cantar.

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Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Titular de cultura del gobierno de Sinaloa (1999-2008) y coordinador de la Región Noroeste del Centro de Investigaciones para el Desarrollo Cultural y la Educación Artística (CIDCEA) del INBAL (2010-2012). Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023).

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